Un paralelismo peligroso

El clima de conflicto político-social de la República española se parece demasiado al que existe hoy en nuestro país.
Cecilio Nieto Cánovas
19 ago 2025 09:10

La historia no se repite, pero sus ecos se vuelven cada vez más estridentes. En 1931, la proclamación de la Segunda República española fue recibida por sectores conservadores como una afrenta existencial. El ministro de Educación franquista, Sainz Rodríguez, lo expresó con claridad: la República suponía “obligar a los terratenientes a roturar tierras baldías”, “proteger al trabajador”, “crear escuelas laicas” y “secularizar cementerios y hospitales”. Reformas que eran sinónimo de “peligro”. Desde el primer día –según Ángel Viñas– se gestó una conspiración. La derecha, con la bendición de la Iglesia y el respaldo de empresarios y financieros, desplegó una estrategia de descrédito: “gobierno ilegítimo”, “revolución comunista”, “amenaza catalanista”. El objetivo era claro: desestabilizar, desgastar, derrocar. La culminación llegó en julio de 1936, con un golpe militar que arrastró al país a una guerra civil y a cuarenta años de dictadura.

Ochenta y siete años después, los mismos patrones regresan con disfraz moderno. En 2018, un gobierno progresista fue investido tras una moción de censura. La respuesta de la derecha y la ultraderecha fue inmediata: “gobierno ilegítimo”, “socialcomunista”, “bolivariano”. La táctica de desgaste se articuló a través de medios afines, bloqueos institucionales (como el CGPJ), campañas de lawfare y una narrativa constante de “caos” y “crisis”. No hay tanques en las calles, pero sí una ofensiva más sutil y penetrante: redes sociales intoxicadas, pseudo-medios que amplifican bulos, judicialización de la política y una oposición sistemática a cualquier medida del Ejecutivo, incluso en medio de una pandemia o una catástrofe natural. Como en los años treinta, la estrategia no se apoya en un programa alternativo real, sino en la demonización del adversario y la alimentación del miedo. La única propuesta concreta: rebajar impuestos, recortar el gasto público y privatizar lo esencial.

El paralelismo es inquietante. En ambos periodos se combinan:

Una izquierda fragmentada: En los años 30, entre socialistas, comunistas, anarquistas y trotskistas. Hoy, entre PSOE, Sumar y fuerzas independentistas. Las tensiones internas, explotadas hábilmente por la derecha, debilitan la capacidad de respuesta.

Una derecha coordinada: En los años 30, monárquicos, carlistas, Iglesia y ejército. Hoy, PP, Vox, poderes económicos y sectores judiciales. El objetivo es el mismo: erosionar la legitimidad del gobierno y presentarse como “solución” al caos que ellos mismos alimentan.

Un clima de polarización extrema: En los años 30, violencia callejera y discurso de “enemigo interno”. Hoy, violencia verbal en redes, deshumanización del adversario y sensación de ingobernabilidad.

La gran diferencia es que, en 2025, el golpe no vendrá con uniforme ni fusil, sino con corbata y mayoría absoluta. El autoritarismo ya no necesita los cuarteles; puede surgir desde las urnas, como ha ocurrido en otros países. La derecha española no oculta su hoja de ruta: reformar leyes para limitar derechos, controlar medios, debilitar la separación de poderes. Y para ello, necesita que la ciudadanía acepte como verdad la mentira repetida: que estamos ante un “Estado fallido”, cuando la economía crece al 2,6%, el paro baja del 10% y las exportaciones superan récords.

La historia advierte: cuando se normaliza la idea de que el adversario político es un “enemigo de España”, cuando se legitima el uso de la justicia como arma política, cuando se prefiere la confrontación al diálogo, la democracia se desgasta. Y cuando la izquierda se divide, la derecha avanza. Como señaló Eric Hobsbawm, “la izquierda tiene el hábito de pelear más consigo misma que contra el enemigo”. En los años 30, esas divisiones costaron la República. Hoy, podrían costar la democracia.

La lección no es solo para la izquierda, sino para toda la sociedad. Defender la democracia no es defender a un partido, sino defender el marco que permite que las diferencias se resuelvan sin violencia. No se trata de ignorar los problemas reales –vivienda, desigualdad, pobreza infantil– sino de rechazar la tentación autoritaria que promete soluciones mágicas a cambio de libertades. Porque, como en los años 30, el “orden” que ofrecen suele durar mucho más que el “caos” que dicen combatir.

España no está condenada a repetir su historia. Pero si no aprende de sus rimas, podría tropezar con la misma piedra. La República fue segada por la intransigencia, la violencia y el miedo al cambio. Hoy, la democracia puede ser víctima del mismo miedo, ahora disfrazado de modernidad. El peligro no es el pasado, sino la lógica que lo hizo posible.

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