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Opinión
“Menos mal que existes”: apuntes sobre bifobia y adolescencia
Mi familia siempre fue una de esas estructuras de la hegemonía cisheteronormativa. Amplísima en número y rígida en formatos, de tradición católica aunque con intenciones claras de convivir con la modernidad, mi familia solamente había conocido a un primo marica que seguramente sufrió terribles dosis de homofobia (querría haberle abrazado antes), que es de la generación de mi madre y mis tíos y, por tanto, andará por sus cincuenta y tantos. Siempre escuché hablar de él desde la posición marica que ocupaba tanto en la familia como en el mundo, y, aunque no han sido muchas las veces que le he visto en persona, su representatividad dentro del imaginario familiar fue siempre la de la resistencia: el marica rebelado contra las imposiciones de su época. Había, también, una vieja tía materna a la que se le conoció un novio formal y muchas amigas íntimas. Nunca se destapó el tabú.
La pertenencia
Pasé mi infancia y mi adolescencia, como muches, metida en el armario sin ni siquiera saber que lo estaba. No conocía otras opciones más que la norma y, aunque nunca fui la “buena muchacha” que se esperaba que fuera —con mi correspondiente docilidad, silencio, sumisión—, tampoco podía tener un lenguaje que me permitiese identificar la norma y su exigencia. Tenía al primo marica de mamá con su existir disidente, y fue suficiente con ello: no hubo conversaciones sobre teorías queer, solo un cuerpo que encarnaba otra narrativa posible de existencia.
Hace muchos años que no sé nada de él, pero lo recuerdo con frecuencia. Cuando salí del armario con mi familia hace pocos meses, mis primas adolescentes (12, 14 y 14 años, respectivamente), con las que además siempre he tenido un gran vínculo, salieron del armario también conmigo. Fue la confesión de un gran secreto que, más que afirmaciones concretas, venía planteando grandes preguntas. Tras haber pasado la mayor parte de mi vida carente de un lenguaje con el que poder nombrarme, y haciendo ahora partícipe a mi familia de él, resultó que sí era importante la etiqueta y a dónde dirige: el reconocimiento.
Les conté a mis primas que tenía novia. Una de ellas tardó apenas dos minutos en contarme que a ella le gustaba una chica
Les conté a mis primas que tenía novia. Su primera reacción fue la sorpresa genuina de quien se alegra de una buena noticia y quiere saber cómo ha ocurrido, cuándo, por qué. Una de ellas tardó apenas dos minutos en contarme que a ella le gustaba una chica. Otra, cómplice, le sonrió. La tercera se alegró de que me lo hubiese contado.
Varios días después de aquello, y tras haber tenido largas y profundas conversaciones acerca del deseo sáfico y lo importante que era que se estuvieran reconociendo desde ahí, mis tres compañeras de batallas presenciaron cómo le conté a mi abuela que mi pareja era una chica y cómo su reacción fue echarse a llorar. La que me había confesado su atracción por su amiga se apartó, triste. Otra fue corriendo a acompañarla. A la tercera le pedí yo que se marchara con ellas. La abuela me decía cosas como que “no se lo esperaba de mí” y que “habiendo yo estado toda la vida con chicos, cómo puede ser esto”, y también aludió al primo marica: ella había visto su sufrimiento y no quería lo mismo para mí. Pese a que entiendo a mi abuela (y valoro y agradezco el esfuerzo que hace por no juzgarme y entender quién soy), me posicioné en la vivencia de la adolescente que quiere descubrirse y se encuentra la violencia. Negarte la posibilidad de ser a través del juicio, la crítica o la otredad es una forma de violencia. Desposeerte del nombre, de la identidad, es una forma de violencia.
He tenido muchas conversaciones con mis primas desde que salí del armario, y otras tantas con amigas a las que les he contado la historia de la abuela y el impacto que tuvo sobre ellas. Les he escrito cartas donde les recuerdo que nadie puede decirles que lo que somos está mal y les cuento que voy a comer con mi novia a casa de la abuela porque ella nos ha invitado, a las dos. Les digo: os mentiría si os dijese que el mundo no es violento. Y también: pero vamos construyendo maneras hermosas de estar en él.
