Opinión
La sangre bajo el gris: del ‘Guernica’ a Cuelgamuros

El Valle se construyó con sufrimiento y con sufrimiento pervive. Transitarlo es asomarnos al vértice de un disparo a la democracia y entrar en una herida que no cierra. Habrá que conjugarla en presente si queremos que sane de dentro hacia fuera.
Proyecto arqueológico del Valle de los Caídos. Los campos de trabajo. - 1 1
Álvaro Minguito El Valle de Cuelgamuros con el monumento franquista.

Investigador en memoria y patrimonio cultural.

20 nov 2025 09:33

Era otoño de 1981 cuando el Guernica entraba en España. Se decía que volvía porque se añoraba la libertad que el cuadro certificaría. Pero era su primera vez aquí. El lienzo republicano se colocó en una enorme jaula antibalas, bajo el fresco de Luca Giordano que representa la Apoteosis de la Monarquía Española y flanqueado por banderas con pollos que rezaban “Una, grande, libre”. El director del Museo del Prado era un cura y el jefe de Estado el predilecto de Franco. Se inauguró en comunión con exministros de la dictadura, los reyes o Dolores Ibárruri. Esta última sentenció que aquel gesto suponía “el fin de la Guerra Civil española”. Ello contribuía al relato gubernamental que traía la pintura para resignificarla bajo la gramática de la concordia y, así, dar el último punto de sutura a una “Transición ejemplar”. El lienzo, que denunció desde el exilio el criminal levantamiento franquista, venía —con el espíritu del régimen del 78 como ventrílocuo— a traer fraternidad y estabilidad a la monarquía parlamentaria. A varias décadas de aquel paripé sabemos que La Pasionaria se equivocaba: aquel día no terminó nada. El trauma solo ha cambiado de sitio en nuestra simbólica construcción de la democracia.

La alteración que la Transición trató de dar al Guernica no es, en absoluto, distinta a la que emana del concurso de resignificación de Cuelgamuros. En ambas obras se perciben los crímenes del franquismo y ambas deben suavizarse porque son tremendamente incómodas desde el presente: la obra maestra que se negó a pisar la España de Franco y el mausoleo levantado por esclavos y presos políticos. El Guernica que llegó a Madrid no contó entonces los motivos por los que fue un hijo exiliado de la II República Española, por qué fueron rechazadas las peticiones del régimen de conseguir el cuadro o en qué se había convertido aquel símbolo durante los años de espera. No es que su génesis quedase fuera de la narración, sino que también quisieron dejar en los márgenes su historia social durante las décadas siguientes. El Guernica entró en España con los pies por delante. No fue “El último exiliado”, como se decía, sino la última víctima del franquismo.

El concurso del Valle de los Caídos llega como parte del programa conmemorativo por los 50 años sin Franco. Pero esta señalada fecha no debe ser solo una excusa para, por fin, celebrar desde lo público que el dictador murió, sino también y especialmente para repensar por qué nuestra democracia ha tardado cinco décadas y qué ha pasado durante estas. O, mejor, qué no ha pasado, pero se esperaba. Limitar la crítica del dolor de la dictadura a 1975 es una suma de vanidad y cinismo: la inacción prolongada supone un modo consciente de violencia de Estado. Así, estos 49 años de silencio hacen más ruido que toda la programación del 50 en Libertad. Poner la lupa en el franquismo con Franco y omitir el franquismo después de Franco es una patada a dilucidar todo lo que vino. Y nos advierte de todo lo que vendrá.

