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Opinión
Acoso sexual en el trabajo: seguimos siendo suyas, solo cambia el escenario
El 25 de noviembre celebramos el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. La violencia contra las mujeres tiene muchas formas, debido a que el patriarcado como sistema, y los hombres en particular, tienen a su disposición una gran variedad de armas violentas para subordinar a las mujeres. Y digo que tienen a su disposición porque, afortunadamente, no todos los hombres hacen uso de ellas; sin embargo, todos ellos las tienen a su alcance.
Estas herramientas de sometimiento han ido modificándose a lo largo del tiempo, y han ido adoptando formas de armas materiales, legales, culturales o sociales. Algunas de ellas, sobre todo las legales, han ido desapareciendo con los años: afortunadamente ya no necesitamos el permiso de nuestros padres o maridos para abrir una cuenta bancaria, podemos trabajar y nos podemos divorciar en el caso de querer hacerlo, entre otros muchos avances.
No obstante, seguimos inmersas en un sistema patriarcal que maltrata y subordina a la mujer en muchos ámbitos, a través de figuras como las violencias machistas, las agresiones sexuales, el techo de cristal o las demás desigualdades laborales. Podríamos enumerar miles y miles de formas de dominación que siguen vigentes en la actualidad, pero hoy vamos a centrar la atención en una de las más crueles y violentas armas del patriarcado: el acoso sexual, y concretamente el acoso sexual en el ámbito laboral.
Los medios de comunicación comienzan a hablar de esta realidad que tantas mujeres sufren, las empresas crean protocolos de prevención y de actuación, se forman comisiones investigadoras, se hacen públicos algunos casos de mujeres valientes que han querido contar su experiencia. No obstante, la problemática es mucho más importante, habitual y grave de lo que pudiera parecer. Los hombres, con esa posición paternalista que les ha caracterizado históricamente cuando han tenido que negociar con nosotras, las mujeres, nos abrieron las puertas del mercado laboral hace ya algunos años. Claro está que este acontecimiento solo sucedió gracias a la lucha de nuestras antecesoras, que entendieron que, a igual naturaleza, iguales derechos, incluyendo los derechos de participación en todas las esferas de la vida. A partir de este momento, la mujer deja de tener representación y actividad exclusivamente en la esfera privada, la del hogar, para adquirir un rol en la esfera pública, a través de su participación en el mercado laboral.
Sin embargo, la figura del acoso sexual demuestra algo repulsivo y cruel: nos abrieron estas puertas solo para que, unas horas al día (en el mejor de los casos), dejemos la plancha para ir y servirles también en “su esfera”, la esfera pública, la del trabajo remunerado. Seguimos siendo suyas, solo cambia el escenario. Antes, suyas en casa; ahora, suyas dentro y fuera; pero suyas, al fin y al cabo.
Nuestros compañeros y jefes se sienten con el derecho de acosarnos, de comentar lo bien que nos queda el uniforme, de solicitarnos atención y sonrisas de perseguirnos, de tocarnos, de muchas cosas peores
Como si no fuera suficiente lidiar con todos los obstáculos que nos impiden conseguir un empleo digno en el mercado laboral (barreras culturales y educativas, desigualdad a la hora de acceder a un puesto de trabajo por el hecho de ser mujeres, dificultad para ascender de categoría y sueldo, conciliación y cuidados, entre muchos otros), una vez llegamos nos encontramos con lo mismo de siempre. Nuestros compañeros y jefes se sienten con el derecho de acosarnos, de comentar lo bien que nos queda el uniforme, de solicitarnos atención y sonrisas como si fuéramos sus bufonas, de perseguirnos, de tocarnos, de muchas cosas peores.
Y lo peor es que el tormento no se acaba al retornar a nuestro refugio, nuestra genuina esfera privada, porque ya se encargan ellos de presionarnos para que les demos nuestro número de teléfono, para así poder seguir acosándonos con mensajes, con llamadas, con fotografías y vídeos, las veinticuatro horas del día. El infierno se vuelve omnipresente.
Lo más difícil de lidiar con el acoso sexual es lo invisibilizado que está. Dada la desinformación y falta de educación, unida a la posición de subordinación de las mujeres, nos cuesta detectar que lo estamos sufriendo. Una vez que somos capaces de detectarlo, nos cuesta denunciarlo, o por lo menos contarlo, debido principalmente a tres cuestiones: la vergüenza, el miedo y la culpa. Vergüenza de reconocer la situación por la que hemos pasado, que suele ser embarazosa y difícil de explicar en voz alta. Miedo de que no se nos crea, se nos tache de “locas”, de las consecuencias de contarlo, de nuestro acosador.
Y, por último, la culpa: esa gran herramienta patriarcal para tenernos controladas, que hace que nos sintamos culpables porque “a lo mejor hemos creado una falsa expectativa a nuestro acosador”, porque “puede que le hayamos confundido con nuestros actos o palabras” y porque, si se hace público, puede que él “tenga que sufrir unas consecuencias que son desproporcionadas, porque igual no es para tanto y estamos exagerando”.
El plan del patriarcado estaba perfectamente tejido: no tenemos escapatoria, seremos suyas en cualquiera de las esferas y ámbitos de la vida. Nos conceden derechos para comprar nuestro silencio
Parece que el plan de los hombres, del patriarcado, estaba perfectamente tejido: no tenemos escapatoria. Seremos suyas siempre, como “mujer privada”, de un solo hombre, o como “mujer pública”, de todos ellos. En cualquiera de las esferas y ámbitos de la vida. Nos conceden derechos para comprar nuestro silencio, pero tienen herramientas para que no los podamos ejercer en libertad y en igualdad de condiciones. Detrás de cada concesión, hay una trampa patriarcal.
No obstante, señores y señoros, no nos resignamos. La lucha feminista sigue, y seguirá combatiendo sus armas violentas a través de la concienciación, el diálogo y la conquista de derechos, marcándose como horizonte un mundo en el que transitaremos en igualdad y plena libertad, siendo enteramente nuestras.
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Tenía 14 años y solía trabajar los veranos echando una mano en un restaurante de unos familiares -cobraba en negro, por supuesto-. El dueño del local, un señor tan asqueroso por fuera como por dentro, me sometió a un acoso paulatino y disimulado, la intensidad fue aumentando poco a poco, pasando de muestras de afecto paternal a algo muy desagradable. Recuerdo congelarme de ¿miedo? cuando se acercaba y luego llorar de camino a casa. No llegó a pasar nada "grave" y tardé poco en plantarme y enfrentarme a él. A partir de ahí pasó a ignorarme completamente, como si no existiera, y llegué incluso a sentirme culpable del mal rollo en el ambiente.
De los borrachos acosándome desde la barra mejor no hablar...
En fin... Una historia más entre tantas. La mía con final feliz, por suerte.
Dejad de hacer "ruido" que se van a enfadar los amigos cuarentacincuentones del Presi y hasta C. Calvo, "guapitas".
Ya no os digo de Uber-Yoli& asociados. Lo que este país necesita es más ILUSIÓN y menos ruido de "pituf@s gruñon@s.