Mozambique
Cabo Delgado: los desplazados del yihadismo

La violencia extremista, la pobreza y la represión del gobierno han desplazado a miles de personas en Cabo Delgado que, lejos de su tierra, dependen de la solidaridad de la ciudadanía y la asistencia humanitaria.
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Campamento de personas refugiadas en Metuge. Joakim M. Vila
31 oct 2021 08:00

Para entender el origen del conflicto que golpea a fuego y balas Cabo Delgado nos tenemos que remontar a unos veinte anos atrás cuando el Islam de interpretación wahabí, patrocinado con ingentes cantidades de petrodólares y promovido por Arabia Saudita, va introduciéndose en toda la costa este africana, tradicionalmente musulmana. Así lo explica Fernando Lima, director del diario Savana y el portal mediático Mediafax, una de las raras publicaciones independientes de Mozambique. Desde el jardín de su rotativo en Maputo, capital de Mozambique, mientras apura un café, el periodista comparte su mirada sobre los orígenes del conflicto:

“El Islam africano, más tolerante y abierto, ha estado siempre conectado con las tradiciones sufís y, por contra, los fieles wahabíes no aceptan las fraternidades islámicas, rechazan y condenan las interpretaciones más espirituales, y justifican el uso de la violencia para alcanzar sus objetivos políticos. Poco a poco la imposición de su ideología radicalizante se irá infiltrando en las mezquitas y las poblaciones Mwanís de la costa norte mozambiqueña bajo la atenta supervisión de ideólogos vinculados al grupo armado islamista ISCA (Estado Islámico en África Central) y el Congreso Islámico, un movimiento religioso que va imponiendo la narrativa wahabí a golpe de intimidación y talonario. Se beneficia de una realidad social de miseria extrema”.

Según la ONU, Mozambique está en el triste ránking de los diez países más empobrecidos del mundo y Cabo Delgado es la provincia con los indices más altos del país. “A pesar de ser la mas rica en cuanto a recursos naturales, no se vislumbra la creación de ninguna política pública para el bienestar y la redistribución de la riqueza, y ésta se decanta visiblemente hacia una minoría elitista de corruptos vinculados al poder y directivos de las multinacionales extractivas que operan en la región dentro del marco del capitalismo excluyente global. Así pues, la población queda reducida a pobreza y jóvenes sin futuro, siendo poco a poco desplazada de sus comunidades pesqueras y tierras productivas”, valora Lima.

Antes de acabar la entrevista, el director del Diario Savana manifiesta su preocupación por la libertad de prensa, cuya precaria situación ha sido denunciada por Amnistía Internacional. El gobierno prohíbe a los medios de comunicación informar de las actuales condiciones políticas y sociales en estos distritos, y en este marco ha acosado, intimidado, detenido y recluido a periodistas por informar sobre el conflicto en Cabo Delgado. Asimismo, la organización ha recibido inquietantes informes sobre abusos contra los derechos humanos cometidos por las entidades encargadas de proteger a las comunidades: la policía y el ejército.

Desde Pemba, capital de Cabo Delgado

Pemba, una ciudad donde la práctica totalidad de la población es musulmana, vive fundamentalmente de la pesca de subsistencia tradicional. En los últimos diez años, la actividad de los macro proyectos multimillonarios como la exploración de las reservas del gas líquido LNG de la multinacional francesa Total, la mayor inversión en África en este sector con un presupuesto de 20.000 millones de euros, la extracción de minerales preciosos o de las grandes reservas de carbón, se han ido implementando en el territorio excluyendo a la población, ya de por sí marginalizada, y ha sembrado el recelo y el rechazo a la industria al no atisbar ningún convenio entre corporaciones, subcontratas y el Estado con el objeto de impulsar y fomentar el desarrollo integral de la región.

El padre Eduardo Roca recibe en su parroquia del barrio de Mahate. Misionero diocesano español que reside en Pemba desde hace once años, es uno de esos héroes silenciosos capaz de catalizar un trabajo social comunitario y un diálogo interreligioso para la Paz muy bien articulado, con voluntarios cristianos y musulmanes presentes en todos los barrios, que desde la crisis humanitaria colaboran y desarrollan varios proyectos solidarios con la financiación de organizaciones como Cáritas, Ayuda Noruega para el Desarrollo o la portuguesa Helpo. F6 F8

Gran conocedor de la realidad local, Roca relata cómo en 2012 la paz social se empieza a torcer con el reclutamiento de jóvenes. “Los jóvenes comenzaron a desaparecer e irse de la ciudad con becas para formarse en el Corán en alguna madrasa, sin tan siquiera mencionar a sus allegados hacia donde partían. Y tampoco se preocuparon mucho, pues la situación de tanta miseria da para migrar por el imperativo de la supervivencia. Menos aun la gobernadora, que obvió este hecho alegando que sólo eran un grupo de jóvenes rebeldes que estaban a disgusto”.

