Opinión
Genocidio en Gaza y narcisismo en Washington

Un año más transitamos julio y podemos afirmar, en pleno verano, haber atravesado un mes heavy, que se cierra con los muertos de la masacre por hambre en Gaza y la confirmación del vasallaje europeo a la estrategia trumpista. Un julio precedido además por un final de primavera y comienzo de verano hardcore.
Como en los años precedentes, los meses en los que llega el calor al hemisferio norte no han dado tregua, tanto en el plano nacional como en el internacional. Primero, por la desolación constante que marca una época infame desde octubre del 2023: seguimos siendo testigos no sólo del desgarro que cada día vive el pueblo palestino sino del tiempo brutal en el que se prolonga, por sus ejecutores, el sufrimiento masivo e inconmensurable cuando un exterminio está siendo perpetrado. Hoy es el genocidio gazatí.
Entienden los victimarios que el momento permite no enmascarar los planes criminales porque pueden ser legitimados mediante el lujo y el éxito empresarial
El tiempo de ejecución del exterminio sistemático fue una cuestión a resolver, dada la evolución de la II Guerra Mundial, por la ejecutiva nazi que decidió y organizó la Shoah: industrializaron la eliminación masiva de personas a través de la planificación, en la que se escondió “la banalidad del mal” de Eichman, y mediante el uso de la cámara de gas en las duchas del lager. Hoy, el tiempo no parece ser un problema para el sionismo israelí que implementa el hambre como método de masacre masiva. Ese es el nivel de impunidad en el que nos encontramos.
En los meses precedentes, la existencia y circulación de imágenes también marcó, no sólo la época en la que estamos y en la que se produce, sino las relaciones de fuerza e impunidad con la que contaba el poder ejecutor de este genocidio, el Estado de Israel —apoyado por USA y secundado por las infraestructuras y negocios de los miembros de la OTAN—.
Son imágenes desoladoras que representan un sufrimiento indescriptible e ininterrumpido. Imágenes que se contraponen a “la banalidad del mal” (H. Arendt) que representó el vídeo creado por la administración Trump proclamando sus planes de negocio y colonización para la costa palestina, en connivencia con Netanyahu y con la aparición estelar de Elon Musk. Fuimos entonces testigos de la banalidad del mal de estos tiempos, sintetizada cual clímax por aquellas imágenes recreadas por inteligencia artificial. Imágenes de ordenador promocionales para representar un futuro mercantilizado y turistificado tras la masacre sistemática y la expulsión de los sobrevivientes.
Una revuelta en Los Ángeles que significaba continuidad en la historia de una ciudad cuyas calles responden a lo insoportable cada 30 años
Existen muchas aberraciones cometidas en la historia siguiendo la misma secuencia: el beneficio de los conquistadores tras arrasar con comunidades y pueblos sentenciados como descartables por el poder hegemónico. Pero convertirlo en propaganda durante su ejecución a modo de spot publicitario, como forma legitimadora de la violencia masiva que se está desplegando según un poder pensado sin límites, mostró sin pudor la barbarie implícita en un principio civilizatorio aberrante, que cuenta con formas propias de la época: las de la civilización neoliberal.
Entienden los responsables y beneficiarios, los victimarios, que el momento permite no enmascarar los planes criminales porque pueden ser legitimados mediante el lujo, el éxito empresarial y la monetarización. Esa es la gran novedad respecto a otras fases del imperialismo estadounidense. Una novedad promocional, y ostentatoria del poder capitalista, que entendemos si miramos el momento posfascista como una realidad. La que nos acompaña a lo largo de unos meses en los que hemos vuelto a transitar por los impactos de acontecimientos que, siendo viejos conocidos, se encuentran vinculados con las realidades críticas que nos circundan.
Concretamente, entre el 6 y el 22 del pasado junio —además del exterminio en Gaza ejecutándose sin freno alguno—, se profundizaba la coyuntura que afecta hoy al hegemón en crisis, los Estados Unidos de América. No en vano, llevamos viviendo seis meses con Trump en ejercicio, desde el pasado 20 de enero. Un segundo mandato del esperpento neoyorquino en la Casa Blanca que, con aranceles o sin ellos, es síntoma y estertor de un declive que sus sectores ideológicos de apoyo ya nombraron implícitamente con el late motiv identitario de su movimiento reaccionario: el machacón y supremacista “Make America Great Again”.
