Opinión
Si no merecemos vivir ahora, ¿cómo vamos a vivir después?

Tres amigas activistas del Foro de Vida Independiente, que promueve los derechos de las personas con diversidad funcional, explican cómo la crisis el coronavirus las ha llevado a hacerse planteamientos eugenésicos inasumibles hace unas semanas. ¿Qué es la “calidad de vida” y quién lo determina? ¿Por qué asumimos en tiempos de excepcionalidad que unas vidas sí valen más que otras?

Diversidad funcional
Una persona con diversidad funcional y su cuidadora, en una imagen de archivo. Álvaro Minguito
Activistas del Movimiento de Vida Independiente
28 abr 2020 06:38

La crisis del coronavirus y todas las temáticas que la sobrevuelan como satélites inconclusos, llenos de interrogantes, nos tienen entumecidas las neuronas. La vorágine nos llevó, a este trío de amigas, a vernos respondiendo a una pregunta incómoda que inspira las reflexiones de este artículo, en lo que debía ser una videollamada ociosa de jueves noche.

La conversación fue más o menos así:

—Vale, ya sé que es discriminatorio, inmoral, incluso ilegal, atenta contra los derechos, las convenciones y esas cosas pero, si fuerais médicos y tuvierais tres camas para cinco pacientes, ¿a quién salvaríais?.

Tras la pregunta, hija de un par de copas de vino y de la paranoia y estrés al que el covid-19 nos tiene sometidas, se hizo un silencio.

Os lo pregunto porque el otro día me sorprendió que un amigo, activista por los derechos de las personas con diversidad funcional , asumía que no le priorizaran si otra persona tiene más posibilidades de vivir, y ¿sabéis qué...? Que, en realidad, entiendo que lo piense. Y que igual yo también lo haría si la cosa es tan grave como cuentan.

De nuevo, el silencio. Luces rojas en la pantalla nos dan un respiro anunciando que alguien va a intervenir:

—Pero, ¿acaso no tendríamos que plantear primero por qué, en estado de alarma, no se puede forzar la fabricación de respiradores? O ¿Por qué no se tomaron medidas antes que evitaran la sobresaturación de las UCI?.

Un poco de aire entraba en la habitación de hospital que las tres visualizábamos en nuestras cabezas, y proseguía

—Vale, asumamos que tenemos que tomar la decisión en un triaje. Se está hablando mucho de la “calidad de vida” como criterio. Y a mí eso de determinar la calidad de una vida siempre me ha parecido un acto fascista. Se dice calidad de vida cuando se quiere decir “independencia física”, asumiendo que la dependencia conlleva necesariamente una vida de “menor calidad”. Además, se piensa que dicha “calidad” es algo estable y predecible. —La crítica nos daba un balón de oxígeno y comenzaba a librarnos del acto heroico al que la ética médica nos estaba condenando, al menos a dos de las tres amigas, y proseguía—. Pero, bueno, yo qué sé, te entiendo... Es fácil caer en la lógica de la “calidad de las vidas”. Yo tengo parálisis cerebral, y asma, y en estos días también me he encontrado pensando que cedería mi cama a alguien con una vida de mejor calidad.

De nuevo, un mundo mejor sin selección natural parecía una utopía, porque ¡joder, nos dicen que la cosa está fatal! La ronda de opiniones se cerró con un:

—Vale, pero es que, si os ponéis así, yo pienso en mi tía que es población de riesgo riesgo y digo, si hubiera dos camas y tuviera que elegir, no debería de salvarla, ¿no? Si otras personas tienen más posibilidades de vivir... Y a mis abuelas tampoco. Sería de un egoísmo tremendo por mi parte.

¿Qué nos pasó? ¿Cómo acabamos un jueves por la noche hablando de sacrificar familiares, amistades, incluso a nosotras mismas, en pro del “bien común”? Nosotras que, por experiencia personal, por activismo y por investigación nos sentimos tan vinculadas con el movimiento de vida independiente, aquel que aboga por los derechos de las personas con diversidad funcional. Y ahí nos vimos, confesando asunciones capacitistas y validando lógicas eugenésicas.

Militares, médicos y políticos nos repiten cada día que estamos en guerra y en las guerras hay héroes (ellos) y víctimas (los cuerpos desechables: “era mayor”, “tenía patologías previas”). Nos han confinado en nuestras casas y lo hemos hecho con orgullo patriótico porque, en las guerras, toca arrimar el hombro. Lo que no nos han advertido es que también nos han encerrado en sus discursos, hemos memorizado sus vocablos (pandemia, alarma, triaje), sus diagnósticos (la curva) y sus soluciones (disciplina, encierro y distancia social). Y hemos interiorizado que “esto lo paramos entre todos” si obedecemos y callamos.

