Opinión
Tras la sentencia: paradojas de una revuelta esperada

Si en algo destaca en el “problema catalán” es en que presenta una coexistencia contradictoria entre un mandato imperativo activo, con formas organizadas de contrapoder ciudadano, y un subsistema de partidos catalán completamente esclavo de sus apuestas en el casino de la crisis de régimen. Primera parte.

Marcha contra la sentencia del Procés 2
Victòria Oliveres La Marxa per la Llibertat, en el tramo de Tàrrega

Participa en la Fundación de los Comunes

12 nov 2019 11:09

Solo el fetichismo –o el cretinismo, en la clínica leninista– de la dialéctica parlamentaria y mediática podía llevar a pensar que la sentencia del 1-O no iba a suponer una crisis mayor en el otoño. Hay amigos que me dicen que no era el caso del PSOE: que éste, a sabiendas de que la situación en Cataluña sería muy caliente, la utilizaría para colocarse en el centro del tablero del orden constitucional, marginando a un Unidas Podemos (y de paso a En Comú Podem) que quedaría laminado en su equidistancia entre dos muros de acero en velocidad de colisión. Que esa centralidad le iba a permitir además desactivar los conatos de pronunciamiento españolista, como el que terminara en chasco de las derechas en la Plaza de Colón el pasado 10 de febrero.

Semanas después de la publicación de la sentencia, lo más fácil sería pensar que tanto Sánchez como sus asesores son un atajo de imbéciles. Pero es más interesante pensar en que, sin dejar de ser imbéciles, responden al bloqueo del proceso político español de la única manera en que pueden hacerlo los partidos en la coyuntura presente: jugando a la ruleta rusa, al doble o nada, a las propuestas subprime. O, como se lleva señalando desde el agravamiento de la crisis catalana que condujo al 1-O, al juego de la gallina generalizado.

¿Por qué esa necesidad de jugarse en el casino los capitales políticos? ¿Qué impide, vista la gravedad de la crisis en el seno de la constitución material del Estado, una vuelta al pacto de supervivencia entre los principales partidos “nacionales”? Esta es la duda que corroe a las conciencias críticas del régimen más brillantes, como Enric Juliana. Las señales de peligro se prodigan, los reflejos condicionados del consenso institucional, practicados durante décadas frente al MLNV, pero también, en lo sustancial, en la respuesta capitalista a la crisis sistémica del 2008-2012 (reforma constitucional exprés incluida), parecen completamente paralizados. Con tales precedentes, parecerían tener razón quienes esperan el regreso de tales reflejos tras el 10N, un regreso pendular al sentido del Estado tras la evidencia de que el edificio amenaza ruina. Pero creo que en esta ocasión se equivocan profundamente. En la respuesta a estas cuestiones se cifran las elecciones estratégicas fundamentales que podrán contribuir, bien a una salida emancipadora de la situación, bien a un callejón sin salida estratégico ante la inminente conmoción en el subsistema de la UE.

La crisis catalana es (junto con el Brexit) la expresión más madura de la crisis europea

Hace tiempo que, tras la conmoción del 15M, la irrupción de Podemos, luego el “proyecto nacional” de Ciudadanos y por último la aparición de Vox, la crisis de representación se ha resuelto en una fragmentación del sistema de partidos diseñado en la constitución vigente, pero las tensiones que han movido este dinamismo han hecho trizas a su vez el punto medio del acuerdo constitucional. Tras una crisis de legitimidad tan profunda, podía esperarse que la elasticidad de la oferta interna del sistema de partidos terminara disolviendo los vectores de mandato imperativo, tan evidentes en las causas del aguante de Podemos y tan débiles en los municipalismos nacidos en 2015, restaurando un mecanismo consociativo con dos o más partidos. Pero ni ese mandato imperativo se ha disuelto en el PSOE, ni mucho menos un mecanismo así podía pretender absorber en esa dinámica a los actores de la ruptura catalana.