Se recuperó en las calles el concepto de ‘libertad’ en su sentido político y clásico, con el que se constituyó idealmente la revolución estadounidense para su independencia como república con el lema “No King, No Crown”
El lema, acuñado desde la derecha nacionalista, recogió como aglutinador un malestar, y lo proyectó hacia delante con una salida que implica el retorno a un “pasado glorioso”. Son componentes que comparten los movimientos reaccionarios en su relación imaginaria entre el presente y el pasado. Éste, los MAGA, terminó paradójicamente encarnado por Trump como líder. Ironías indignantes de la historia si pensamos en los beneficiarios y damnificados del neoliberalismo, tanto en función de la clase social como en la dualidad antagonista existente entre la vida en comunidad y el beneficio privado. Una palabrería que recoge visualmente el western contemporáneo desplegado por David Mackenzie y Taylor Sheridan en Comanchería (2016).
Pero, volviendo a estos meses, decíamos que se profundizaba la coyuntura crítica en USA. Y junio comenzaba con respuesta contestataria a la política interna, represiva y racista, puesta en marcha por una administración violadora de los derechos humanos. Lo hacía, el fin de semana del 6 de junio, con una revuelta en Los Ángeles que significaba continuidad en la historia de una ciudad cuyas calles responden a lo insoportable cada 30 años. Y que esta vez tuvo como protagonistas a los estadounidenses hijos de migrantes latinoamericanos cuyas familias son víctimas de la persecución puesta en funcionamiento desde el Ejecutivo de Washington. A modo de reverberación del Black Lives Matters que tomó las calles cinco años atrás por el asesinato policial de George Floyd en mayo del 2020.
Los disturbios de Los Ángeles fueron reprimidos desde el Gobierno central con el despliegue anticonstitucional de la Guardia Nacional, enviada en contra del criterio del gobernador de California. No obstante, y pese a esta nueva y fragante violación al ordenamiento de la constitución estadounidense, la orden de Trump contó a posteriori con el alucinante aval legalizador del juez de turno. Una legalización avalada a cargo de una avanzadilla reaccionaria —consciente ideológicamente tanto del momento estratégico como de su papel fundamental— que el magnate inmobiliario se encargó de conseguir y afianzar en el poder judicial de su país para esta segunda presidencia.
Qué triada la del poder judicial, el Ejecutivo y el coercitivo o militar para la historia política del mundo en sus diferentes órdenes sociales. Qué trío estelar de la historia de los sistemas de poder político y las formas de dominación, enraizadas con los modos de producción a lo largo del tiempo, hasta hoy. Un presente que, con el ‘demos’ atravesado por las dinámicas del show y la tecnología concentrada en corporaciones y algoritmos, no resulta ninguna excepción.
Sin embargo, siguiendo la estela del conflicto social y la expresión de resistencia, una semana después de la revuelta en las calles californianas, el sábado 14 de junio, tuvo lugar una movilización a nivel nacional que se convocó contra las medidas autoritarias, xenófobas e inconstitucionales del megalómano presidente, cuyo retrato fue sintetizado y representado por la propia revista Time, en otra de sus “icónicas portadas”, con la imagen de un rey coronado.
Más allá de la inteligencia artificial al servicio del ego trumpista —generando imágenes del personaje como papa, Superman o testigo perverso de la detención de Obama a sus pies—, la simbólica revista liberal del siglo pasado plasmaba y sintetizaba, coronando al pretencioso y ridículo tirano, la imagen movilizadora de un rechazo que se encuentra enraizado en la propia identidad nacional estadounidense.
De hecho, como respuesta a esa imagen inspirada en los comportamientos del presidente, se recuperó en las calles el concepto de ‘libertad’ en su sentido político y clásico —aquel con el que se constituyó idealmente la revolución estadounidense para su independencia como república— con el lema “No King, No Crown” (“ni rey, ni corona”).