En 2015, el fundamentalismo experimenta en la ciudad con la pretensión de exigir lo que considera como el “verdadero” Islam, y ver cómo reacciona el gobierno y la sociedad

En 2015, el fundamentalismo experimenta en la ciudad con la pretensión de exigir lo que considera como el “verdadero” Islam, y ver cómo reacciona el gobierno y la sociedad. “De un día para otro, todas las niñas y las mujeres empiezan a salir vestidas con nikab, con el rostro todo cubierto a excepción de los ojos. Paran la actividad todos los viernes. Prohíben a los niños y jóvenes que vayan a la escuela pública para que se formen en sus madrasas”.

El Padre Eduardo recuerda que esta situación se prolonga por unos meses. “Se escucha que hay cientos de jóvenes entrenando en campamentos paramilitares más al norte, en Moçímboa da Praia, y en las selvas de la vecina Tanzania. Tampoco esta vez la gobernadora de Cabo Delgado, alertada ante este suceso, le da ninguna importancia”. Todo cambia a finales de 2015. Trasciende una anécdota cuando una mujer vestida con nikab entra en el hospital provincial y roba un bebé. “La vieron salir pero nadie supo quien era”. Este acontecimiento, junto a la reflexión que el propio Estado estaba teniendo en ese momento, hizo que el gobierno local prohibiese totalmente el uso del esta prenda y empezase a tomar medidas contra la radicalización que se estaba ensayando en la sociedad. Pero ya era demasiado tarde.

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Familias desplazadas en Pemba. Joakim M. Vila

Es entonces cuando muchos jóvenes de Pemba se desplazan a Moçímboa da Praia, a unos 150 Km más al norte, y entran a formar parte de los grupos yihadistas. Poco a poco, jóvenes sin trabajo y ningún propósito en la vida encuentran allí un camino. Y en 2017 inician sus primeros ataques. ¿Por qué en Moçímboa? Porqué, según palabras del Padre Eduardo, lo consideran su Califato tradicional.

Y prosigue narrando cómo vivió en primera persona uno de los episodios más violentos desencadenados en Pemba. “La gestión que hizo el gobierno fue muy brutal al comienzo. En 2017 hubo una persecución de cualquier persona que tuviese una conexión con un terrorista o que se sospechara de ella. Se llevaban a familias enteras, con mujeres y niños, y eran encarceladas y torturadas para ver si conseguían alguna información. Registraron todas las casas buscando armas. Hubo un momento terrible y de mucho miedo y confusión entre la población musulmana. Estas acciones no frenaron los ataques sino que cada vez se fueron extendiendo más. En 2020 llegaron a Quissanga, a tan solo 40 km de Pemba, quemando todas las aldeas de la región. Fue cuando llegó la primera ola fuerte de refugiados a la ciudad. Cientos de barcos llegando a sus costas con miles de personas huyendo, sobre todo mujeres y niños”.

Ante este fenómeno en expansión, el gobierno engrasó su maquinaria bélica y reaccionó enviando a policía, militares y 160 mercenarios rusos y sudafricanos. Si bien frenaron el avance atacando bases rebeldes y causando gran número de bajas entre insurgentes y civiles usados como escudos humanos, aun hoy en día poco se sabe de los combates y la realidad sobre el terreno. A mediados de julio el gobierno anunció la llegada de un contingente militar ruandés con 1000 efectivos, y junto a las fuerzas armadas de Mozambique recuperaron la ciudad portuaria de Moçímboa da Praia a principios de agosto. Para evitar bajas, parece ser que muchos insurgentes recularon a las selvas donde son más eficaces para efectuar ataques de guerrilla contra zonas costeras y de interior.

El Shaij Bacar S., un maestro espiritual de la cofradía sufí de Moçímboa da Praia que tubo que huir y buscar refugio junto a su familia, llevaban el oficio religioso en tres mezquitas. Vivió desde dentro cómo se iba gestando el extremismo violento

Es en Pemba que se encuentra el Shaij Bacar S., un maestro espiritual de la cofradía sufí de Moçímboa da Praia que tubo que huir y buscar refugio junto a su familia. Poco antes de que la violencia organizada por los yihadistas estallara, él y su primo Sualé M., también imán, llevaban el oficio religioso en tres mezquitas. Vivió desde dentro cómo se iba gestando el extremismo violento, cómo jóvenes entraban un sus mezquitas con machetes para presionar a la población presente en el rezo. Participó en debates religiosos donde tanto amigos de su infancia como imanes fundamentalistas, algunos provenientes de países extranjeros, pretendían influirle en el cambio ideológico y retórico que debía llevar a cabo con el propósito de enrolarlo en sus filas para el adoctrinamiento, encaminado a seguir sumando miembros a su causa.

