Opinión socias
País de pícaros negociantes


Viene de largo. Viene de lejos. Nos hemos ido construyendo como un país de pelotazos y picaresca. Un país de pícaros. No en vano la picaresca es un género literario inventado por los españoles de la mano de autores anónimos, como el que nos regaló La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, o Mateo Alemán y su Guzmán de Alfarache, Quevedo con su Vida del Buscón, o Cervantes y sus famosos Rinconete y Cortadillo.
Pero muchos de los elementos de la picaresca ya se encontraban en El libro del buen amor del Arcipreste de Hita, en La Celestina, de Fernando de Rojas, o en La lozana andaluza, de Francisco Delicado. Esta forma de entender la vida y el mundo es muy propia de España y en ningún otro país ha dado tan buenos frutos.
El escritor, disfrazado de pícaro, allá en las fronteras de la legalidad, la delincuencia y en los márgenes de la sociedad se contrapone al ideal del caballero andante. El pícaro nos cuenta su vida, sus andanzas, desde su conciencia de no ser un triunfador, de intentar satisfacer sus necesidades más básicas.
La picaresca es novela moderna, asentada en el fracaso, la derrota y el pesimismo. Es una crítica feroz, una sátira que recorre España de arriba abajo. Una historia del pueblo que se busca la vida a trasmano de una sociedad que impone su dura realidad cotidiana.
El día en que Cristobal Colón descubrió América, sus nuevos productos, su tabaco, su oro y sus enormes yacimientos de plata… Ese día España descubrió y bendijo su alma picarona, picaresca, corrupta y enfangada. Desde entonces las mercancías y los metales preciosos, pasando de mano en mano, fueron recorriendo los aposentos de gobierno, los callejones oscuros, los prostíbulos, las lonjas y las oficinas bancarias.
Somos país de pícaros. Muchos y pequeños pícaros arrabaleros y bastantes otros de alta cuna. Pícaros de migajas y pícaros de sangre real, o al menos nobiliaria. El imperio de los Austrias fue dilapidándose y los Borbones, llegados desde Francia, con sus hábitos mandones, sus principios centralistas y sus costumbres moderadamente ilustradas, supieron alimentar y explotar las ansias de dinero y de poder que anidan en todo ser humano. Se convirtieron en maestros del arte del enriquecimiento a toda costa.
Lo que era tendencia se agudizó y perfeccionó desde que Fernando VII, primero deseado y después rey felón, que se ganó el título de peor rey de España, decidió acabar con cualquier intento modernizador, derogar la Constitución de Cádiz, fusilar a todos los ilustrados y forzar el exilio de los afrancesados disidentes, para entregarse al absolutismo más depravado.
Un absolutismo que su esposa y viuda María Cristina de Borbón-Dos Sicilias comenzó a blanquear como liberalisno, a base de negocios con la trata de esclavos en los ingenios azucareros de Cuba. Y lo hizo junto a su amante y luego esposo secreto, el guardia real Fernando Muñoz. Ellos dieron rienda suelta a sus operaciones picarescas y perfeccionaros y multiplicaron los pelotazos de todo tipo.
Su palacio se convirtió en el lugar desde donde salían los proyectos de grandes negocios que debía aprobar el gobierno y los nombres de los concesionarios de los mismos, previo pago de las cuantiosas y golosas comisiones correspondientes a la pareja que tutelaba a la reina Isabel II, que bastante tenía con prestar atención a los amantes que alegraban su vida.
Los famosos Ensanches madrileños fueron un invento de los dos consortes junto con su amigo el marqués de Salamanca y constituyeron el mayor pelotazo inmobiliario del momento, hasta el punto de que fue la reina regente, la reina madre, la que reunió a los empresarios madrileños para sembrar en ellos la rentable idea de que,
-Puesto que Madrid no tiene industria, hagamos industria del suelo.
La primera acepción de la palabra industria es utilizada en el sentido de que Madrid no contaba con tejido productivo, más allá de los talleres del ejército. Madrid no era Bilbao, con sus siderurgias, ni Barcelona con sus industrias textiles. No tenía tampoco la pujanza comercial de otras capitales periféricas con sus importantes puertos.
En la segunda parte de la frase el término industria hace referencia al negocio, en este caso el negocio del suelo, la construcción, el urbanismo. Fue María Cristina, pues, la que llevó al paroxismo y convirtió en máximo motor de enriquecimiento, la utilización del suelo, el uso de las influencias, la información privilegiada y los tejemanejes del consorcio del dinero y el poder.
Isabel terminó cayendo entre otras causas, pero muy principalmente, por la fama de pícara, turbia negociante y traficante de influencias de su madre. Su tataranieto Alfonso XIII siguió al pie de la letra el ejemplo de la matriarca y se embarcó en tantos negocios sucios que acabó por comprometer y defenestrar su reinado.
Hubo que esperar al nieto de Alfonso, convertido en rey, para que volviéramos a vivir una clase magistral sobre el arte de convertir el enriquecimiento en modelo de mantenimiento en el poder. Los negocios sucios compartidos son, en nuestra España, compatibles con las huecas declaraciones de honestidad política.
Cada vez que alguien, sólo o en compañía, se ha volcado en intentos regeneradores de la vida económica y política española ha acabado mal. Los baños de sangre han sido el método habitual con el que el que cada uno de estos ensayos ha sido sofocado por los poderosos y ricos del país.
Los liberales de Cádiz, los movimientos agrarios, las reivindicaciones obreras, la Semana Trágica, o la propia República de Trabajadores, fueron ahogadas por pistoleros patronales, mafias a caballo al servicio de caciques, torturadores policiales que siempre llamaban de madrugada y un ejército siempre dispuesto a justificar sus derrotas externas acabando con la disidencia interna.
Y todo, y siempre, para mayor gloria de nuestros héroes patrios, compuestos por poderosos políticos y corruptos negociantes.
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