Arena de otro costal es el modo en que se encarnó ese concepto político en la realidad del supremacismo blanco. Una realidad del costal histórico, de la materialidad del poder y de las formas de dominación, tanto en la guerra de frontera y exterminio de los nativos para la explotación minera y ganadera del territorio —Los asesinos de la luna (2023)—, como en la estructura de explotación esclavista sobre la población negra traída del continente africano para los terratenientes algodoneros del sur, hasta la Guerra Civil —recordemos como referencia cultural contemporánea la vieja y famosa serie Raíces: Kunta Kinte (1977)—. Una Guerra Civil (1861-1865) a la que seguirá, tras la victoria del norte, la segregación racista. Una segregación estructural marcada, una vez más, por la propiedad y la desigualdad legal.
Una tercera cuestión fue el desarrollo estructural del poder a pie de calle. La articulación social que podemos mirar en retrospectiva. Tarea en la que nos volvemos a encontrar con Scorsese y su Gansters of New York (2002). Arena del costal de una historia que es o bien negada o bien reivindicada como supremacista por la coalición interclasista que se erige como propietaria “verdadera” del país. La que hoy sostiene al nuevo matón. Un matón del privilegio, heredero de familia rica, retroalimentado por el tipo de show que arrasó en los 80s, junto a las nuevas formas de individualismo para el consumo de un nuevo sujeto epocal: el de la sociedad de masas posmodernas.
El modo en el que ejerce el poder en su reflejo mental el matón del privilegio es dominando masculinamente dentro y fuera de sus fronteras A nivel internacional, Trump lo ejerce desplegando sus concepciones sobre todo aquello que considera su patio trasero. Es el caso de la actual Unión Europea, firmando la sumisión del mercado energético cautivo con un océano de por medio —parecería que Ucrania y la voladura del Nord Stream estaría amortizada—.
En cuanto al patio trasero geográfico, ya no sólo reafirma implícitamente la brutal historia de América Latina durante el siglo XX, si miramos las espeluznantes intervenciones del “tío Sam” —Memorias del fuego, E. Galeano—; sino que es una historia que no se detiene y continúa. Así lo demostraron en las últimas semanas: por ejemplo con el auto sobre la propiedad de YPF y la relación de dependencia ceñida sobre Argentina con el Gobierno de Javier Milei mediante, al que salvan con dólares de la quiebra cuando se precisa, por estrategia geopolítica e ideológica. En el caso del pago por la nacionalización de YPF, la colonización de manos extranjeras sobre la empresa pública vino de la mano de una jueza de Nueva York que reproduce el poder de una vertiente del derecho que está en auge en las últimas décadas: el derecho corporativo que doblega a Estados-nación periféricos desde los centros de poder sistémicos; mientras el derecho internacional se desactiva y pasa a papel mojado. Tal y como nos explicó Hernández Zubizarreta del Observatorio de Multinacionales de América Latina en un artículo de Martín Cúneo el pasado abril en El Salto.
En la mente de Trump, no obstante, las cosas van mucho más allá, como demuestra su mirada destiladora de superioridad y desdén, en la que su incultura y vanidad son la vara de mirar a todo el resto del mundo en este momento crítico del mundo. De hecho, quedó nítido con las declaraciones a los medios de sus colaboradores en la rueda de prensa tras el ataque a Irán el pasado junio, cuando tras el jaleo interno y la resistencia al autoritarismo trumpista en el país que gobierna, fuimos testigos de la profundización que planean en la destrucción de Oriente Próximo. Siguiendo la reconfiguración regional que diseña el imperio en crisis junto a Israel.
De hecho, primero fueron los ataques israelíes sobre los persas chiítas y, después, la operación militar de la Casa Blanca. La respuesta de Irán no fue cerrar el Estrecho de Ormuz porque, además de los intereses chinos, nos encontramos con los del fraking petrolero estadounidense, tal y como explican en un magnífico artículo Turiel, Bordera y Calvé en Ctxt.
