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¿El silencio mata? No. El silencio en nuestras calles es necesario y deseable. Pero como todo en la vida, en su justa medida y sin pasarse. Lo que mata es la deificación del silencio, la desmedida, el hecho de no asumir un cierto umbral de ruido y considerar el silencio por encima de otras necesidades humanas.
¿Y qué mata la deificación del silencio? La vitalidad urbana. Es decir, lo que hacemos las personas en las calles. Lo que nos gusta hacer a las personas en este invento que nos hemos dado para vivir colectivamente —pueblos y ciudades— para satisfacer nuestras necesidades y deseos de crianza, sociabilidad, ocio, protesta, etcétera.
La deificación del silencio aparece, por ejemplo, cuando personas se quejan a la administración del ruido que hacen otras personas, reclamando la rápida intervención policial para erradicar ese ruido. La deificación del silencio se denota, además, en la gran aceptación pública de este tipo de quejas y de respuesta policial. Y se muestra también en la manera como la administración actúa ante estas quejas, demasiado a menudo a través de la intervención policial para simplemente prohibir, sin poner en la balanza otros valores de la vida urbana.
Para mucha gente es preferible que las calles sean un sitio destinado meramente a pasar de largo y dónde únicamente permanezcan objectos privados fuera de uso
La deificación del silencio llega al punto de que haya personas que no quieran que la calle donde viven se convierta en un punto de encuentro de familias a la salida de la escuela, vecindad que pide que se retiren bancos para evitar oír charlas cerca, rechazo de los encuentros de pequeños y jóvenes con sus pelotas o gritos, ¡o hasta quejas por el ruido de un patio de escuela! Por no hablar del recelo que generan los cuatro días de fiesta mayor al año. O el pavor que suscitan los bancos de noche, ante el omnipresente fantasma de que pueda acontecer un botellón. O más pavoroso aún: ¡que el ruido lo haga gente de distinto color del que vive delante del banco!
De hecho, cualquier transformación de calle (peatonalización, pacificación, etcétera) que pueda conllevar un mayor uso social genera gran recelo y temor. Para mucha gente es preferible que las calles sean un sitio destinado meramente a pasar de largo y dónde únicamente permanezcan objectos privados fuera de uso (aparcamiento de coches). Porque en una hilera de coches aparcados no sucede nada. Y eso, en nuestra sociedad, es virtuoso. Por eso, ante una posible transformación que genere una calle más amable para las personas, habrá voces bien sonoras que se opondrán, exigiendo tranquilidad y silencio al ayuntamiento. Es decir, que la calle se quede como está. Y lo más triste será que, seguramente, el representante político de turno no tendrá valor para responder claramente que tienen más derecho a estar cuatro personas charlando en un banco que un coche privado estacionado en la vía pública. Aunque las cuatro personas hagan más ruido que los coches aparcados.
Hay que tener claro que cuando pretendemos erradicar de nuestras calles todo aquello que se escapa de la foto idílica del “civismo” entonces obtenemos un paisaje gris y adormecido
Lo más curioso del caso es que toda esta exigencia de silencio sucede con un elefante en la habitación: nuestras calles no tienen nada de silenciosas y, en muchos casos, superan los umbrales máximos de ruido establecidos por ley. Ruido que proviene fundamentalmente de una fuente emisora: el tráfico de coches y motos. Pero este ruido de máquinas, que sabemos que mata (enfermedades cardiovasculares y cerebrales), no parece preocupar tanto. Curiosamente, preocupa más el ruido que proviene de la propia gente. Y tenemos este clima, aplaudido demasiado a menudo, de personas quejándose de personas, protestando sobre las cosas que nos gusta hacer a los humanos, recelosas de la vitalidad urbana que se genera al vivir en comunidad.
