Las fuerzas del cielo

Un chiste contado por Al Pacino en la serie ‘Hunters’ se convierte en la ocasión para reflexionar acerca de la dominación y la solidaridad.
Dardo Scavino
17 dic 2025 13:10

Entre las series que no le aconsejaría ver a nadie se encuentra Hunters de David Weil. Hay que reconocer, aun así, que abriga algunas perlitas como la actuación de Al Pacino en el papel de Meyer Offerman. A principios de los años 70, este sobreviviente de la Shoah dirige una organización clandestina encargada de combatir una conspiración nazi mundial conducida desde Argentina por el mismísimo Adolf Hitler (de quien solía decirse que no se había suicidado en su búnker berlinés sino refugiado en Patagonia junto con Joseph Mengele, quien planeaba diseminar los genes de su jefe en la población local para engendrar un linaje de psicópatas rubios y crueles…). En una de las escenas, Offerman les cuenta a sus convivios un célebre chiste judío. El viejo Schlaffner se entera de que una tempestad se está acercando a su pueblo y como es un hombre de fe, no tiene ningún temor. Si se encontrase en peligro, no tiene la menor duda de que Jehová lo salvaría. Así que se sienta a rezar y esperar, sereno, el vendaval. Un vecino se acerca con su automóvil y le ofrece ponerlo al abrigo. Pero Schlaffner le responde: “No te preocupes, Jehová no dejará que me pase nada”. El agua sigue trepando y el viejo está obligado a instalarse en el primer piso de su casa. Otro vecino pasa con una lancha y le ruega a los gritos que se vaya con él. “No, no”, le responde el viejo. “Jehová no permitirá que me ahogue”. Ya en el techo de su casa, Schlaffner ve acercarse un helicóptero. “No hay problema”, le grita al piloto. “Jehová escuchará mis plegarias”. Al final, el agua cubre la vivienda y el viejo Schlaffner se ahoga. Entonces llega al paraíso y logra ver por fin a Dios. “Yo te tenía fe”, le grita, “¡y tú no me salvaste!”. “¿Pero qué quieres?”, le responde Jehová: “¡Te envié un coche, una lancha y un helicóptero y no los aceptaste! ¡Schlaffner, eres un shmok!”

Offerman resume con este chiste la crítica moderna de la actitud religiosa: los sacerdotes transmutan la solidaridad humana en salvación divina. O las fuerzas de la tierra en fuerzas del cielo. Schlaffner se esperaba que un Señor omnipotente detuviera el vendaval como había detenido el sol sobre las murallas de Jericó. Pero ese Señor no era más que una personificación de la solidaridad humana. Del mismo modo que, para los romanos, Marte personificaba la guerra y Ceres la agricultura, Jehová era la figuración de la vida en sociedad. Y podía tacharse a Schlaffner de shmok porque no se dio cuenta de eso: confundió la figuración y la cosa. Esperó hasta el último minuto una salvación que pasaba por la puerta de su casa. Hubo quienes intentaron prevenir a sus correligionarios de semejante confusión sugiriendo que el amor divino no era más que ese amor fraterno. Pero terminaron siendo sacrificados por semejante atrevimiento y sus propios seguidores volvieron a incrustarle la verticalidad patriarcal a la horizontalidad comunitaria. Convencieron así a los creyentes de que, ante cualquier calamidad, mejor rezar de rodillas cada uno por su lado que organizarse colectivamente. Y les dijeron que ese padre terminaría salvándolos a condición de que cada uno de ellos acatara sus preceptos (o que si el padre los abandonaba, se debía a que entre ellos había muchos pecadores).

Las feministas tienen muchísima razón en recordarnos que el patriarcado es la forma de cualquier poder instituido. Cuando Marx aseguraba que la “crítica de la religión” era “la condición de cualquier crítica”, no nos decía otra cosa: la religión monoteísta es la apoteosis del patriarca. Y por eso celebraba en 1848 que la burguesía estuviera “disolviendo en el aire” los solidísimos cimientos de la jerarquía patriarcal. Aunque supiera, por supuesto, que el capitalismo la estaba sustituyendo por una verticalidad más poderosa cuyas raíces se hundían en la horizontalidad comunitaria. Porque el capital no era sino la riqueza producida por esa cooperación que terminaba siendo dominada por su propia criatura. “Alienación” no significaba otra cosa: la cooperación se convertía en lo opuesto de sí, es decir, en el capital que la explotaba. ¿Cómo? A través, por sobre todo, de la relación de compra y venta que cada uno de los cooperantes efectúa en el mercado con pequeños fragmentos monetizados de ese riqueza común para procurarse individualmente mercancías o trabajo.  Gracias a esta división del conjunto, cada uno llega a pensar que, si se esfuerzan, y no se les da por rebelarse, terminarán siendo recompensados por ese ser superior. Y si la dichosa salvación no llega, habrá sido por culpa de ellos, algo que los nuevos sacerdotes −entre quienes se destacan los autores de libros de autoayuda− no cesan de recordarles.

Los clérigos del mercado nos convencieron desde hace tiempo de que no vamos a “salvarnos” gracias a la solidaridad sino a la competencia despiadada entre nosotros. En esta nueva religión, el prójimo no es un aliado sino un rival en el mercado. Y si terminamos ganándole, accederemos al paraíso de los vehículos de lujo, las cirugías estéticas y las mansiones con personal de cocina, jardinería y limpieza. Por eso los competidores de este cotidiano hunger game prefieren la autoayuda a la ayuda mutua y el “coaching ontológico” a las asambleas y los sindicatos. Prefieren que el trabajo colectivo se concentre en un puñado de ricos a quienes tendremos que dirigirles nuestras plegarias. Y que no cesan de advertirnos: la herejía diabólica de la solidaridad −o la repartición equitativa del trabajo colectivo y sus productos− nos condenará a la deportación, el encierro y las masacres de los regímenes totalitarios. Porque, veamos un poco, los que eligieron las fuerzas de la tierra ¿no terminaron sometiéndose también a algún tenebroso “padre de los pueblos”? ¿Y no es preferible rezarle cada día a la divinidad de los mercados que nos aportará a cada uno la prosperidad y el bienestar aunque se la niegue a nuestros vecinos como en cualquier lotería? Las religiones suelen recurrir a las amenazas y las promesas −al palo, dirían algunos, y la zanahoria−. Y el culto de los mercados no constituye una excepción: su prédica nos convirtió en los tristes shmek del capital.

Feliz Navidad (pero no olviden que Papá Noel no son los padres sino los obreros chinos que fabrican los juguetes)

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