Cuenta que los debates se tornaron en discusiones, y de la discusión se paso a la amenaza. Su oposición a las exigencias de los miembros del Congreso Islámico y su negativa a abrazar la imposición de la Sharia, lo llevó a la marginación. Cada noche, durante cuatro largos meses, tuvo que pasarlos escondido en la selva. Los yihadistas, los mismos amigos con los que creció, se presentaban a menudo en su casa para intimidarlo y, según afirma, ejecutarlo. Cuando estalló la violencia en Moçímboa da Praia, durante el segundo ataque en la ciudad, escapó con su familia en un barco hasta llegar a la playa de Paquitequete en Pemba como otro desplazado interno más. Pero su tragedia personal no termina aquí, sino que se recrudece cuando hace poco más de un año es secuestrado por el servicio de inteligencia del gobierno durante tres días. Bajo la lupa del Estado se cierne sobre él la sospecha de ser miembro del grupo terrorista Al Shabab -como se llama localmente a la insurgencia, sin vínculo con el grupo somalí del mismo nombre-. Y le presionan. Y le coaccionan con el propósito que suelte información.

En estos momentos es uno de los puentes principales de comunicación entre el gobierno y los insurgentes para llegar a un hipotético acuerdo de paz. En su teléfono móvil tiene los contactos de esos excompañeros de infancia que dejó en Moçímboa, y algunos de ellos están liderando el grupo terrorista, actuando como interlocutores. Para ello, se deben desplazar a unos 150 Km de Moçímboa y de esta manera obtener los servicios de las teleoperadoras, con las comunicaciones ahora cortadas en los territorios ocupados. Por el momento, parece ser que el diálogo no esta dando sus frutos. Desde Maputo no parece que estén dispuestos a dar el brazo a torcer.

El Sheij explica que el yihadismo en este momento se ha subdividido en tres grupos armados y mantienen escaramuzas entre ellos. La financiación de estos grupos proviene del control de ciertos recursos naturales -yacimientos de oro y rubíes, maderas nobles y reservas de carbón e hidrocarburos-, del tráfico humano -secuestro de mujeres para que ejerzan forzosamente la prostitución, niños esclavos, niños soldados y tráfico de órganos-, y el tránsito de las redes del narcotráfico -efedrina, heroína y drogas de diseño- por sus puertos, llegando desde el Índico y siguiendo costa sur hacia Sudáfrica o hacia Mombasa, Kenia. También han saqueado todos los bancos por donde han pasado. Se han agenciado las armas, uniformes y otra equipación castrense de casernas y bases militares o comisarias de policía después de ser atacadas y abandonadas a la desesperada por los miembros de las fuerzas de seguridad, las mismas que siempre llegaban tarde en los lugares vandalizados por las milicias.

Es allí donde secuestran y reclutan a la fuerza a cientos de niños de entre 7 y 15 años para que tomen un fusil de asalto y se sigan cometiendo masacres en otros pueblos y aldeas. “De negarse, les dejan tres días en ayunas. Les convierten en adictos a las drogas que distorsionan la realidad y hacen que cometan atrocidades sin tan siquiera cuestionarse los valores humanos más elementales”, reporta el Sheij Bacar. Y sigue: “otros jóvenes reciben entre 4.000 y 8000 meticales (50 y 100 euros) de la principal facción extremista autóctona Ansar al-Sunna y a cambio les piden que se unan a la insurgencia”.

Los yihadistas están pidiendo ahora, con este diálogo que existe con el gobierno, el control de la región de Moçímboa bajo la Sharia, la ley islámica, y obtener parte de los beneficios de la multinacional francesa Total y las empresas satélite del gas licuado. A cambio, permitirán que instituciones del gobierno, las que ellos decidan, estén allí.

Se trata de condiciones inaceptables e innegociables por parte del Estado, que poco a poco, y ahora con el apoyo militar extranjero, va ganando terreno en esta guerra.

Olas de violencia, olas de desplazados

Se sabe que la población de la ciudad de Pemba se ha duplicado a raíz de la llegada masiva de personas desplazadas, pasando de 150 a 300 mil personas. Según el último informe de ACNUR, más de 732 mil personas se han visto obligadas a huir de sus casas y buscar refugio en Cabo Delgado. Respecto a las víctimas mortales, según el observatorio independiente de conflictos de Mozambique Cabo Ligado -constituido por Mediafax, ACLED y Zitamar News-, desde octubre de 2017 a julio de 2021 ha habido 3.218 muertes reportadas por violencia política organizada y 1.471 muertes por objetivos civiles. No se incluyen los datos de cientos de personas desaparecidas.

La parroquia de San Carlos de Lwanga que encabeza el Padre Eduardo en el barrio de Mahate, fue la primera misión en responder a la crisis en octubre de 2017 cuando hubo la primera gran ola de refugiados provenientes de Moçímboa da Praia y aldeas aledañas. Entonces se puso en marcha la comisión de salud, Cáritas, ACNUR, el PMA -Programa Mundial de Alimentos- y la ONG portuguesa Helpo para poder abastecer las necesidades de emergencia básicas de comida, mantas y lonas para dar abrigo a cientos de familias, compuestas mayormente por mujeres y niños.