Opinión
El juicio que borró la bisexualidad
Tanto la demanda como la sentencia contra Javier Vilalta obvian completamente la bisexualidad del demandado, en un ejercicio de “borrado bisexual” por el cual las personas bisexuales estamos ausentes, “borradas”, del imaginario colectivo.
Los datos y su repercusión en las realidades
Hace pocos días se hizo público un informe de COGAM titulado: LGTBIfobia en las aulas 2021/2022. Ateniéndose a este estudio, Noemí López Trujillo escribió un artículo para Newtral cuyo título ya produce escalofríos: “Un 42% de adolescentes preferiría que su pareja no fuera bisexual y el 17% del alumnado trans ha sufrido agresiones verbales”. Pienso en aquel día en que no tuve que explicarles a mis primas el valor de decir “chiques”, porque ellas mismas comprendían que te puede gustar una chica, un chico o une chique, y todo está bien. Y pienso en aquella charla con una compañera de militancia sobre cómo en el cole de sus criaturas no sabían diferenciar entre identidad de género y orientación sexual, pese a que reciben cursos y formaciones al respecto (cabe preguntarse: ¿reciben la información correcta? ¿desde dónde llega esa información?)
Paremos un momento: un 42% de adolescentes preferiría que su pareja no fuera bisexual. Los números, los porcentajes, los estudios de casos, etc., son herramientas que nos permiten analizar e interpretar las realidades y, en casos como este, también comprender las magnitudes de las violencias que las atraviesan. Casi la mitad de la población adolescente tendría problemas en establecer una relación amorosa con una persona bisexual —López Trujillo recoge que este porcentaje de bifobia aumenta hasta casi el 60% en el caso de chicos cishetero y que un 45% de chicos cis y gais preferirían no salir con un chico bisexual y este porcentaje es del 40% en el caso de chicas cishetero—. Otro escalofrío.
Recuerdo una por una a todas las personas bisexuales que pasaron por mi adolescencia y mi juventud temprana sin saber que lo eran (éramos); los porcentajes de los estudios se traducen en una realidad dolorosa
De repente, sin una aparente lógica conexa, recuerdo una por una a todas las personas bisexuales que pasaron por mi adolescencia y mi juventud temprana sin saber que lo eran (éramos). Pienso en que estos porcentajes se traducen en una realidad dolorosa, casi intangible y, para muchos, imperceptible: las personas bisexuales crecemos en un entorno que o no nos reconoce, o lo hace desde el estigma y el prejuicio. Y esto es algo que hablamos y requete-hablamos y volvemos a hablar desde los círculos del activismo bisexual (y, con suerte, en algunos espacios pluralmente LGTBIQA+) pero que, fuera de ellos, resulta una realidad absolutamente desconocida —y, muchas veces, deliberadamente ignorada—. La falta de estudios específicos sobre violencias bífobas y su repercusión se traduce en que se siguen repitiendo los mismos patrones por los que ya peleaban veinte años atrás.
¿Cómo hacer frente a unas estadísticas tan devastadoras? El artículo rescata también que un 33, 4% de los chicos cisheterosexuales está de acuerdo con la afirmación de que “está bien ser gay, lesbiana o bisexual, pero que no se le note”, siendo que este porcentaje se reduce a la mitad en caso de las chicas cishetero. Además, según el Informe sobre la evolución de los delitos de odio en España en 2021, un 32,08% de estos delitos en menores tienen como origen la discriminación por orientación sexual e identidad de género. Este porcentaje se convierte en un 41,85% en los primeros años de la edad adulta (18-25 años).
Una de mis primas sintió una vergüenza poderosa y casi paralizante al contarme que le gustaba una chica. Cuando la abracé y le dije que no tenía de qué avergonzarse, contestó con un tímido y atemorizado “ya”. Un par de semanas después me contó que la chica que le gustaba resultó sentir también cosas por ella y que habían empezado a estar juntas. Dijo “como tú y Sara [nombre ficticio], nosotras también nos hemos hecho novias”. La visibilidad genera visibilidad, quise decirle, pero en su lugar le expresé mi alegría con la emoción de saberla libre. Solo habían transcurrido apenas unas semanas cuando, en una carta adolescente como las que todas le hemos escrito a nuestras amigas, recibo la noticia de que “no pueden estar juntas” porque la familia de ella no lo acepta. La no aceptación significaba que la ex novia de mi prima había sido golpeada por su padre y por su tío.
