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Para comprender la política española es muy útil prestar atención a los Estados Unidos. Explícita o implícitamente, las consecuencias de lo que allí ocurre permean de forma asimétrica el devenir del resto del mundo. Especialmente en las últimas décadas, la política de los Estados Unidos es un espejo en el que muchos se miran y en el que ideólogos buscan respuesta, como si lo que ocurre más allá del Atlántico fuera una bola de cristal capaz de predecir el futuro, un fenómeno que, con el paso de los años ha creado ecos curiosos o, incluso, paradójicos.
En los años ochenta, el Partido Republicano llevaba décadas de deriva perdedora causada por la imposibilidad de imponerse al legado de Franklin Delano Roosevelt (FDR) o John Fitzgerald Kennedy (JFK). La narrativa del New Deal o el crecimiento económico de posguerra contrastaban con los claroscuros de presidencias como la de Nixon. No era fácil prever que fuera a ser un actor por lo demás poco exitoso quien lograría dar un vuelco dramático a la situación. Pero así fue, agarrándose a las políticas económicas neoliberales de los chicago boys, Reagan se convertiría en el Mesías inesperado de los conservadores norteamericanos. Un golpe durísimo que llevó a los Demócratas a perder incluso su hoja de ruta.
La respuesta tardó más de una década, puesto que a Reagan le sucedió primero otro Republicano, Bush padre. Entonces, ya en los 90, Bill Clinton, un joven senador de Arkansas, tomó el mando de la nave demócrata pero, para conseguirlo, lo hizo con un cambio de rumbo transcendental: virar la política económica hacia el neoliberalismo —libremercado con peros—, eso sí, sin olvidar el control presupuestario. La estrategia para vencer, por tanto, fue simple: comprender que el electorado medio norteamericano, ¿como consecuencia de las décadas de bonanza económica?, se había desplazado hacia el conservadurismo económico, pero que las nuevas elites educadas querían un capitalismo humano. Para atrapar a los votantes, por tanto, hacía falta desplazar también al partido. Aquel movimiento ajedrecístico creó dudas en el electorado y sobre todo comprimió el espectro político en una época en que el Comunismo acababa de “desaparecer” y en el que el Fascismo aún no había “renacido”.
A pesar de su victoria en dos elecciones consecutivas, Bush hijo nunca controló la narrativa. El clintonismo, además de expandirse alrededor del mundo—con Blair como principal discípulo—, continuó con Obama, cuyo cambio formal no llevó a transformaciones económicas de calado. Al contrario, su apoyo a compañías tecnológicas como las de Silicon Valley o el uso militar de drones parecen la continuación directa de las políticas de los noventa. No parece casual que en su gabinete Hilary Rodham Clinton ocupara cargos de mucha responsabilidad, ni que esta deviniera la candidata a sucederle en las elecciones de 2016.
Nunca se abandonó el clintonismo porque los republicanos estaban noqueados. Bastaba ver los debates en las primarias previas a las elecciones de 2016, en los que los candidatos republicanos ofrecían recetas económicas similares a las de sus contrincantes demócratas empaquetadas en un discurso algo más vehemente y conservador, basado en bajadas de impuestos y en atacar servicios sociales, pero siempre dentro de unos límites de aparente control presupuestario. La posesión de armas o el aborto eran las negociaciones abiertas entre demócratas y republicanos, no tanto medidas sociales de calado. En esas llegó Trump y el resto es historia.
¿Qué cómo diferenciar el producto? Pues abriendo el camino a la derecha de manera abierta y sin complejos, una estrategia que desde el partido se acogió primero con desgana pero que ha acabado por convertir a Trump en la gallina de los huevos de oro. Racismo y xenofobia, militarismo sin tapujos, ataques al establishment en el que tan cómodos se encontraban los demócratas y los republicanos de viejo cuño fueron su emblema. Trump supo ver que lo que demandaban sus electores iba mucho más allá de lo que permitían las reglas del juego establecidas hasta su llegada, y expandió el espectro político, de nuevo hacia la derecha.
Desde su irrupción, el discurso y la agenda han vuelto a ser marcados por los “republicanos” (por Trump, vaya) ¡Con Trump son ahora los Demócratas los que echan de menos a Reagan! Trump les ha llevado al diván, un órdago que les obliga a plantearse posibilidades que van desde la vía clintoniana—desgastada pero poderosa—hasta una llamativa y ruidosa izquierda “pre-reaganiana” que no rehúye términos como socialismo democrático— un concepto que en Europa no rechina en exceso pero que en Estados Unidos ha sido un tabú hasta hace muy poco.