Eduardo Roca describe la segunda gran ola de desplazados, que llegó en marzo de 2020, cuando la cercana localidad de Quissanga fue atacada por milicianos islamistas y puesta en llamas. “Las cortinas de humo de la ciudad se veían desde aquí, a 40 Km de distancia”, quedando desierta después de obligar a huir a sus gentes a las islas que acarician la costa o al mar, en embarcaciones a vela tradicionales hacinadas hasta los topes, en una travesía arriesgada y dilatada en el tiempo.

Algo parecido pasó durante el ataque a la ciudad de Palma en marzo de 2021. “Entonces se desencadena la tercera gran ola, que vuelve a llenar la playa de Paquitequete con la llegada a diario de más de 3000 personas desplazadas en pequeños barcos de pesca después de pasar días o semanas en el mar”.

El Padre Thiago, de la Iglesia María Auxiliadora en el centro de Pemba y coordinador del programa de ayuda de Cáritas me cuenta como cada día, desde el inicio de la barbarie, llegan embarcaciones a esta playa y muchas personas mueren en el camino. “Barcos para diez personas van atestados con cincuenta. Algunos se hunden; otros son hundidas por los terroristas que disponen del control marítimo”.

Y yo mismo lo podré atestiguar. Son las dos de la tarde y desde una loma de la costa de Pemba avisto tres embarcaciones repletas de gente y sus fardos, 157 según informa Ilda, una trabajadora de la administración local vinculada a la recepción de las personas desplazadas. Con alta presencia policial, las autoridades inspeccionan uno a uno a los pasajeros que poco a poco se acercan a las instalaciones de recepción y registro. Desnutridos, enfermos, heridos y con problemas psicológicos graves, cuando llegan a la playa son recibidas con comida caliente que unas mujeres cocinan sobre la arena, y otras tres, una de ellas con una libreta en la mano, registran sus nombres, apellidos y lugar de procedencia. Son representantes de la autoridad que tiene cada barrio, y esta información luego la trasladan a instancias del gobernador local para que puedan obtener el estatus de desplazadas y poder percibir, por consiguiente, ayuda humanitaria.

En el barrio de Paquitequete, radicado sobre la playa del mismo nombre, una mujer desplazada de Macomia acogida junto a sus seis hijos por parientes que residen en este enclave —quizá el más pobre de la ciudad de Pemba— cuenta desesperada que su marido se ha vuelto “maluco”, literalmente loco, y que ni tan siquiera quiere salir de su barraca. Presenció como los insurgentes mataron a sus padres quemándoles vivos en su choza de caña y hojas de palma.

A pesar de la pobreza extrema en la que viven los propios ciudadanos de Pemba, más de 150.000 personas han encontrado amparo en esta ciudad-refugio

Las personas desplazadas, cuando no tienen algún familiar o no encuentran algún vecino solidario en Pemba que les de refugio, son acomodadas en los nuevos asentamientos que el gobierno está creando a modo de aldea. Y a pesar de la pobreza extrema en la que viven los propios ciudadanos, más de 150.000 personas han encontrado amparo en esta ciudad-refugio. De hecho, más que una ciudad, a vista de pájaro parece un mosaico de guetos amalgamados por una vía principal pavimentada. Paseando por sus barrios polvorientos, a priori no se advierte diferencia alguna entre los oriundos y aquellos que pudieron escapar de la muerte. Sólo cuando empiezas a visitar los barrios y a entrar en sus casas es cuando descubres el drama social que atraviesan.

Ibrahim ha acogido a veintiuna personas en su casa, sin tener parentesco alguno, y las ha tenido que sustentar de su bolsillo durante meses. En un principio tuvo la promesa institucional que cada mes percibiría 4000 meticales, unos 50 euros al cambio, para poder sufragar un saco de 25 Kg de arroz, un par de litros de aceite, y un trozo de jabón en barra. Todavía no ha visto el pago y la situación se ha vuelto insostenible. Como él, tantas otras familias viven con la incertidumbre de su inmediato porvenir, y las redes de corrupción local tienen la respuesta. El PMA —Programa Mundial de Alimentos— de Naciones Unidas está entregando cheques-comida a las familias desplazadas. Supeditado a las exigencias del Estado, como todas las agencias y organizaciones internacionales de ayuda humanitaria, el PMA ha dejado en manos de los líderes políticos de cada barrio su distribución, lo que ha fomentado una espiral de corrupción. Las propias autoridades, que viven a su vez en la más absoluta precariedad, gestionan estos vales y exigen al desplazado, bajo la amenaza de no concedérselos el mes siguiente, parte de los productos básicos que van a comprar con ellos. El Padre Eduardo, ante las numerosas quejas que recibió por parte de familias desplazadas, víctimas de estos sobornos, denunció a dos de estos líderes públicamente, y por ello recibió numerosas amenazas. La cuantía de estos cheques-comida equivale a unos 50 euros, y se supone que con este presupuesto deben poderse cubrir las necesidades nutricionales básicas de grupos familiares extensos de entre 15 y 50 personas desplazadas que viven hacinadas bajo carpas de plástico o barracas con tejados de zinc que han montado en los patios de la propiedad, entre las otras barracas donde se alojan sus anfitriones. Evidentemente todos pasan hambre y precisan de otras ayudas solidarias para subsistir que no siempre llegan. Comen una vez al día, un plato de arroz se convierte en lujo y su dieta consiste en un plato conocido localmente como chima: se hierve una olla con agua, y se agrega harina de maíz blanco hasta formar un puré.  Viene a ser un matahambre que comporta desnutrición aguda en muchos niños y niñas. Además, como me afirma Eduardo Roca, hay un mercadeo con los vales-comida. Se pueden comprar en el mercado negro a mitad de precio, por unos 2000 meticales, y ciudadanos de Pemba se personan en los establecimientos comerciales con ellos para realizar sus compras, sin ningún control, en detrimento de aquellos a quienes va dirigido.

