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Migración
Juventudes perdidas en el camino hacia Europa
Miles de personas, muchos adolescentes, siguen atravesando el mar Mediterráneo desde África para alcanzar clandestinamente el viejo continente. Antes, sobreviven a tres momentos decisivos: escapar de su país, cruzar el desierto de Níger y resistir el infierno de Libia.
A Abdelaziz Chakouri la muerte le solía silbar en los oídos. Era un murmullo casi incesante, y sonaba a disparos, a fuego y a llantos. Una noche, finalmente, llamó a su puerta. “Quemaron nuestra casa y asesinaron a mis padres. Todavía oigo sus gritos”, suspira. Su rostro, de facciones marcadas y ojos saltones, se entumece cuando revive esa madrugada de hace dos años. “Yo me salvé y, claro, tuve que escapar: no hay día que no maten a nadie en Darfur”. Aunque no deja de ser un joven de 20 años, la odisea de dejar atrás su país, Sudán, le pesa en la edad. Perezoso, se deja caer en el suelo de una calle de la isla italiana de Lampedusa y decide reconstruir su viaje hasta aquí. Su relato, pausado y frío, es otro testimonio más entre los de todas las personas que, huyendo de la violencia, el hambre o la persecución, cruzan medio mundo para acariciar Europa.
Y es que el viejo continente sigue sumergido en la mayor crisis migratoria y humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial. Aunque fue en 2015 cuando se registró el máximo de llegadas —más de un millón de personas—, hoy la situación continúa siendo crítica. Tras el acuerdo de marzo de 2016 entre la Unión Europea y Turquía que cerró el trayecto hacia suelo griego, Italia se ha convertido en el país que más migrantes recibe. Según ACNUR (la Agencia de la ONU para los Refugiados), de los más de 120.000 migrantes llegados a suelo europeo por el Mediterráneo en lo que va de año, más de 95.000 desembarcaron en Italia. La isla de Lampedusa, de tan solo 20 km2,, cercana a Libia y Túnez, es uno de los puntos calientes.
Huidas forzadas
Ajeno a todos estos números, Abdelaziz explica que llegó a Lampedusa a mediados de julio. “Yo escapé de Darfur”, recuerda. Esta región sudanesa, al oeste del país, ha sido sistemáticamente castigada y olvidada por las políticas de la capital, Jartum. Ahora, la zona sigue con una brecha abierta desde que en 2003 el conflicto entre los Yanyauid, ejército paramilitar árabe que cuenta con el soporte del presidente del país, Omar al-Bashir, y los africanos negros de la zona —no árabes—, derivó en la limpieza étnica de centenares de miles de personas y en el desplazamiento forzoso de varios millones.
“Queman nuestros pueblos, nos roban y nos matan”, sigue el joven. Con voz mustia, confiesa que muchos jóvenes como él emprenden el viaje hacia Europa: “La otra opción era vivir toda la vida entre la precariedad de un campo de refugiados”. En Darfur, dice, la gente les aseguraba que llegar a la Unión Europea era fácil y que aquí había muchas opciones de trabajar.
Desde 2014 más de 14.000 personas han muerto intentando llegar a Europa. El número real solo lo sabe el fondo del mar
Sin embargo, todavía resopla cuando se le pregunta por la huida. Salieron de Sudán y, después de cruzar el Chad, llegaron a Libia. Siempre a través de las mafias. Desde la ciudad libia de Misrata zarparon por el Mediterráneo hacia Europa. Era de noche. “Viajábamos unas 130 personas en una embarcación pequeña”, explica. Como todos los protagonistas de este reportaje, Abdelaziz también sobrevivió a un naufragio: “Empezó a entrar agua en el bote y la mayoría tuvimos que lanzarnos al mar: íbamos demasiada gente”. En un tímido inglés, relata que estuvieron horas en el agua, y que algunos —como mínimo diez— se ahogaron. “Los que se habían quedado en el interior de la balsa, principalmente niños y mujeres, lloraban y vomitaban. Fue muy duro, pensé que iba a morir”, suspira. Después de más de once horas, una ONG los localizó y los rescató. De madrugada, desembarcaron en el puerto de Lampedusa.