La vitalidad urbana pasteurizada
La vitalidad urbana no se refiere exclusivamente a la vida que aportan tiendas y cafés en horario laboral. Diferentemente, la vitalidad urbana hace referencia a toda actividad humana, que por naturaleza es espontánea, incontrolada, caótica si se quiere, y que se compone generalmente de voluntades e intereses contrapuestos. Hablamos de una vida urbana alejada de la asepsia, de aquella vida que solo puede contener lo que gusta —o necesita hacer— un cierto tipo de adulto hegemónico: el paseo, ir de compras, conducir un coche o moto, trabajar, consumir en una terraza (diurna, ¡por supuesto!), mirar escaparates, charlar con quien te encuentras y disfrutar del fresco en la cara. De hecho, esta es la estampa de la vida urbana ampliamente aceptada, que muchos han etiquetado como “cívica”. Pero reconozcamos que esto es una vida urbana pasteurizada que expulsa y renuncia a la mayoría de los elementos que deben definir el hecho urbano: el juego infantil (y sus gamberradas), los encuentros de la adolescencia (para hacer lo que les gusta y a las horas que les gusta), las terrazas de los bares (y su apertura nocturna), las manifestaciones, los enfrentamientos contra el orden establecido, las fiestas mayores y verbenas, etcétera.
Cuando algo como un banco, una fiesta o una manifestación genera molestias, entonces a menudo se esgrime este argumento para justificar la necesidad que sea erradicada: la ciudad es para todos
Desmontar este concepto pasteurizado de la vida urbana no es empresa nada fácil, dado que significa entrar en el terreno intangible de la mentalidad colectiva y cuestionar los valores o la mirada predominante respecto para quién y para qué deben ser las calles. Pero hay que tener claro que cuando pretendemos erradicar de nuestras calles todo aquello que se escapa de la foto idílica del “civismo” entonces obtenemos un paisaje gris y adormecido. De hecho, esta esterilización de la vida urbana también crea ciudades dormitorio. Porque no solo se es ciudad dormitorio cuando la mayoría de la población trabaja en otra. También nos convertimos en ciudad dormitorio cuando lo único que soñamos para nuestra ciudad es que nos provea de una casa aislada de toda injerencia externa (entiéndase de la calle, no de televisiones y plataformas digitales, claro), y de la cual solo se sale para ir a trabajar, consumir y pasear.
El paralizante marco conceptual “La ciudad para todos”
Cuando algo como un banco, una fiesta o una manifestación genera molestias, entonces a menudo se esgrime este argumento para justificar la necesidad que sea erradicada: la ciudad es para todos. De hecho, este argumento fácilmente también lo abandere la propia administración para justificar las acciones que va a tomar para eliminar la molestia.
Pero que no te vendan la moto. Lo que en verdad viene a decir este lema es que “la ciudad es para todos los que hacen cosas relacionadas con trabajar, consumir y pasear”. Pero en vez de decirlo así de claro, el eslogan escogido insinúa implícitamente que cuando no se hace una de estas tres cosas te conviertes en un egoísta e insolidario, porque quieres que la ciudad sea solo para ti, sin tener en cuentas a los demás. Sin embargo, esto mismo precisamente es lo que quieren los que esgrimen el argumento: que la ciudad sea solo para ellos y no tener que soportar el ruido y otras molestias que les generan los demás.
Resulta mucho más interesante enfatizar y subrayar que las calles son —y solo pueden ser— fuente de conflicto de intereses distintos y, a menudo, contrapuestos
Por esto, lo interesante sería reconocer que ambas posturas son perfectamente legítimas. No hay una postura o vivencia más egoísta que la otra: unas personas quieren jugar en las calles y a otras les estorban. Unas quieren charlar y beber, y las otras que se vayan. Y si unos se salen con la suya, los otros sufren las molestias. Y viceversa. En cambio, el marco conceptual “la ciudad para todos” pretende esconder esta realidad ambivalente. Con el objetivo de —al contrario de lo que afirma el propio lema—, proteger únicamente la vida urbana de los que trabajan/compran/pasean. Y, así, prohibir lo que se sale de esta foto y quedarnos como estamos.
