Opinión socias
Día Internacional de los Derechos Humanos y la salud como termómetro de nuestra democracia
Por Vanessa Vilas-Riotorto
Psicóloga Clínica y Experta en Neuropsicología
Máster en Gestión Hospitalaria y de Servicios Sanitarios
Cada 10 de diciembre nuestra mirada se dirige hacia los Derechos Humanos. Recordarlos supone volver a situar a las personas en el centro. Vincular a las personas con ellos significa recordar que no son conceptos lejanos ni abstractos: son el armazón que sostiene nuestra vida cotidiana. Con demasiada frecuencia los damos por sentado o los vemos como discursos institucionales sin relación con nuestras experiencias diarias, pero, en realidad, son el conjunto de garantías que permite que cada persona desarrolle su vida con libertad, dignidad e igualdad. Hacerlos visibles es el primer paso para protegerlos.
Los Derechos Humanos no son un listado abstracto, sino un sistema que se fortalece o se erosiona en función de cómo respondemos a las necesidades más básicas de las personas. Entre todas ellas, hay una que actúa como auténtico termómetro democrático: la salud. No porque sea un concepto ético, sino porque afecta a lo más elemental: vivir sin miedo a quedar excluido cuando uno enferma.
No existe democracia plena cuando la salud se convierte en un privilegio o en un negocio. No existe justicia social cuando enfermar empuja a la exclusión. No existe Estado de Derecho cuando el acceso sanitario se interpreta como un servicio sujeto al mercado y no como un derecho exigible.
Democracia: la salud como bien común
La sanidad es uno de los valores que sostienen la arquitectura democrática porque define el tipo de comunidad que queremos construir. El acceso equitativo a los servicios de salud revela si creemos en una ciudadanía entre iguales o en una jerarquía determinada por la renta, el origen o el código postal.
La participación pública también condiciona la fortaleza democrática. Si las políticas sanitarias se elaboran sin un foro real de escucha en el que participen el Ministerio, las autonomías, los profesionales, la ciudadanía e incluso los organismos internacionales, la democracia se debilita. La falta de diálogo empobrece las decisiones y reduce su legitimidad; hace que la gente perciba las medidas como algo ajeno.
Otro punto delicado es la transparencia. Las listas de espera, la inversión, los criterios de contratación o la evaluación de resultados no son un simple asunto técnico: son una garantía democrática. Sin ella crecen la desconfianza, la desinformación y la percepción de arbitrariedad.
La protección de la salud pública encarna, además, la noción de bien común. Una vacuna, un sistema de vigilancia epidemiológica o un centro de atención primaria robusto son expresiones cotidianas de infraestructuras que, en democracia, implican responsabilidad colectiva. Cuidamos nuestra salud para cuidar también la de los demás.
Justicia social, salud e igualdad
Las brechas sanitarias —territoriales, económicas, de género, de origen, de edad— se han convertido en algunas de las desigualdades más persistentes de nuestro tiempo.
La salud no solo se atiende en hospitales. Se construye en las viviendas, en el empleo, en la calidad del aire, en el acceso a alimentos saludables, en el transporte y en la educación.
Cuando alguien espera meses para una prueba diagnóstica, sufre más que una demora: es una forma silenciosa de discriminación que deteriora el proyecto de vida de una persona y aumenta su sensación de vulnerabilidad y abandono. Del mismo modo, cuando las comunidades rurales carecen de servicios integrales o cuando las mujeres encuentran barreras sistemáticas para recibir atención adecuada, se vulneran los principios más básicos de la justicia social.
Atender a las poblaciones vulnerables no es una concesión moral, sino una obligación democrática. Las sociedades que redistribuyen recursos para garantizar el derecho a la salud son sociedades que orientan su rumbo con los Derechos Humanos como brújula.
Estado de Derecho: derechos exigibles, no promesas
La salud es un derecho humano. Sin embargo, un derecho solo existe plenamente cuando puede exigirse mediante marcos normativos claros, instituciones sólidas y sistemas de supervisión independientes.
El Estado de Derecho se expresa cuando una persona puede exigir una atención digna, segura y de calidad, y cuando el sistema responde con garantías. Se expresa cuando los fallos se investigan y se corrigen, no cuando se ocultan o relativizan. Se expresa cuando la toma de decisiones se basa en evidencia y criterios técnicos, no en cálculos partidistas o cortoplacistas.
En un contexto global marcado por la polarización y por discursos que erosionan la confianza en lo público, defender el derecho a la salud es defender la legitimidad de las instituciones democráticas. Y hacerlo no implica negar problemas, sino afrontarlos con rigor, datos y voluntad de mejora.
Un compromiso renovado
Conmemorar el Día de los Derechos Humanos no consiste en repetir consignas, sino en preguntarnos con honestidad si cumplimos lo que decimos defender. La salud debe ocupar un lugar central en esa reflexión.
Garantizar ese derecho exige inversión suficiente, planificación, escucha activa, políticas de largo plazo y un compromiso social capaz de resistir los vaivenes de una agenda política orientada a ciclos electorales. Exige, sobre todo, asumir que los Derechos Humanos no se conservan por inercia: se defienden cada día.
En un mundo en el que las crisis sanitarias, sociales y climáticas se entrelazan, proteger la salud es la clave para sostener democracias fuertes y el modo más honesto de honrar la promesa universal de la dignidad humana.
Hoy, más que nunca, recordar el espíritu del 10 de diciembre es recordar que sin salud no hay derechos plenos; y sin derechos, no hay un futuro común.
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