Opinión
El padre adúltero
Una amiga poeta me mandó un texto sobre las infidelidades de su padre. “Un texto —me dijo— que nunca publicaré”. Desde que leí esas páginas de su diario siento un peso encima, no me las puedo quitar de la cabeza. Yo soy hija de un hogar así, de un padre absurdamente infiel, infiel hasta la náusea con las personas menos adecuadas, en los peores momentos, hasta en el lecho de muerte de mi madre, un maltrato descomunal. Un infiel, claro, protegido por todo un entorno al que nunca importó el impacto que su conducta tenía en la salud mental de mi madre, ni en la salud emocional de ese fracaso de fuimos.
Hemos escrito muy poco sobre lo que supone ser hija de un padre infiel. Tal vez porque la palabra “infiel” conlleva un juicio moral que nos disgusta; tal vez, también, porque la construcción de mujer liberada que nos hemos montado no admite preocuparse por esas cuestiones. Tal vez porque conocemos parejas que llegaron a un apaño que no fue perfecto pero fue sostenible y lo bastante amable. Y también porque hay todo un entramado de género que nos convence de que, si bien es una conducta grave, es poco menos que natural en los hombres.
Un padre adúltero no es un señor al que le gusta el sexo: es un señor que demuestra y confirma, a través del ejercicio de la sexualidad, quién manda
Todo eso nos impide mirar, ver, nombrar: la infidelidad masculina está basada en la desigualdad de género y es una herramienta de maltrato de primer orden. Tal vez no siempre funcione en paralelo con el maltrato, pero cuando se usa en ese sentido es realmente devastadora. Y no lo es por una mirada moralista sobre la sexualidad sino porque la infidelidad pone la relación bajo el foco constante del abandono; amenaza de manera implícita con violencia económica; desestabiliza emocionalmente; genera vergüenza; golpea de manera implacable la autoestima y hunde el entorno familiar en un espiral de ansiedad. Un padre adúltero no es un señor al que le gusta el sexo: es un señor que demuestra y confirma, a través del ejercicio de la sexualidad, quién manda. Todo lo demás es puro atrezo.
Todo el andamiaje cultural sobre el que se sustenta la permisividad a la infidelidad masculina tiene que ver con la desigualdad de género, también en el mundo contemporáneo. Por poner un ejemplo, he tenido la desgracia de asomarme estos días a una serie muy mala donde un chaval está enfadadísimo con su madre porque es trabajadora sexual, el colmo del machirulismo. No sé si mejora a medida que avanza la trama, pero en inicio el guión le da razón: cualquier macho que se precie entiende que el cuerpo de las mujeres es su propiedad, incluido el de su madre. Los ejemplos en la cultura europea son infinitos, desde todos los tipos de don Juan, como Ulises, que asientan el permiso para una sexualidad masculina libre de compromisos y responsabilidades y topa de frente con el constructo opuesto: todas las Emmas Bovary, las mujeres infieles castigadas por ello (desde Ana Karenina a la adúltera bíblica que va a ser apedreada, historia que genera el dicho de “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”) y que tiene su complemento ideal en todas las Penélopes, las esposas que callan y aceptan, con la reina emérita Sofía como máximo exponente patrio.
El backlash que sufrió la estupenda Shakira cuando se negó a quedarse callada en su sesión con Bizarrap, señalada incluso por mujeres que la criticaban por criticar a otra mujer (de verdad, dadme veneno), por quejarse nada menos que de la amante de su maromo, forma parte de eso. Calladitas ante todo, calladitas. Tengo un recuerdo vago aunque jocoso de un artículo que incluso pedía “comprensión” poliamorosa a la pobre Shakira, porque no hay mejor Penélope que la dispuesta a competir con otras mujeres por ser la más moderna, ese nuevo reto, la amante menos problemática del macho habitual. Recordemos también la falta de vías de escape: en España no fue legal el divorcio hasta 1932 pero duró poquísimo, pues el franquismo volvió a prohibirlo. La Transición no se dio tampoco una prisa excesiva en volverlo a legalizar, y no tuvimos ley del divorcio hasta 1981, tarde para muchas de nuestras madres.
La desigualdad no opera solo en el plano simbólico: cuando un hombre abandona el núcleo familiar, la mujer queda a cargo de las criaturas, sin pensión en muchos casos, con un sistema legal completamente laxo a la hora de obligar a los padres a cumplir con sus obligaciones y que no está consiguiendo ni frenar los asesinatos infantiles, así de descomunal es el problema.
Con todo esto no podemos pensar la infidelidad en el ámbito de la sexualidad sino en el ámbito del maltrato psicológico y emocional y como tal tenemos que abordarlo, también para pensarnos como hijas de esas historias y para entender también el impacto que ha tenido en nuestras vidas.
P.D. Hablando de Penélopes y Circes, no os perdáis Circe ou o pracer do azul, de Begoña Caamaño, ese libro precioso traducido también al castellano.
Opinión
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