Él, y no es un caso aislado, nunca antes había visto el mar. “Este primer contacto traumático con el Mediterráneo provoca que, después, muchos tengan miedo al mar”, apunta Simone Scotta, miembro de la ONG italiana Mediterranean Hope. No obstante, también hay daños físicos y, entre todos ellos, uno muy frecuente. La doctora Vicky Rod, que trabaja en el Centro de Recepción de Inmigrantes de Lampedusa, lo llama “el dolor silencioso”.Durante el trayecto, en el interior de las embarcaciones se originan diversas fugas de gasolina. La mezcla de este combustible con agua salada es fatal. “La combinación es corrosiva y, poco a poco, va quemando la piel de los tripulantes sin que se den cuenta, porque mientras actúa no produce mucho dolor”, detalla Vicky. Pero el resultado final es escalofriante: graves quemaduras que pueden dejar varias partes del cuerpo en carne viva. Este tipo de heridas, sin embargo, quedan en segundo lugar cuando se habla de muertes. Y en el Mediterráneo ha muerto mucha gente. Según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), desde 2014 más de 14.000 personas perdieron la vida intentando llegar a playas europeas. La mayoría mueren ahogados, aunque algunos fallecen por hipotermia, deshidratación, inanición, aplastamiento o episodios de violencia en el barco. Son cifras oficiales: el número real de cadáveres solo lo sabe el fondo.
sobrevivir a la arena
El trayecto por el Mediterráneo —probablemente la parte más visible de su epopeya— no es, ni mucho menos, el único calvario al que deben enfrentarse estos jóvenes. Antes del mar, a muchos les toca sobrevivir a la arena. Después de salir de sus respectivos países, el desierto suele ser el primer gran reto de los inmigrantes subsaharianos provenientes de países como Guinea, Nigeria, Ghana o Costa de Marfil. Su paso por Níger, y más concretamente por el desierto del norte del país, se convierte en una auténtica pesadilla.
Las mafias, que prometen llevarlos a Libia en su camino hacia Europa, los abandonan sistemáticamente en medio de la nada. En los últimos meses, la OIM ha rescatado a más de 1.400 personas abandonadas entre las dunas y el sol. Muchos no lo soportan y mueren de hambre y de sed.
Seydou Ounangré, de 24 años, tuvo que resistirlo. Fue abandonado en el mismo desierto de Níger, estuvo nueve días sin comer ni beber agua, y se acostumbró a presenciar la muerte de compañeros. “Las condiciones son terribles, el calor es insoportable durante el día y hace mucho frío por la noche. Éramos 35, y murieron al menos nueve”, cuenta. La temperatura en esta zona del Sáhara ronda durante el día los 55 grados y, sin agua, es fácil morir deshidratado. Pero el desierto es tan inabarcable que es difícil saber cuántos pierden la vida. Se cree que el número puede ser similar, e incluso mayor, a las muertes en el Mediterráneo: en lo que llevamos de año, casi 2.500 personas. Para evitar fallecer, la desesperación hace que beban hasta su propia sangre y orina.
“Cuando decides emprender el viaje hacia Europa, sabes que puedes morir en cualquier momento. En el desierto nos encontrábamos con cadáveres de gente como nosotros”, explica Seydou, sentado en un banco de la calle principal de Lampedusa. Pero él también tuvo que huir de casa, en Costa de Marfil, para no morir. De hecho, esquivó las balas por centímetros. Junto a un amigo lo sorprendieron buscando oro en una zona donde no tenían permiso. La policía mató a su compañero y disparó varias veces contra él, sin alcanzarlo. “Habían ocupado nuestra región y no nos quedaba otra que recoger aquel oro si no queríamos morir de hambre”, se defiende. Cuando recuerda aquella tarde, se le humedece la mirada. Su rostro, de mirada brillante y sonrisa vacía, se contrae y suspira: “A partir de aquí cambió todo. No pude ni despedirme de mi padre”.
La pesadilla de Libia
También a Mohamed Moubarak, de 17 años y originario de Guinea, escapar de su país le ha truncado la vida. A sus espaldas lleva una responsabilidad enorme: alimentar a sus seis hermanos, huérfanos como él. “Mis padres murieron cuando yo cumplí 12 años y nadie se hizo cargo de nosotros. Yo soy el mayor y tengo que alimentarles”, confiesa. Su historia oscurece en Libia, donde viajó para encontrar trabajo. Aún hoy se le frunce el ceño cuando pronuncia el nombre de este país. “Trabajé en la construcción y después en una granja, pero me trataban como a un esclavo”, lamenta el joven. Los abusos pasaron a ser parte de su día a día. Y del de muchos. Según un informe de la OIM, el 77% de los menores que realizaron la ruta migratoria a través del Mediterráneo central han sido víctimas de abusos sexuales o laborales.