Paseando se puede ver cómo muchas tiendas tienen a su entrada un cartel anunciando que se cambian cheques por alimentos, y la inflación de los precios está por las nubes. Mujeres con baldes de agua recorren los caminos de polvo y cochambre hacia las fuentes de agua potable de su arrabal, que también se paga in situ a un intendente del gobierno municipal. Esta desdichada realidad de chozas, hambre y miseria extrema desentona enormemente con los hoteles de lujo, otrora estandarte de un turismo creciente, que se alinean frente a la playa más cuidada, bonita y extensa de la península de Pemba. Es vox pópuli que con la influencia e implicación corrupta de estamentos políticos y militares inversores, unos pocos del partido en el poder sacan ahora tajada del lucrativo pastel que trae consigo la ayuda humanitaria. Cientos de cooperantes internacionales e instructores militares occidentales se hospedan en sus hoteles, y pagan por una noche lo que un trabajador local puede llegar a cobrar en dos meses. Es por ello que no han permitido que las avalanchas de desplazados que se arriman a sus costas desembarquen en esta franja de arena coralina, emplazando la actividad de recepción en la playa del barrio contiguo y marginal de Paquitequete.

En estas tierras atormentadas la vida tiene un valor exiguo y un precio copioso. Una queja recurrente en cada familia de desplazados que visito es que el personal de los hospitales y centros médicos públicos dan preferencia a los pacientes con capacidad económica para hacer frente a una visita o intervención médica y, por ende, conseguir recetas médicas se vuelve un auténtico calvario. Cuando las familias no pueden costear un tratamiento, sean o no desplazadas, se subyugan al sufrimiento y, en ocasiones, a la perdida de su ser querido. Si tienen suerte, podrán confrontar la adversidad a través del auxilio que ofrecen ONGs, la Iglesia y otros organismos que en general se ven sobrepasados por la magnitud de las necesidad y los insuficientes fondos con los que cuentan.

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Jornada de apoyo psicosocial para las personas deplazadas en Pemba. Joakim M. Vila

Todas las familias cuentan con fallecidos y desapariciones forzosas a raíz del conflicto armado, y han vivido situaciones de violencia extrema. Acompaño a un grupo de jóvenes universitarios organizados para dar apoyo psicosocial a personas desplazadas con experiencias traumáticas bajo el paraguas de la Agencia Noruega de Cooperación y la Iglesia Católica en Pemba. En unas de sus dependencias, con presencia en cada barrio, los voluntarios constituyen grupos dispuestos en círculo por género y edad. Las niñas y niños, el grupo más cuantioso, recibe el aliento de unos motivados animadores que activan la sonrisa y la participación de todos con sus juegos y canciones. El grupo de hombres se centra hoy en cuestiones de índole más técnica, abogando por superar sus necesidades y las barreras que tienen que romper para aceptar y superar —ellos y sus familias— su condición de vulnerabilidad y exclusión. El de mujeres, que se reparte en dos subgrupos, está tratando el proceso de duelo, la angustia marcada por recuerdos traumáticos recientes. La mujer que se siente con la valentía de expresar su experiencia personal, toma asiento en el centro y deja fluir sus sentimientos de dolor. Una de ellas, ya entrada en años, comparte su vivencia en el seno del caos que se dio en su aldea. El humo de las chozas quemándose, las ejecuciones arbitrarias, a tiros y machetazos, los gritos de pánico, carreras a la desbandada, y en la huida, tropezarse con parientes y vecinos agonizando. Su hija mayor y su anciano marido habían sido asesinados a sangre fría por jóvenes terroristas, y sigue temiendo por lo que les haya podido suceder a otros seres queridos de los cuales no ha recibido ninguna señal de vida.

Aprender a convivir con ello es el pan de cada día de todas estas víctimas de la barbarie yihadista, de la pobreza en su máxima expresión, del olvido institucional.

