Constitución
Rajoy tiene razón (por eso es necesaria una asamblea constituyente)
Se equivocan los que piensan que el discurso del Rey, las órdenes dadas por el Gobierno, o la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se distancian del Estado de Derecho. De la democracia, o sencillamente de la convivencia constitucional.

Autor de Enemigos del imperio.
De hecho, creo, (en referencia a este asunto y no a otros), que no hay un partido que se ajuste de manera más exquisita a lo que demanda la Constitución que el Partido Popular. Creo también que el rey Felipe VI ha hecho lo que le exigía su deber como Jefe de Estado. Policía y Guardia Civil (amén del CNI) se han ajustado no solo a la legalidad, sino a su juramento. ¿Esperabais acaso estos cuerpos decidieran sin más, dejar de seguir unas ordenes en las que creen, y que son legalmente legítimas, solo porque la prensa internacional mira? No hacerlo sería ilegal, además de incoherente. Por eso mismo, porque el actual modelo permite esto creo que es imperante convocar no solo elecciones, sino una asamblea constituyente. El principal instrumento legal de la democracia española, implementado en su literalidad por Gobierno, Jefe de Estado y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, es absolutamente inútil para mantener la convivencia. No solo eso, sino que está resultando contraproducente. Las masivas movilizaciones por la unidad de España no consiguen ocultar que en España algo ha hecho crac. En ese no querer reconocer la enfermedad hay algo de religioso. Un fanatismo tozudo e idiota que nos está conduciendo a un desastre con cada vez más tintes opresivos. Ese desastre se llama constitucionalismo kelseniano, y para entender que significa hay que profundizar un poco.
En las modernas democracias occidentales, secularizadas, laicas, un objeto se eleva por encima del resto. Un objeto intocable, al que se le atribuyen virtudes quasi teísticas. Un texto que se considera garante de las virtudes fundamentales de los estados modernos secularizados. En él están grabados los deberes y los derechos de los ciudadanos. Su régimen de libertades. La extensión de sus prerrogativas frente al Leviatán. Este nuevo texto sagrado debe ser reverenciado, respetado por todas las fuerzas políticas. Se encuentra por encima de las divisiones partidistas, por encima de las nacionalidades históricas. Trasciende la mecánica parlamentaria, atraviesa incluso las fronteras democráticas para instaurarse como el elemento fundamental de la arquitectura del estado de derecho. En las páginas de estos textos reside el misterio de que se ha venido a llamar Imperio de la Ley, Estado de Derecho. Hablamos desde luego de lo que se ha venido a denominar como constituciones.
El fin de la historia política llegó con el parlamentarismo, la democracia representativa y por encima de todo el texto fundamental sobre el que descansan las instituciones del estado. La Constitución es por lo tanto el objeto reverencial preferido por las fuerzas democráticas. Y junto a estas el maremagno de intelectuales orgánicos del estado que las acompañan, las defienden, las legitiman, las construyen. Un instrumento de tamaña importancia no puede quedar al descubierto en las discusiones históricas, políticas o éticas. No por casualidad algunos han atribuido a las constituciones el carácter metafísico de ser la imagen viva del pueblo al que estructuran. La constitución ha pasado a sustituir a la biblia en la cúspide de los textos sagrados. Sobre ella se jura, se promete. Ella valida, ella determina, ella prohíbe. Desde que Kelsen, el sumo pontífice del constitucionalismo moderno, estructurase el pensamiento constitucional, el texto sagrado cuenta incluso con un cuerpo religioso, profético que la defiende: el tribunal constitucional. Los tribunales constitucionales son la viva muestra del carácter teológico de nuestras constituciones modernas. Pese a su nombre no son tribunales como el resto. No son detentadores de la legitimidad para imponer justicia, su función va mucho más allá. Ellos interpretan la palabra del estado. Su voz es inapelable. Está situada por encima de las libertades democráticas que ellos contribuyen a dar forma. El pueblo bien podrá elevar su voto, elegir a sus representantes. Estos podrán debatir, establecer mayorías, formar gobierno. Escribir y votar leyes. Pero esta es solo la primera parte de la historia del derecho y de la ley. La palabra legal del Estado es solo una materia prima en manos de los tribunales constitucionales. Ellos la dan forma, la dibujan, la limitan, la extienden. Ellos son capaces de dilucidar hasta donde llega ese misterio que se ha venido a llamar soberanía nacional. Ellos son los encargados de juzgar a la élite dentro de la élite. Son la última instancia. El tribunal constitucional es el punto supremo del poder del Estado de derecho. Reflejo claro, directo y prístino de un pasado reciente absolutista, despótico y teocrático.