Desde el asesinato del dictador libio Muamar Gadafi en 2011, la situación en el país no ha mejorado. De hecho, Libia es hoy un Estado fallido a consecuencia de la inestabilidad política que reina en cada rincón. Esta atmósfera ha reforzado el surgimiento de organizaciones criminales, grupos armados y redes de contrabandistas que extorsionan a los migrantes. La mayoría de ellos son secuestrados, torturados, apaleados y violados.
"El dolor físico que aguantan es durísimo, pero no hay que olvidar las secuelas psicológicas", apunta Pietro
Quizás por esto el discurso de Mohamed, bastante ágil, se amansa cuando llega el momento de hablar del cautiverio. “Estuve un mes en prisión: cada mañana me golpeaban y me electrocutaban”, se entristece mientras muestra una cicatriz en su abdomen. Tenía que pagar el rescate para ser libre; si no, moriría allí. “Por la noche escuchaba cómo mataban a rehenes. No sabías cuándo te podía tocar”. Pidió a sus hermanos que le enviaran desde Guinea el dinero que antes les había mandado él. “Les dije que estaba muriendo, que no podía aguantar más”. Finalmente, llegaron los billetes y pagó por su libertad. Sin poder dar marcha atrás, la única opción de sobrevivir era intentar alcanzar Europa, jugándose la vida en el mar.
De repente, al encuentro de este periodista con Mohamed se añade Musa Bakary, un chico gambiano de 17 años. Él también sufrió en Libia. Cuando intenta hablar de ello, el joven aparta el micrófono y lo deja en el suelo. Esconde su cabeza entre las rodillas y rompe a llorar. Minutos más tarde, muestra en su móvil una imagen donde aparece el cuerpo de un compañero suyo. Parte de la piel de sus piernas ha sido arrancada, despellejada. “Los libios nos hacen esto porque somos negros”, se limita a añadir.
Futuro incierto
Ahora Mohamed, y también Musa, caminan por las calles de Agrigento, una localidad de la isla italiana de Sicilia. Hace un mes y medio que llegaron, después de ser rescatados en el Mediterráneo y desembarcar en el puerto de Lampedusa. Su estancia en el municipio siciliano es parte del procedimiento del Gobierno italiano y de la Unión Europea: después de pasar unas semanas en el Centro de Recepción de Inmigrantes de Lampedusa, viajan a otro en Sicilia para ser identificados y solicitar legalmente la protección internacional como refugiados. El proceso termina cuando son reubicados, principalmente en grandes ciudades italianas como Roma, Turín o Milán. Aunque también pueden ser trasladados a capitales europeas como París o Berlín. La espera hasta entonces es eterna. “Aquí no podemos trabajar, seguimos siendo ilegales. Solo vemos pasar los días”, argumenta Mohamed.
Esta sensación de incertidumbre e indignación está presente en todos los adolescentes. Tienen prisa por rehacer su vida. Entre sus planes de futuro —aunque de momento no dependen de ellos— hay un denominador común: encontrar empleo, el que sea. Pero el peaje de lo vivido pesa mucho. Pietro Bartolo, médico de Lampedusa y autor del libro Lágrimas de sal, lleva años aliviando el dolor de los migrantes que llegan a esta isla. Cierra los ojos cuando recuerda varios relatos de testimonios. “Su sufrimiento es inimaginable, cruel. El dolor físico que aguantan es durísimo, pero no hay que olvidar las secuelas psicológicas”, apunta Bartolo. Huyen de una realidad difícil y suelen encontrarse una peor.
La frustración se entrevé particularmente en la figura de Mohamed. No solo por dejarlo todo, por el trauma del viaje o por la inseguridad de su futuro. Él no olvida a sus hermanos en Guinea. Su misión era ganar dinero para alimentarlos y, de momento, no lo ha conseguido: “Si no trabajo, todo habrá sido en vano”. Muestra una foto de sus hermanos, casi todos son menores de diez años. Y se le plantea una última pregunta:
—¿Quieres que ellos vengan a Europa? (Sonríe desconcertantemente, y vacila unos instantes).
—Solo sé que no quiero que pasen por lo que yo he pasado. Mis hermanos vendrán a Europa en avión o no vendrán. Si yo hubiera sabido todo lo que me esperaba, creo que nunca habría salido de Guinea.