Terminado su testimonio, una de las mujeres se anima a coger un tambor, y con sus manos golpea un ritmo alegre que las otras del grupo siguen con cánticos y palmadas. Algunas salen a bailar con ella para alentar sus ánimos, para hacerle sentir el calor humano y compartir el sentimiento implícito de complicidad.

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Campamento de refugiados en Metuge. Joakim M. Vila

Campamento de desplazados internos de Metuge

Saliendo de la península de Pemba y montado en un pick-up junto a un voluntario de Cáritas, nos dirigimos por una carretera asfaltada hacia Metuge. Unos veinticinco kilómetros después llegamos al control militar de Mieze, antes de seguir los veinte restantes por un camino de tierra en mal estado que durante la estación de lluvias queda impracticable para la circulación rodada. A la entrada de la aldea de Metuge pasamos por otro control, éste policial, y más al norte, allá donde los lindes urbanos terminan, nos cruzamos con un par de camiones militares abarrotados de jóvenes soldados que llegan de las zonas ocupadas por los milicianos fundamentalistas. Poco después, ya estamos transitando junto al Padre Joao Gabriel, de la parroquia de Metuge, entre cientos de chozas improvisadas y amalgamadas de los cuatro campamentos de desplazados que se perfilan desde la carretera hasta donde se pierde la vista. Llegamos al más poblado de los cuatro, el que presenta el mayor reto humanitario por su magnitud. Son 6.717 familias las que aquí conviven desde que se abrió a la acogida el doce de septiembre de 2020, después que el distrito de Quissanga fuera diezmado por las masacres, y los insurgentes llegaran a tan solo 23 kilómetros del lugar.

Los campesinos autóctonos han cedido sus terrenos agrícolas para instalar el campamento, sin pedir nada a cambio, y ahora sus casas de adobe destacan entre las sencillas chozas que las familias desplazadas construyen a su alrededor. Es admirable ver tanta solidaridad entre personas que ya afrontaban las duras condiciones que la vida impone en estas tierras antes de su llegada.

Deambulando por el campamento vemos a un grupo de hombres y mujeres cargando sobre sus cabezas bultos de cañas de bambú y de broza. Destinadas al levantamiento de chozas, venden cada unidad por diez meticales —14 céntimos de euro—, las emplean para hacer o recomponer las suyas, o son usadas en el comercio de trueque, una práctica muy extendida en los campamentos y basada en el intercambio de productos por la falta de moneda. Deben recorrer unos cinco kilómetros para hallar y cortar, y luego andar de vuelta la misma distancia, con la carga a cuestas, en una extenuante actividad que hacen a diario salvo los viernes. Es una tarea arriesgada, sobre todo para las mujeres, pues se han dado casos de agresiones sexuales al adentrarse en la maleza, dejando expuesta su seguridad en la lucha por la supervivencia. Y esta lucha es generalizada.

Justo después del centro médico de campaña, donde ondea una bandera de Médicos sin Fronteras, se encuentra un concurrido mercado. Se agolpan, a los lados de lo que viene a ser una avenida principal del campamento, los tenderetes de caña y leños. Básicamente se comercia con productos de primera necesidad. Tarjetas para recarga de saldo de telefonía móvil, hierbas, especias y sal, tabaco, diminutos pescados secados al sol, cubiertos de moscas y capturados con telas mosquiteras a modo de red en una laguna cercana, hortalizas de temporada, baldes de plástico de tamaños dispares, artículos de ropa, coloridos kikoy que usan las mujeres como un pareo, un pañuelo para la cabeza o como portabebé. Bajo la sombra de un árbol, un hombre con un fajo de billetes en la mano y otro frente a un cartón en el suelo lleno de ropa hacen una subasta. El público, masculino en su totalidad, parece que disfrute el momento circense cuando el comerciante se enfunda una camiseta a modo de figurín, y luego lanza la pieza al comprador una vez ajustado el precio.

Una aglomeración de mujeres con barreños en la mano discuten a viva voz alrededor de uno de los contados pozos donde se bombea el agua manualmente —no apta para el consumo humano— porque una de ellas se ha saltado la cola. Estas aguas subterráneas van destinadas al aseo, al baño, y a la limpieza de vestidos, ollas y platos. No tiene ninguna garantía. Las condiciones de su salubridad está en duda pues pueden darse filtraciones provenientes de las letrinas improvisadas y construidas por particulares dada su escasez. De las letrinas hechas por ACNUR, con su pertinente fosa séptica, sólo quedan la mitad en funcionamiento. Han sobrepasado su capacidad de almacenamiento, y se han sellado y cubierto de tierra. Así pues, los riesgos a que se den de nuevo casos de cólera y otras enfermedades es incuestionable. Es por ello que, cada tres días, unos camiones cisterna llegan de Pemba con agua potable para abastecer los depósitos de veinte metros cúbicos repartidos por el campamento, que pretenden cubrir el ratio establecido por ACNUR de veinte litros por persona desplazada y día. Mujeres y niños hacen cola para acceder a los grifos y llenar sus garrafas. No es inusual que el mismo día en que los tanques de agua se llenan, acaben vacíos.