La coyuntura, en mitad de una transición capitalista que ya ha implicado cambios cognitivos en las personas como consecuencia de la tecnología algorítmica, es brutal. Incluso después de que el tándem boomer-generaciónX, es decir, Trump y Musk, haya dejado de retroalimentarse. Y es que la escena de Elon Musk como MAGA era inevitablemente temporal. La gorra tenía caducidad temporaria porque las contradicciones siempre emergen, y en este caso el businessman neoyorquino y capo narcisista devenido en presidente por segunda vez conoce bien, como estadounidense nacido en los 40, cómo funcionan tanto el consumo de masas propagandístico como el apoyo al líder en una democracia populista como la estadounidense.
Trump no sólo está disfrutando, cual déspota, del ejercicio de su poder con su mentalidad de matón pijo y privilegiado sino que está berreando con la historia, la posteridad y la leyenda de su memoria personal
Una república en la que “dios anda bendiciendo”, por doquier, a una sociedad caracterizada por una potente religión civil entorno a la nación. Tal y como ejemplifican con la repetida enunciación, e implícito complejo de pueblo elegido, “God save/bless America” (dios salve/bendiga Estados Unidos). O en los tribunales, donde preside “In God We Trust” (En dios confiamos nosotros), cual encomendación a la voluntad divina que sacraliza la verdad jurídica de las sentencias de los jurados populares.
Así que Musk, pese a la pertenencia clasista y los intereses de modelo para un nuevo estadio del modo de producción, no tenía nada que hacer hoy en la pugna contradictoria con la base MAGA, el corral de Trump. La táctica publicitaria de adhesión administrada a los blancos reaccionarios de la antigua clase trabajadora por el multimillonario neoyorquino es fundamental para él. Al fin y al cabo, Trump no estará cuando la crisis climática arrecie así que en lugar de Occupy Mars, como escuchamos en los saraos que monta, “drill, baby, drill”.
Y es que Donald Trump no solo está disfrutando, cual déspota, del ejercicio de su poder, aquí y ahora, con su mentalidad de matón pijo y privilegiado, esa que muestra esperpénticamente al resto del mundo sin parar; sino que está berreando con la historia, la posteridad y la leyenda de su memoria personal. Sin percatarse, como buen narciso, que todo eso sólo importa a la juventud que habrá de recordar mañana en sociedades que están mucho más al Este del mundo, porque la velocidad y autorreferencialidad de las sociedades del capitalismo tardío occidental están usurpando esa capacidad, castrándola progresivamente en una apariencia liberadora, sin corte y sin límite, que por quimérica no deja de producirse. Es decir, lo han ido destruyendo a través de las dinámicas desaforadas de la mercantilización y la cosificación sobre nuestras subjetividades. En definitiva, nos lo arrebató el mismo mercado que antes los hizo ricos, que hizo multimillonarios exitosos a los Trump nacidos en el siglo XX (la historia del abuelo alemán durante el XIX es arena de otro costal, también sin escrúpulos).
Sin embargo, el presidente del hegemón en crisis, sin darse cuenta lo más mínimo de esa realidad, seguirá berreando con deje dantesco porque está en juego, según su percepción, la trascendencia de su persona. En otras palabras, porque es la compensación que ha encontrado su mente en la vejez para sustituir la negación continua de su mortalidad que, sin duda, lo ha caracterizado durante su existencia de hombre joven y adulto. Porque en la psiquis narcisista no importa la realidad, tan sólo la representación que se crea del ‘yo’. En este caso, se trata de una nueva forma de negacionismo de su propia finitud que, a los 80 años, resulta una necesidad libidinal para seguir potente, y retroalimentado de suplemento narcisista, en el ruedo.
Por todo ello, la batalla propagandística se convierte en trascendente y en ella siempre elegirá a los que le devuelvan la mirada de admiración que él confirma sobre sí mismo, deleitándose. Miradas de admiración y votos que necesitará para fraguar esa imagen obsesiva de sí mismo, volcada sobre sí. Elon Musk y sus propias obsesiones de infinitud marciana y tecnológica no tenían nada que hacer. El corral tiene un solo gallo. Y el sudafricano esperará su turno generacional mientras sigue con sus estrategias neonazis en este momento postfascista por fuera del Gobierno estadounidense y la administración Trump, arancelaria o promovedora de los tratados de libre comercio, siempre beneficiaria para los que están en la mesa, lejos de la anomia social del país de norteamericano.
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