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Último lunes de agosto, bank holiday en el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, con la excepción de Escocia que no lo celebra. “Día de puente” sería una traducción solvente para lo que tal cosa implica, pero se perdería el matiz “bank”. En realidad, bank holiday es uno de los días de diario del año en que cierran los bancos. Poca broma en una ciudad como Londres, en la que el dinero, las finanzas, la parte que más rápido se mueve de ese engendro de miles de cabezas llamado capitalismo, convirtió una fortaleza medieval semiaislada del mundo en el centro de un torbellino global que dura ya más de 600 años.
Londres es una de esas poquísimas ciudades, quizá solo la acompañen Nueva York y París, que reverberan hasta en el último rincón del mundo y viceversa. Cualquiera que haya pasado algo de tiempo en Londres se da cuenta de que no es una ciudad inglesa, mejor dicho, no es una ciudad solamente inglesa. Hace falta pasar algo más de tiempo para darse cuenta de que Londres no es una ciudad blanca o, mejor dicho, solamente blanca.
Ningún poder mundial ha desplazado forzosamente más personas de un rincón a otro del mundo que el Imperio británico. Hasta que los hijos predilectos del imperio, los muy burgueses e ilustrados Estados Unidos de América, se dieron cuenta de que quien quisiera mandar en el mundo tenía que mover el dinero y no a las personas, el Imperio británico aplicó sin pestañear una de las formas más brutales de poder: arrancar poblaciones enteras de sus entornos y condiciones de vida para poder explotarlas a conciencia en nombre del nuevo dios Capital.
Sin comunidad, sin ecosistema, sin referencia alguna, despojados de su identidad y a la vez individualizados, a falta de nada más que el propio cuerpo, miles de habitantes de África y Asia fueron reducidos a la condición de apéndices de la lógica del beneficio creciente infinito.
Los esclavos africanos llevaron consigo un secreto: el ritmo, la cadencia ritual de la música, la más potente herramienta construida por la comunidad para construir comunidad
Situados en lugares extraños e imposibles, lejanos física y mentalmente como la recién descubierta Norteamérica o el inacabable rosario de islas del Caribe, los esclavos africanos llevaron consigo un secreto: el ritmo, la cadencia ritual de la música, la más potente herramienta construida por la comunidad para construir comunidad.
Los muy incautos poderes coloniales creían erróneamente que las masas arrancadas a África eran perfectamente manipulables en tanto desterritorializadas y fragmentadas, que no conocían otro ritmo que el del chasquido del látigo en la plantación. Sin embargo, igual que la burguesía naciente tuvo que desarrollar su poder bajo la condición de ver cómo crecía su nuevo enemigo la clase obrera, el poder blanco nació con la maldición de crear a su enterrador: la conciencia política negra, de raza, de clase.
El ritmo significaba malas noticias para las fantasías burguesas de un mundo completamente sometido a los pies de los blancos, el desarraigo que el capitalismo imperialista pensaba explotar hasta el infinito es mucho más complicado cuando del otro lado se tiene una máquina de generar comunidad, de comunicar con los vivos y los muertos, de marcar el paso del tiempo, de expresar las demandas del cuerpo. Las infinitas variantes del tam-tam, una de las herramientas más ridiculizadas por el racismo eurocéntrico, viajaban de un lado a otro del mundo con las poblaciones negras en permanente desplazamiento.
Notting Hill, 1958. El barrio, junto con el de Brixton, se ha convertido en la residencia de decenas de miles de afrocaribeños llegados a la madre patria para satisfacer la demanda de trabajo en los servicios públicos británicos, especialmente el sistema público de salud y el transporte público urbano. Después de que en el barrio se produjeran los primeros disturbios raciales, la activista trinitense y miembro del Partido Comunista de los Estados Unidos Claudia Jones puso en marcha un modesto “carnaval caribeño” que las autoridades, creyendo ilusamente que el ritmo y el baile eran simples variantes del pan y circo, válvulas de escape, aceptaron.
Por este caballo de Troya, los desplazados descendientes de desplazados introdujeron su arma de construcción masiva más acabada: el bajo. La llamada de la vibración ondulante de baja frecuencia, la música que se siente físicamente tanto o más de lo que se oye, chocó de la forma más productiva posible con la cultura proletaria británica, quizá la única cultura proletaria autónoma de la historia, con sus instituciones propias, sus periódicos, sus libros, su cine y, cómo no, su música.
Había nacido la subcultura juvenil británica, el lugar desde el que más y mejor se va a innovar musicalmente en los siguientes cincuenta años
El soul, el ska, el rythm and blues, el calypso, la soca y, un poco más tarde, el reggae, y el rey del soundsystem, el dub, habían llegado para quedarse en el territorio de origen de los dueños de las plantaciones y los slave drivers. Construcción de comunidad y construcción de alianzas, lenta como la cadencia del bajo, segura como la solidez de las pilas de altavoces gigantescas necesarias para producir una vibración baja continua capaz de tumbar los muros de Babilonia, los muros de la opresión. Había nacido la subcultura juvenil británica, el lugar desde el que más y mejor se va a innovar musicalmente en los siguientes cincuenta años.
Poco queda de aquel Notting Hill, un barrio concienzudamente gentrificado salvo por enclaves como Greenfell Tower, un bloque de pisos habitado por afrocaribeños que el gobierno tory dejó arder impasible tras un incendio provocado por el total abandono del mantenimiento de este edificio público; no es necesario especificar que hablar del partido conservador británico es hablar de las mayores reservas de racismo y clasismo en estado puro del mundo.
Pero todos los años, sin falta, una masa gigantesca, sudorosa, lúbrica y mística a partes iguales vuelve a conquistar Notting Hill durante el fin de semana del bank holiday de agosto. El mensaje es claro: salimos de Notting Hill para ganar Londres, nuestra arma son nuestros soundsystems, nuestros bajos y nuestros cuerpos, tenemos el poder de hacer vivir, de subvertir nuestros roles asignados como simple fuerza de trabajo dócil y de abrirnos a afectos y comunicaciones verbales y no verbales.
Hace algunos años, en el desfile de carrozas, el premio del público se lo llevo una pareja de puretas blancos británicos cubiertos de pintura de arriba abajo que, con su setentena bien pasada, perreaba extasiada encima de una carroza. Alumnos aventajados del mensaje del ritmo que manejan fluidamente el lenguaje de la cadencia y disponen del superpoder del abandono al bajo. No es de sorprender que cuando una multitud multicolor bajo la divisa de Black Lives Matter derrumbó la estatua del esclavista James Coulton, en otro epicentro del culture clash anglocaribeño, Bristol, alguien que sabía lo que decía propusiera sustituirlo por un monumento al soundsystem. One nation under a groove.
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Me parece un artículo mucho más apropiado para Público o ElPaís que vosotrs.
Mucho lugar común, mucho cliché, mucha perspectiva turística y una pincelada de magical negro... paren esta pieza que no dice, no cuenta y no aporta.
Un poco hartica de esta imagen constante de la población caribeña, afrodescendiente y racializada.
Enga hombre, pasad página ya, que esto da vergüenza ajena.
No entiendo cómo sufriendo la pandemia que hay en Estados Unidos siguen así.....