Si en algo resulta inasimilable el “problema catalán” es en que presenta una coexistencia contradictoria entre un mandato imperativo activo, con formas organizadas de contrapoder ciudadano, y un subsistema de partidos catalán completamente esclavo de sus apuestas en el casino de la crisis de régimen. Con el tratamiento del 1-O y, dos años más tarde, con la reacción a la revuelta contra la sentencia se ha pretendido justamente eso: disolver al pueblo mediante un acto soberano del Estado español. Pero el pueblo-Estado independentista existe y además es hegemónico, es hoy por hoy indisoluble.

La sobredeterminación de los hechos y los intereses en juego

Nadie puede aspirar ya la equidistancia. La historia se está haciendo en el Reino de España desde que los devenires entraron de nuevo en la historia con el ciclo de revueltas del 2011. Desde entonces, la crisis catalana, en toda su gravedad, no hace sino formar parte de la serie de matrioskas de la crisis de la provincia europea occidental, y sus grados de libertad están aprisionados en ella. La crisis catalana es (junto con el Brexit) la expresión más madura de la crisis europea, que se manifiesta en uno de los históricos eslabones débiles de la estabilidad del sistema de Estados europeo. En ella se concentran las líneas de fuerza, de contrapoder y de antagonismo del continente.
Los centros de poder de mando del sistema europeo son y seguirán siendo fundamentalmente contrarios a cualquier pretensión de independencia en cualesquiera territorios de la Unión

Hay dos consensos sagrados en la versión neoliberal y colonial del proyecto europeo que se sanciona entre 1993 (Maastricht) y 2007 (Lisboa): el primero es manifiesto y afirma que las rentas agregadas de las fuerzas del trabajo son una variable flexible a la baja y absolutamente dependiente de la realización de las ganancias financieras de bancos y corporaciones (el Pacto fiscal como pacto anticomunista); el segundo consiste en que la constitución material de la Unión es un pacto entre Estados unitarios soberanos que implica su indisolubilidad y por ende la protección mutua de su integridad (fronteras exteriores y apoyo mutuo frente a los movimientos secesionistas dentro de los países de la Unión). Dicho de otra manera: la independencia de Cataluña no sólo equivale al fin del Reino de España: equivale igualmente al fin de la UE, en tiempos más o menos precipitados. Basta pensar en lo que ello supondría para los movimientos nacionalistas presentes en todos los países centrales de la Unión. La Lega de Salvini, amén de neoliberal, se ha convertido en un partido nacional italiano, católico y apostólico, y esto ha sido determinante para su aceptabilidad.

Los centros de poder de mando del sistema europeo son y seguirán siendo fundamentalmente contrarios a cualquier pretensión de independencia en cualesquiera territorios de la Unión. Cualquier ilusión al respecto sólo puede servir de consuelo en la derrota estratégica de la apuesta independentista vigente.

La composición de fuerzas continentales no tiene nada de misteriosa, aunque sin duda es bastante complicada. Las pretensiones independentistas tienen enfrente al sistema financiero europeo, público y privado; a las fuerzas de seguridad e inteligencia de todos los países de la UE; al sistema atlántico de defensa y estabilidad geopolítica (a pesar de Trump) y, por si fuera poco, a los grandes medios de comunicación europeos. Dicho de otra manera, la independencia de Cataluña es crecientemente probable a medida que se configure un escenario de descomposición y/o disolución de la UE, escenarios de conflicto interestatal abierto y, por lo tanto, escenarios de guerra o, por qué no, de revolución. Pero, en tales condiciones, no cuesta mucho imaginar que una y otra no podrían estar netamente separadas.