Los modelos democrático liberales se mueven a dos niveles fundamentales. El primero y más visible, es el del régimen electoral y parlamentario. Las masas participan de la democracia representativa por medio del voto periódico, por lo general cada cuatro años. Este ejercicio les hace detentadores de la soberanía nacional, por la cual ejercen libremente su derecho a designar representantes políticos. Estos son depositarios de la soberanía la cual ejercen y practican en defensa del derecho del común de la nación. Ellos decidirán por medio de pactos el gobierno. Con su voto fijarán las políticas. Pero como ya hemos adelantado existe un otro nivel caracterizado por la centralidad el Tribunal constitucional. Si bien en la teoría el modelo democrático liberal permite la participación de las masas en la política, en la práctica el margen de actuación en mucho más reducido, acotado por las reglas descritas y esbozadas en el constitucional. Estas reglas son además administradas y vigiladas por un tribunal político, que forzosamente ha debido de ser pactado entre las fuerzas mayoritarias. El resultado final es que el conjunto de políticas de la nación queda limitado a los pactos que se establezcan entre las élites. Ellas orientan la política y vigilan su cumplimiento por medio del tribunal constitucional. Cualquier desviación de este este camino implica un proceso político guiado gobernado por el Tribunal constitucional, algo que hemos ver en reiteradas ocasiones en España con motivo de los desafíos independentistas al estado del derecho español.
La constitución y sus aparatos no son luego entonces una mera elucubración teórica, si no el elemento estructural y mecánico de los estados liberales. Por medio de ella se legisla, se gobierna, se ordena, se vigila, se castiga. La historia de semejante aparato de estado no se ha dejado al descubierto. Cada detalle en torno al constitucionalismo ha sido cuidado, legitimado y argumentado. No hay pieza de la estructura constitucional que no haya sido dibujada por alguna disciplina: Ya sea el derecho, la historia, la política, la filosofía, la ética. Esa visión interdisciplinaria no ha sido dejada a su libre albedrío si no que ha sido organizada por los intelectuales orgánicos del Estado de derecho, veladores del consenso democrático. Esta ideología, hasta hace bien poco indiscutible, ha fijado los límites del disenso y de la interpretación de los marcos democráticos de nuestra convivencia. Dentro de su limitada interpretación todo. Fuera de ella nada. Dentro de ella los valores democráticos, sociales y culturales de la civilización occidental a la que pertenecemos. Fuera de ella lo incívico, lo salvaje, lo denostado.
Últimamente nos dicen los gurús del mercado que hemos de aprender de los errores. Esta crisis ha demostrado que nuestra Constitución no solo es un error, sino un horror. No basta con cambiarla no es un problema de interpretación o de enunciación. Es un problema de principios. Es preciso refundar las bases de lo que significa España. Dicen los que son contrarios al referéndum de Cataluña que habríamos de votar todos los españoles acerca de su independencia o no. Si no se vería afectada la soberanía nacional. Creo en esa soberanía. ¿Qué mejor manera hay de creer en ella que practicarla? Comparto con ellos esa creencia en la potencia colectiva. Lo quieran o no, apelando a una soberanía popular, realmente soberana, estas masas enardecidas han clamado por la muerte de Kelsen. Por su ejecución sumaria. Por el fin de este modelo petrificado, que solo permite cambios mediante pactos cortesanos.
Las centenares de miles de voces, señalaban una creencia popular que choca con el evangelio constitucional: el pueblo es la realidad constituyente. No el parlamento, no el Tribunal Constitucional. No a los 2/3 de las Cortes. Nada de eso, las masas en referéndum soberano. Por ello extiendo ese reclamo popular a decidir sobre Cataluña al resto de los pilares de nuestro sistema. Decidamos entre todos la naturaleza del estado. Su organización territorial. Decidamos, ¿por qué no?, la propiedad de la banca y de los medios de producción. Y desde luego al cómo se decide (si es que queremos uno) quien es el Jefe del Estado.
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