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Campamento de refugiados en Metuge. Joakim M. Vila

Pocas familias han podido adquirir, a través de las agencias de ayuda humanitaria, lo que aquí es un privilegio y su primera necesidad: una lona blanca con las letras en azul de UNICEF y UNHCR —las siglas de ACNUR en inglés—para cubrir e impermeabilizar los tejados de sus chozas. Hay familias que han conseguido toldos plásticos en los otros campamentos de Metuge vía intercambio o con dinero, y las hay que se han resignado al techo de paja, con preocupación y miedo a las lluvias torrenciales cuando llegue la estación pluvial.

Omar recibió un toldo de ACNUR en septiembre del año pasado y ya tiene agujeros. “Mira donde vivo. Necesito otro toldo para cuando lleguen las lluvias. Antes tenía mi casa y mi machamba (granja en portugués). Trabajaba de carpintero y tenía una máquina de costura. Lo he perdido todo. También a cuatro miembros de mi familia: mi nieto, mi hermano, mi hijo… y también mi tío. Están todos muertos”.

Cuando se abrió el campamento para atender el alud de desplazados que buscaban protección y abrigo, muchos jóvenes acabaron detenidos y puestos en custodia al encontrar munición y armas de fuego ocultas en su equipaje. La gente no se siente protegida y sigue temiendo por su vida

Otros tuvieron mejor suerte. Abdul yace sentado en el suelo a la entrada de su refugio, como muchas personas de avanzada edad viste un kufi, un sombrero corto tradicional que usa todos los días como símbolo de autoridad y estatus social. A su lado, cinco mujeres y seis niños escuchan atentamente al anciano que ha sobrevivido el paso de tres guerras. Cuenta cómo fue su huida cuando fueron repentinamente atacados en su aldea por Al-Shabab. Su familia se dispersó. Dos de sus hijos fueron en otra dirección durante el desconcierto, y luego no supieron más de ellos por mucho tiempo. Ya les daban por muertos, y un día, felizmente, se acabaron reencontrando en el campamento de Metuge. 

La seguridad aquí brilla por su ausencia. El campamento no está cercado, ni tiene presencia policial.

Los primeros días —explica el Padre Joao Gabriel— “cuando se abrió el campamento para atender el alud de desplazados que buscaban protección y abrigo, muchos jóvenes acabaron detenidos y puestos en custodia al encontrar munición y armas de fuego ocultas en su equipaje. La gente no se siente protegida y sigue temiendo por su vida”. Entre las experiencias traumáticas del pasado reciente y su situación de alta vulnerabilidad, viven el día a día con angustia, no sólo por un futuro incierto, sino también por la cercanía de sus verdugos, unos kilómetros más al norte, y de aquellos que hayan podido burlar los controles del campamento y cohabiten entre ellos.

Nadie hace uso de la mascarilla para evitar el contagio del coronavirus. A pesar de ser conscientes de los riesgos de transmisión, no le dan mucha importancia. Tienen otras preocupaciones de mayor calado, aunque el gobierno de Mozambique ha prohibido las clases de la escuela para evitar contagios. Actualmente, las aulas dan cobijo a las familias recién llegadas, las más desprotegidas, y los niños, cuando no están jugando, ayudan a sus familias en las tareas cotidianas. Se les ve jugando a fútbol, a hacer rodar el aro con un palo, subiéndose a los árboles, y los más suertudos se dan un paseo en bici. Es habitual verlos trabajando para ganarse unas monedas cargando cañas, transportando cubos llenos de arena, o cosiendo a máquina.

Un niño de nueve años, sentado frente a la mesa de una antigua máquina de coser Singer —una de tantas donada por Cáritas—, está tejiendo, paradójicamente, mascarillas. En otra casa, dos niñas están ocupadas con un mortero. Se reparten el esfuerzo del manejo del pesado mazo de madera, turnándose para machacar el arroz que contiene el recipiente. Están elaborando harina de arroz, que después se cocinará para preparar chima. Es la hora de comer.

Las familias están reunidas, sentadas en el suelo, esperando que desde los hornos de barro que las mujeres construyen salgan las ollas con este bien escaso y vital que son los alimentos. El Programa Mundial de Alimentos (WFP) de la ONU viene mensualmente al campamento para distribuir sacos de cereales y legumbres, y garrafas de aceite de soja. La falta de fondos de esta agencia internacional hace que la dieta caiga en la precariedad, y que las personas desplazadas no reciban las raciones de comida necesarias.