Ninguna de las personas bisexuales que conozco dentro de mi franja de edad (25-35 años) salió del armario en la adolescencia, las más afortunadas pudieron nombrarse en los primeros años de la adultez
Hablo con mis primas, les muestro mi rabia, mi dolor, les digo que es una puta mierda que tengamos que pasar por cosas así. Están tristes, lloran y yo lloro con ellas. Percibo en ellas el malestar de quien es consciente de las cosas y les sabe poner nombre. Pensamos algunas soluciones pero ninguna está a nuestro alcance. Mi prima me abraza y dice que le hubiera gustado presentármela. Mi otra prima se une y sugiere que hable con sus padres, que ya ha comprobado que “no tienen ningún problema” porque mi novia y yo somos pareja delante de ellos y nos quieren sin rechistar. Apoyo esa idea mientras mantengo el abrazo e insisto en que ni un poquito de toda la violencia del mundo puede convencernos de que está mal ser quienes somos. Nos abrazamos de a cuatro: “menos mal que existes”, dicen. Mi llanto ahora se transforma en una nostalgia revolucionaria que se hace compañera de la rabia.
La potencia del lenguaje: reconocer(nos)
Ninguna de las personas bisexuales que conozco dentro de mi franja de edad (25-35 años) salió del armario en la adolescencia. Las más afortunadas pudieron nombrarse en los primeros años de la adultez —o los últimos de la niñez, como se prefiera—. Me he adueñado de la contundencia y el amor con la que se pronunció ese “menos mal que existes” y he estado pensando, hablando, compartiendo, leyendo y reflexionando sobre las ausencias y los no-lugares que configuran transversalmente la historia de nuestras bisexualidades. Me siento alegre por existir fuera del armario y que eso signifique que mis primas encuentren el refugio de la genealogía y el camino ya empezado. Nunca estuvimos solas, aunque no pudiéramos saberlo.
Algo está bien cuando se ha sembrado un sentir colectivo que nos permite reconocernos, y del que también pueden apropiarse las generaciones nuevas. Sin embargo, los números son tajantes: solo un 23% de adolescentes LGTB ha salido del armario y un 24,5% del alumnado piensa que de ser homosexual, bisexual o trans, su familia no lo aceptaría. Sin olvidarnos del 42% de adolescentes que rechazaría a una persona por ser bisexual. Me centro en este dato porque es el que me interpela en lo personal (y en lo político) y porque no deja de resultarme aterrador que las violencias en torno a la bisexualidad sigan tan invisibilizadas y tan carentes de lenguaje propio.
Recuerdo cuando hablé con Elisa Coll sobre su libro Resistencia Bisexual: mapas para una disidencia habitable —al que yo, como tantes otres, le debo mucho del lenguaje con el que me reconozco— y me contó que, en la serie Girls, hay una escena en la que el personaje de Elijah dice: “los bisexuales son el único grupo sobre el que todavía se puede hacer bromas”. Me habló de la magnitud de esa idea y de cómo borrar una violencia a través del chiste implica que no tengamos herramientas sociales para reconocerla y, en consecuencia, protegernos de ella. Vi ese capítulo hace poco por primera vez y pensé en mis primas, en el 42%, en mi historia y la de mis amigas y la de las amigas de mis amigas. Pienso, ahora, en cuántas de esas violencias nos seguirán atravesando sin que podamos enunciarlas. Y ya sabemos: lo que no se nombra no existe.
Deseo con todas mis fuerzas no tener que volver a escribir un texto así nunca más. Deseo que el “menos mal que existes” no tenga ese matiz salvador, reconocedor de la violencia. Deseo que mis primas, y todes les adolescentes LGTBIQA+, existan en un mundo donde la identidad no es una posibilidad, sino un derecho libre. Y a quienes hacéis que mi identidad y mi lenguaje construyan este texto-defensa: menos mal que existís.
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Muy bonito el artículo, muchas gracias. Y además, vivencial y formativo al mismo tiempo.