Un marco conceptual menos paralizante: el conflicto es inherente a las calles
En vez de pretender que “la ciudad es para todos”, como si fuera posible vivir sin molestias en pueblos y ciudades, resulta mucho más interesante enfatizar y subrayar que las calles son —y solo pueden ser— fuente de conflicto de intereses distintos y, a menudo, contrapuestos. Y que tenemos que convivir con ello, igual como convivimos con nuestra propia naturaleza personal ambivalente y contradictoria. C’est la vie!
Claro que un grupo de gente (de pequeños, jóvenes o mayores) puede ser molesto. ¡Evidentemente! ¡O muy molesto! ¿Pero queremos borrar del mapa a las personas? Mejor dicho: ¿Queremos borrarnos del mapa? Porque muy fácilmente otro día seremos nosotros los molestos. O lo hemos sido. O ambas cosas. No somos seres unidimensionales que siempre vivamos en el mismo rol (el residente que recibe molestias, el ocioso que se toma una copa en una terraza nocturna, el madrugador que trabaja, etcétera). Al contrario, somos muchas personas a lo largo de nuestra vida. ¡Y a lo largo de un mismo día! Así, por ejemplo, somos capaces de exigir que los coches circulen lentos por nuestra calle, pero al rato querer disfrutar corriendo cuando somos nosotros el conductor. U odiar tener una terraza debajo de casa, pero encantarnos tomar algo en una terraza con los amigos.
Además, cabe tener presente que la mayoría de molestias urbanas no deben erradicarse porque existe un bien superior que nos obliga a tenerlas que tolerar. Por ejemplo, un contendedor de basura es molesto para el que vive delante, pero no por eso dejamos la ciudad sin contenedores. Lo mismo que una parada de bus o las furgonetas de reparto. También los bancos pueden resultar molestos, pero deben estar ahí en aras de un bien superior: que pueblos y ciudades sean nuestro hogar, que las calles sean amables con las personas, y que la gente se pueda sentar a charlar, descansar o cotillear. Aunque, a su vez, pueda resultar molesto para algunas personas. Porque esto es vivir en comunidad.
De hecho, vivir en comunidad es aceptar que hay situaciones y momentos concretos que nos generan disconformidad o un cierto malestar, pero que los toleramos porque consideramos que hay un bien superior a preservar: el derecho a la socialización, al ocio, al juego, a la cultura, etc. Pretender vivir en sociedad y quedarse únicamente con “lo bueno”, sin tolerar nada de “lo malo” es un posicionamiento que debería ser ridiculizado. Pero, contrariamente, en nuestra sociedad se aplauden demasiado los grandes aspavientos que alguien genera cuando le toca tolerar “lo malo”. ¡Y se apoya que “lo malo” se erradique!
¿Molestias o daños?
Ahora bien: ¿qué es “lo malo”? ¿Se trata de una molestia o de un daño? Porque mis libertades no pueden acabar donde comiencen tus miedos o molestias. Si se acaban ahí, entonces mis libertades serán muy restringidas, puesto que siempre habrá alguien (legítimamente) temeroso o molesto. Diferentemente mis libertades deben acabar donde comiencen tus daños.