Una docena larga de personas come con las manos de un mismo plato: La comida del día se basa en arroz hervido y mezclado con un puñado de pescados diminutos, medio deshechos, los mismos que vi antes llenos de moscas en el mercado y que son la única proteína a su alcance. Un hombre, con un puñado de arroz en la mano, me invita a comer y lamenta la escasez. Comenta que tan sólo cuentan, para alimentarse, con unos 25 gramos de arroz por persona y día. Lejos de su tierra, atravesados por el trauma, la inseguridad y la escasez, los desplazados del yihadismo comparten la incertidumbre con la esperanza de que, algún día, puedan volver sin miedo a la vida que les fue arrebatada.

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Con esta nueva propuesta, pretendemos abordar cómo se cubre la actualidad proveniente del continente africano, desde una mirada decolonial, atenta a la complejidad y las resistencias.
Ley de Seguridad Ciudadana
Congreso de los diputados Reforma de la Ley Mordaza: ¿esta vez sí se puede?
Una de las mayores deudas de toda la izquierda del Estado español parece que está a punto de saldarse.
Análisis
Análisis El independentismo se reorganiza, pero ¿sigue siendo independentista?
Los partidos independentistas han sufrido la crisis del procés y el posprocés, y todavía no la han resuelto, sino, a lo sumo, la han aplazado. El PSC aparece como el ganador de una carrera con corredores agotados.
Literatura
Gustavo Faverón Patriau “Quizá la novela sea ahora mismo más relevante que nunca”
El escritor peruano Gustavo Faverón Patriau quería narrar en su nueva novela la historia de un boxeador que no sabía boxear pero tumbaba a sus rivales recitándoles al oído versos de César Vallejo. ‘Minimosca’ acabó siendo un cuentacuentos inagotable.
Galicia
Memoria histórica Así fue como el Patronato de Protección a la Mujer transformó Galicia en un convento de clausura
Las mujeres que cayeron en las redes del Patronato iniciaron un periplo de encierro, humillaciones, abusos y explotación que es desconocido para la mayor parte de la población. Queda hoy en la impunidad de un silencio que tenemos el deber de romper.
Derecho a la vivienda
Vivienda El Sindicato de Vivienda de Euskal Herria propone la “expropiación de pisos turísticos”
Ponen en el punto de mira los intereses del sector inmobiliario y tachan de “falsas” a todas las medidas propuestas por los partidos políticos como la Ley de Vivienda.
Que no te cuenten películas
Comunidad El Salto Suscríbete a El Salto y llévate seis meses de regalo a Filmin
Estas navidades, haz posible que El Salto llegue más lejos con sus contenidos críticos y llévate de regalo medio año de Filmin. Y si ya tienes Filmin, suscríbete a El Salto y regala el acceso a esta plataforma a quien quieras.
Opinión
Tribuna Todas las razones para decir ‘Altri non’
Aquí van unos cuantos motivos para juntarnos este domingo en Compostela y dejar clara nuestra postura frente a un expolio que nos están tratando de imponer disfrazado de progreso, pero que sólo trae beneficio económico a unos cuantos indeseables.
Palestina
Eyad Yousef “No cuentes lo que queremos ser, cuenta lo que nunca hemos dejado de ser: un pueblo que quiere la paz"
Eyad Yousef es profesor en la Universidad de Birzeit, Cisjordania, y comparte su experiencia en una universidad que “representa el pluralismo y la libertad que tanto anhela la sociedad palestina”

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Opinión
Opinión Sobrevivir pagando en el Álvaro Cunqueiro
Una de las victorias ideológicas del PP de Feijóo en Galicia ha sido hacernos creer que pagar por servicios esenciales en los hospitales durante el cuidado de nuestros enfermos es lo natural, que no hay otra manera de abordarlo, pero es mentira.
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Oriente Próximo Israel impone hechos consumados sobre Siria para condicionar la transición según sus intereses
“Está escrito que el futuro de Jerusalén es expandirse hasta Damasco”, dijo este octubre el ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich, uno de los exponentes ultras del Ejecutivo.
Ocupación israelí
Ocupación israelí Un tercio de los asesinatos de periodistas en 2024 fueron obra del ejército de Israel
Reporteros Sin Fronteras documenta la muerte de 18 periodistas en Palestina y Líbano este año “asesinados deliberadamente por hacer su trabajo” y habla de una “masacre sin precedentes” de profesionales del periodismo.
Crisis energética
Análisis Los aerogeneradores no son molinos, son gigantes
El megaproyecto eólico del Clúster Maestrazgo, punta de lanza del capitalismo verde, destruirá un área natural de alrededor de 1325 campos de fútbol.

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Sarah Jaffe “En realidad tenemos que hacer menos. E impedir que algunas cosas sucedan”
La escritora y periodista Sarah Jaffe aborda el desengaño cotidiano al que nos aboca el mundo laboral e investiga cómo, a pesar de todo, las personas se organizan colectivamente en sus empleos para que “trabajar apeste menos”.
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Ciudades Fake Madrid, un paseo por los hitos del simulacro
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