La traducción española de esta deriva norteamericana comienza con Aznar buscando lo que consiguiera Reagan: convertirse en un mesías de derechas. Aznar ganó las elecciones proponiendo una política neoliberal dura, trufada de privatizaciones que, eso sí, se mantuvo—por causas del guión; control del déficit muy similar al de Clinton para conseguir los objetivos de Maastricht marcados por la entonces Comunidad Económica Europea—, en un campo de maniobras donde por la derecha tampoco parecía muy fácil ir mucho más lejos sin alejarse de sus “amigos”—gente como, sí, Blair.
El camino continuó con Zapatero, un “precursor” de Obama que, abogando por unas políticas esencialmente “sociales” tuvo que hacer fuertes campañas de marketing sobre su talante para esconder un programa económico propio del punto álgido de la globalización. Su legado, sin embargo, quedó marcado por la crisis del 2008, de la que no fue el máximo responsable, pero que le engulló irremisiblemente.
Ese —2008— fue el gran cambio. Mientras Obama pudo tirar de los recursos que le daba ser el presidente del país más poderoso del mundo —estímulos económicos, rescates bancarios o la posibilidad de un déficit siempre creciente, gran doble rasero del capitalismo mundial—, el PSOE se encontró maniatado por el contexto español, marcado por la agenda de la austeridad europea impuesta por los mercados internacionales y ratificada por los más poderosos en Bruselas. Ahí desaparecieron—¿temporalmente?—las posibilidades de mantener el bipartidismo como modelo en España, y varios movimientos sociales agitaron el hasta entonces aburrido panorama partidario español.
Entre ellos apareció Podemos, un partido que consiguió movilizar más que ningún otro tanto a partidarios como a detractores. Las circunstancias, por tanto, en España premiaron a corto plazo a aquellos que se atrevieron a experimentar fuera del sistema tradicional de partidos, que, sin embargo —entre otros motivos porque la experiencia es un grado, pero también porque estos últimos supieron jugar sus cartas, no siempre de forma limpia u ortodoxa—, como estamos comprobando, les está penalizando a medio plazo, pues para luchar contra gigantes parece que sea imprescindible convertirse en uno.
En cambio, en los Estados Unidos post-crisis, debido a la fortaleza y relativa estabilidad estructural del sistema, fue más difícil que movimientos como Occupy Wall Street consiguieran hacer tambalearse al sistema de partidos como sí lograra el 15M. Con lo que, los que decidieron esperar o incluso comenzar una partida a más largo plazo desde dentro del sistema tradicional de partidos y que, empujados por Trump, ahora han entrado en el congreso representando al Partido Demócrata, están siendo capaces de llevar al discurso mainstream políticas o ideas, muchas de ellas no especialmente radicales que, en España, si partidos como Podemos acaban por desaparecer de gobiernos locales o estatales, difícilmente serán oídas en las instituciones.
¿Será clave poderse nutrir de la plataforma que ofrecen los grandes partidos —que están demostrando una resiliencia extrema derivada en parte de su peso específico en el propio sistema—, o será posible sobrevivir más allá del bipartidismo? Si la bola de cristal norteamericana marca el camino, se presumen malos tiempos para los partidos del cambio.
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Muy buena reflexión comparativa de los dos países. No extraña en absoluto la igualdad del sistema electoral español al yanke, ya que estamos maniatados por su élite en todas las facetas (militar con la OTAN, económica con las instituciones del Bretton Woods, social con su propaganda cultural y mediática y religiosa con su fundamentalismo).
Los que creemos en una alternativa anticapitalista, no podemos caer en la trampa y en su juego, siempre debemos de mantener la distancia dentro de este sistema llamado democracia liberal. Y de mientras luchamos en las instituciones, seguir preparando el terreno para un levantamiento popular real!
Interesante análisis que comparto en el fondo... En Europa falló Siryza en un momento clave para la transformación de la UE... En estos momentos, y con mucha más paciencia y perseverancia que fuerza movilizadora, sólo los Gilet Jaunes (sans culots XXI) ofrecen cierta/moderada resistencia. Se echa en falta una catársis, una chispa, para despejar el camino a una utopía compartida como horizonte.