La diferencia entre molestias y daños, aunque difusa, es fundamental. Unas y otros se diferencian básicamente en relación a la severidad y la intensidad. En otras palabras, una molestia de gran intensidad pasa a convertirse en daño. Lo curioso de nuestra sociedad urbana es que, precisamente, tendemos a esconder o infravalorar los daños mientras que enfatizamos y sobrevaloramos las molestias. Por ejemplo: convivimos con la violencia vial de los coches y no se nos ocurriría prohibirlos (aunque provocan muertes y lesiones muy graves), pero ponemos el grito en el cielo si una pelota de los peques nos da en la cabeza o rompe el cristal de la ventana (que no puede matar a nadie, pero se nos ocurre poner carteles por doquier prohibiendo los balones); soportamos el ruido del tráfico (que crea graves enfermedades y muertes), pero resultan insoportables las voces y gritos de la gente (más si son de otro color) o el botar de un balón; vivimos en ciudades con el aire sucio (que se traduce en la reducción de nuestra esperanza de vida), pero escandaliza la suciedad creada por los jóvenes con sus colillas, botellas y meados. Llevamos con la cabeza bien alta que nuestros pequeños no tengan autonomía y libertad para ir solos por las calles y jugar libres en pandillas hasta la adolescencia (¡qué gran pérdida de tiempo!), pero indigna perder tres minutos en una caravana delante de un semáforo.
En definitiva, podría afirmarse que los daños que produce el modelo de vida del adulto hegemónico, como están relacionados con el mundo laboral y el consumo, son asumidos sin rechistar. Mientras que las molestias que producen los patógenos de la vitalidad urbana, dado que los querríamos pasteurizados, se elevan a la categoría de mal mayor e insufrible. Muy a menudo, esgrimiendo al “Dios Silencio” como argumento. Aunque seguramente la deificación del silencio no es más que una excusa, que cala bien, para simplemente pasteurizar, pasteurizar y pasteurizar.
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Levantarse a las seis de la mañana para trabajar una jornada de ocho o 10 horas requiere descanso. Las horas nocturnas son intocables. Y los altavoces y demás parafernalia de amplificación usados por los noctámbulos no ayudan. Por supuesto que hay que usar las calles. Pero hay que dejar ese ocio burgués malasañero que lo único que hace es joder la vida de los trabajadores.
Cuando en tu barrio, de clase media... tienes a unos adolescentes jugando al futbol a las 12,30, 02,00 o 03,00 de la madrugada te alegras mucho del uso responsa ble que se hace de las zonas comunes. Curiosamente, nadie se queja, se asume que tiene que existir ese ruido de madrugada, como si fuera un derecho jugar a deshora y a hacer ruido (y mucho) en cualquier momento. Los padres y madres de las criaturas... ni están ni se les espera.
Vivo en el campo y cada vez se da más el caso de personas (tanto turistas como dueñ@s de las viviendas vacacionales) que se quejan de las gallinas, perros o del ruido que pueda hacer una en su propia casa durante el día, puesto que los turistas vienen a descansar y necesitan silencio. Del mismo modo, se da el caso contrario: como están de vacaciones y disfrutando, se permiten montar un jolgorio hasta la madrugada junto a la casa de alguien que tiene que madrugar para ir a trabajar.
En ambos casos, el problema -me parece a mí- es que se pretende convertir el pueblo en un "parque temático", ignorando que muchas personas vivimos aquí todo el año. Así mismo, esto es solo una generalización y diría que la mayoría de turistas que llegan a mi pueblo tienen un comportamiento cívico y respetuoso.
Demasiado poder se le está dando a los grupos que defienden el derecho al descanso, grupos formados por ciudadanos que trasladan sus viviendas a zonas caracterizadas por el ocio y encima quieren silencio
Si quieres silencio vete al campo, aunque seguramente el oír a los animales o el viento también les parecerá ruido
En España tenemos normalizado un nivel de ruido que no es normal. Comparado con Portugal o Francia, por poner ejemplos vecinos, este país es de vándalos maleducados. El ruido molesta y contamina y hace daño. Se puede vivir, incluso mucho mejor, sin ruido. Puede haber fiesta y diversión y trabajo sin ruido. Si lo consigue. En Portugal o Francia ... Por qué no aquí?
De acuerdo en casi todo, si acaso, creo que es más bien trabajan y compran, y se mueven con esos dos propósitos, preferiblemente en vehículos privados e individualmente (que no individuales......