Si en tiempos de excepcionalidad no creemos que todos las vidas valen lo mismo y tienen los mismos derechos es que, realmente, tampoco lo creíamos antes

Pero, a pesar de que la idea de un pueblo unido y solidario ya es campaña de marketing de todos los bancos, estamos cansados del encierro, del tedio y de la incertidumbre. Así que cuando nos hablan de previsiones alarmantes, comenzamos a experimentar más hastío que temor; cuando nos muestran, de nuevo, las noticias sobre los focos de contagio en las residencias de ancianos, murmuramos que total, ya han vivido bastante. Y así, el día que una anciana cede su cama a un joven , aplaudimos su generosidad. Y su sentido común. Y he aquí la ciénaga pantanosa en que nos encontramos, cómo la excepcionalidad se está adueñando, también, del sentido común. Como dice César Rendueles , “pensar que los derechos civiles son para cuando nos los podemos permitir es sencillamente no creer en los derechos civiles”. Si en tiempos de excepcionalidad no creemos que todos las vidas valen lo mismo y tienen los mismos derechos es que, realmente, tampoco lo creíamos antes.

Hace ya más de veinte años, Giorgio Agamben nos recordaba que si algo tienen en común los totalitarismos y las democracias del siglo XX es que ambos sistemas comparten una misma lógica biopolítica: administrar la vida misma y su valor. Fue el sistema nacionalsocialista el primero en regular la eliminación de la lebensunwerten Leben (la ‘vida indigna de ser vivida’), pero la semilla de dicha operación se encuentra en la Revolución Francesa, en los albores de las democracias occidentales, cuando la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano se encargaba precisamente de establecer excepciones a la ciudadanía —mujeres, locos, niños—. Es, por eso, que tanto las democracias como los totalitarismos laten con la misma marcha fúnebre, la que dicta qué vidas carecen de valor político. Qué vidas, como explica Judith Butler, son dignas de duelo y, en consecuencia, pueden ser “lloradas”.

Cuando pase la pandemia, saldremos a las calles como animales recién liberados, temerosos ante lo que antes era su hábitat natural. Haremos recuento de muertos y pérdidas económicas. Celebraremos los funerales pendientes y, también, los festejos pospuestos. Creeremos que lo peor ha pasado. Nosotras, cuando podamos sustituir el ordenador por una copa de vino y una terraza, volveremos a hablar de lucha contra el capacitismo y el discapacitismo. Comentaremos, alegremente, que las representaciones que algunas series y películas recientes nos brindan de la diversidad funcional están mejorando.

En algún momento, la huella de lo vivido estos días ensombrecerá nuestras miradas y nos miraremos sabiendo que, un día no muy lejano, las vidas de las tres personas que compartimos mesa no valieron lo mismo

Sin embargo, en algún momento, la huella de lo vivido estos días ensombrecerá nuestras miradas. ¿Cuántos puntos nos daría a cada una este vino en una escala de calidad de vida? Dejando la conversación en suspenso por unos segundos, nos miraremos sabiendo que, un día no muy lejano, las vidas de las tres personas que compartimos mesa no valieron lo mismo. Y nos preguntaremos, quizá para nuestros adentros, sin atrevernos a aguar por completo la fiesta, si podremos seguir fingiendo que somos iguales ahora.

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Aquellas cosas que si no han sido buenas durante el coronovirus, si nos han causado problemas para resistir este envite o si se han “cancelado” o modificado durante la crisis por sus efectos negativos, entonces deberían ser cambiadas siempre.

El descenso de la curva nos dejará imágenes espeluznantes como la de ataúdes hacinados en el Palacio de Hielo, pero también la cicatriz imborrable, quizá por su invisibilidad, de los discursos capacitistas e ideas eugenésicas enunciados al amparo de la lógica de la excepcionalidad. Estamos librando una batalla, sí, pero no es contra un enemigo abstracto e incorpóreo, sino contra su gestión biopolítica que marca las vidas “que merecen la pena ser vividas”.

Y no nos referimos solo a la gestión estatal y a las medidas de salud pública, sino a su infiltración en las ideas y emociones de cada una de nosotras. Si el covid-19 tiene que servir para algo —todo tiene que hacerlo bajo la fiebre productivista del neoliberalismo— que sea para dejar escrito en nuestro cuerpo que la revolución anticapacitista será radical o no será.

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