Hay una forma más sencilla de decirlo, pero que tiene que ser explicada, antes o después: la “crisis catalana” carece de toda solución constitucional, pero la composición de fuerzas continentales hace imposible cualquier desarticulación de la sociedad independentista catalana. En esa medida, constituye una especie de trinchera fija en la guerra de posiciones europea, una trinchera indefinida, completamente dependiente de maniobras que no pasan fundamentalmente por el Reino de España. De esas maniobras depende tanto la tensión hacia el autoritarismo y la norma excepcional de los partidos españolistas, como la posibilidad de que el independentismo catalán forme nuevas alianzas dentro y fuera del Reino de España.

Qué se está jugando

Este texto se termina a pocas horas de las elecciones del 10N. Quizás sería más prudente esperar al resultado electoral —pero no tanto en este caso. Veamos por qué. Todo el otoño de 2017, con los epicentros de los 1-3 de octubre (jornada del referéndum ilegal y huelga general y declaración de Felipe de Borbón, respectivamente) y los 10 y 27 de octubre (declaración sui generis de la independencia por parte de Carles Puigdemont y nueva declaración de independencia sin quórum del Parlament, respectivamente), rompe definitivamente las costuras del proceso político y jurídico “normal” entre las fuerzas políticas y las principales magistraturas del Estado español. No lo hace de repente, por supuesto. Pero no vamos a enumerar aquí los hitos del conflicto en Cataluña. Aunque es cierto que, como ha insistido Javier Pérez Royo, la sentencia del Tribunal Constitucional del 28 de junio de 2010 (que declaraba inconstitucionales 14 artículos del Estatut) abre la espita del proceso de demolición del pilar territorial del régimen del 78, pasaron demasiadas cosas entre medias, y se abrieron demasiadas alternativas (desde el 15M a la irrupción de Podemos, desde la crisis del euro al Brexit) como para afirmar rotundamente que el curso actual era inevitable.

Entre el otoño de 2017 y la secuencia que se ha abierto tras la sentencia del juicio media un espejismo: la moción de censura de los 31 de mayo y 1 de junio de 2017. Como sabemos, esa iniciativa correspondió al esfuerzo y al voluntarismo táctico de Unidas Podemos y al oportunismo electoral de ERC y el mercadeo del PNV, antes que a una modificación fundamental de las fuerzas y las alianzas en las izquierdas. La tendencia profunda es, sin embargo, muy distinta. Sería una simplificación fatal afirmar que desde entonces los poderes del Estado (que incluyen los grandes medios de comunicación) caminan decididos hacia un cierre autoritario de la crisis de régimen: como hemos señalado, el subsistema español no es ni mucho menos autónomo o soberano; pero además de este modo no tendríamos en cuenta los distintos contrapesos y resistencias que, en la sociedad y en el sistema político, se han opuesto a ese curso, dando lugar a resultados ambivalentes (aparente reforzamiento de las componentes más radicales de ambos “bloques” en Cataluña). Sin embargo, dos años después, basta el dato gráfico del ascenso electoral de Vox, su capacidad de intimidación sobre el conjunto de la derecha y de la mayoría del PSOE, para reforzar el diagnóstico de un punto de inflexión irreversible en la trayectoria de la monarquía constitucional española, el paso a un nuevo marco en el que el golpe autoritario en el seno del Estado es una de las opciones más pujantes.

Desde este punto de vista, la última revuelta del bloque político y de la sociedad independentista catalana contiene toda la ambivalencia de las grandes maniobras que tienen lugar sobre el telón de fondo de una guerra de trincheras: por un lado, no pueden pillar desprevenidos a los adversarios, que actúan con rapidez; por otra parte, generan el polvo de la batalla, en la que flota a veces el acontecimiento que puede haber cambiado el estado de cosas sin que los actores lo perciban en medio de la batalla. Dicho de otra manera: sin factor sorpresa toda revuelta termina reforzando a los adversarios; pero el hecho de que la batalla tenga lugar construye una situación de altísimas energías políticas en las que los actores salen transformados. En la segunda y última parte de este artículo, vamos a ver de qué manera.

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