Nunca quise ir a LA

El bordillo entre calzada y acera se ha convertido en la frontera simbólica que separa los angelinos favorecidos de las personas sin hogar.
Carlos Carvajal Martín
18 ago 2025 11:05

Nunca quise ir a LA. Sí que me apetecía dejar un día esta ciudad y los veranos exponencialmente achicharrantes de Madrid. Tampoco he conducido jamás un cadillac, Loquillo, pero se presentó la oportunidad en forma de estancia de investigación de mi mujer y allá que fui. Gracias al tipo naranja que ocupa la casa blanca, el dólar anda bajo por arte de ‘maga’ y pese a su ostensible xenofobia, de visitantes ocasionales y no racializados como yo, solo interesa saber a qué venimos, cuánto dinero llevamos y sobre todo, cuándo nos vamos. Acogedores como suegras estos yankies. Les confieso que temía algún problema más pero se ve que la administración Trump también ignora o le resbala mi activismo tuitero en defensa del ecologismo, los niños gazatíes y la razón científica.

Desembarcar en Los Ángeles es asomarse al abismo de la sociedad dividida de la que hablaba Tezanos antes de tener un CIS: la de los privilegiados rentistas o trabajadores de sectores punteros y la de los excluidos del sistema. Ojalá fuera un hecho endémico de esta ciudad y no de tantas otras. Lo que sí sorprende aquí es la frontera palpable entre ambos mundos: el bordillo que separa la calzada de la acera. Como canta la letra de Missing Persons, only a nobody walks in LA, solo los perdedores caminan en Los Ángeles. El sueño americano se ha materializado en conducir el auto más mastodóntico y confortable del catálogo con el que circular por sus afamadas rutas y poder acceder a la mismísima puerta del destino. Traten de convencer a un angelino de que aparcar tres manzanas más allá es buena idea. Good luck.

Según los lugareños, el transporte metropolitano ha quedado para las personas sin recursos o los turistas europeos (los asiáticos parecen preferir uber). Lo mismo pasa con las bicicletas. Pedalear por los escasos y tímidos carriles bici no segregados es un acto de valentía o un indicador de pobreza. Una investigadora española nos contaba su experiencia ‘al llegar usaba mi bicicleta hasta que un día me persiguió un coche patrulla pensando que era una merodeante peligrosa’. Los coches señorean las calles en provecho del lobby del automóvil, de las compañías aseguradoras y de los numerosos despachos de abogados de accidentes. Hasta hace poco cruzar a pie por pasos no señalizados era punible. Lo siguen llamando jaywalking, expresión despectiva acuñada hace mas de un siglo contra los rústicos o paletos que no acataban la norma.

La pionera de la sociología Harriet Martineau aconseja al viajero no formular prejuicios ni generalizaciones apresuradas. Trataré de no caer en el error yendo a las frías cifras: 72.308 personas duermen en las calles del condado de Los Ángeles de acuerdo a la LAHSA, la agencia de voluntarias que lleva allí la cuenta. En Nueva York suponen casi un 4% de la población. Sí, en otros sitios malvive todavía más gente en pésimas condiciones y por debajo del umbral de la pobreza. Lo devastador aquí es ser testigo de la extrema desigualdad, de las filas de personas acampadas en las aceras o empujando carritos con sus escasas pertenencias junto a la procesión de vehículos hipermusculados y sus indiferentes pasajeros.

En el país de las supuestas libertades y del individualismo absolutista, donde muchos confunden comunidad con comunismo y la cobertura sanitaria está ligada al empleo, acabar en la calle puede suceder tan rápido como quedarse sin trabajo, enfermar gravemente o sencillamente, envejecer. Así, guardar la mayor distancia física posible con el bordillo sirve de mecanismo psicológico de defensa. Crossovers con lunas tintadas y asientos elevados, aparcacoches, drive-thrus… incluso robots autónomos de reparto de los que Los Ángeles es ciudad pionera. Cualquier cosa menos pisar la acera.

Al igual que en otros temas, las soluciones al sinhogarismo no pueden ser paliativas como las preferidas hasta ahora: si hay delincuencia, más policía; si hay accidentes, más aseguradoras, o en el caso extremo, vomitado por un alcalde republicano de California, si hay pobres, más fentanilo. La respuesta debe ser estructural y estar blindada a los cambios de poder y las propuestas cortoplacistas del aporófobo, el acientífico o del racista de turno. Por nuestra parte, no podemos justificar ni mucho menos naturalizar el sufrimiento ajeno. Si ignoramos el que ocurre a escasos metros de nuestra ventanilla, qué no haremos con el que lleva tanto tiempo perpetrándose en Palestina.

Carlos Carvajal
@CCarvajalMartin
@carloscarvajal.bsky.social

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