Resignificar Cuelgamuros corre los mismos peligros que hacerlo con el escenario de un crimen: desdibujar las evidencias de la violencia y beneficiar al victimario. Y, por extensión, a sus herederos ideológicos

A pocos días del 20N, queda anunciada la propuesta ganadora. Con independencia del proyecto, que conectará a través de un óculo —una úlcera— la base y la cruz, el problema radica en los objetivos del concurso, sus intenciones de diálogo y concordia con el fascismo y la búsqueda de resignificación: ¿Qué otra cosa puede significar un lugar como este? ¿A quién le interesa convertir el “Valle malo” en el “Valle bueno”? Resignificar Cuelgamuros corre los mismos peligros que hacerlo con el escenario de un crimen: desdibujar las evidencias de la violencia y beneficiar al victimario. Y, por extensión, a sus herederos ideológicos. Nadie intentaría hoy resignificar el asesinato de Lorca: es lo que es y duele porque tiene que doler. El dolor es, por suerte, irresignificable. Y está cargado de memoria.

La singularidad del Valle de los Caídos no radica solo en haber sido una Torre de Babel ideológica de la dictadura, sino también en las cinco décadas posteriores durante las cuales permaneció como un monumental elefante en la habitación democrática. Pretender repararlo sin asumir ese larguísimo silencio es un terrible punto de partida. Porque no estamos en 1976, aunque la sombra del franquismo siga pisándonos los talones. Y al pasar de 49 años de silencio y anomalía democrática a la certeza de qué hacer con la mayor fosa común de España, que aún expulsa huesos de sus entrañas, se entreven las prisas por aparentar ser la democracia que no somos. Y de escapar de un pasado que está demasiado presente. Como si esta primera conmemoración de la muerte de Franco no fuera, en el fondo, la tardía inauguración de una libertad que llega con medio siglo de retraso. Bienvenidos al año I de la Era Democrática.

Tal vez bastaría con exhibir en la explanada del Valle, invertida o abatida, una de las muchas estatuas ecuestres retiradas por la legislación memorialista para convertir su propia materialidad en una condena elocuente del régimen, un recordatorio de barbarie más eficaz que cualquier panel pedagógico. Hablaríamos de condena, nunca de resignificación. O, tal vez, sería suficiente con llevarnos allí el Guernica y dejar que ese sea el único diálogo que haya. Como polos opuestos de un mismo trauma: la escala de grises material y simbólica de un pasado en blanco y negro. Pero no podemos decidir qué hacer con el Valle sin aceptar que ningún concurso tutelado por quienes imponen límites a la memoria puede producir algo verdaderamente transformador. Porque el Valle no tendrá por director a un cura —aunque haya representación de la Iglesia en el concurso de resignificación—, pero su centro de interpretación estará, pared con pared, con la basílica más larga del mundo manteniendo su actividad. Chúpate esa, Transición.

Estas resignificaciones persiguen que ni el Guernica sea grito contra el fascismo, ni el Valle la prueba del delito. Todo encontrará su lectura naif, cargada de comodidad, también de desmemoria. Así, ambas obras nacidas para la inmortalidad de una idea confluyen en que debajo de sus grises se esconde el rojo de la sangre. Aparentamos tenerlo claro con el lienzo, pero se titubea con el mausoleo. No solo como arquitectura, sino como idea: el Valle se construyó con sufrimiento y con sufrimiento pervive. Transitarlo es asomarnos al vértice de un disparo a la democracia y entrar en una herida que no cierra. Habrá que conjugarla en presente si queremos que sane de dentro hacia fuera. No solo como deuda pasada, sino también presente. El reto habría estado en construir un diálogo social y un capital cultural que permitan leer el Valle como lo hacemos con el Guernica, pero sin intermediario: los crímenes del fascismo como un mal pasado que nos prevenga de un mal futuro. Renunciar a esa idea por un proyecto de resignificación anticipada corre los riesgos de vencer sin convencer.

Antonio Saura publicó un libello Contra el Guernica donde criticaba con firmeza toda la reinterpretación oportunamente ideada en torno al cuadro. Retrataba el modo en que un símbolo contra el fascismo en general y el franquismo en particular había sido transformado en una bandera muda que arropaba a todos sin condenar a ninguno: “Odio al Guernica, consuelo de democracias / Odio al Guernica, embajador de concordias / Odio al Valle de los Caídos del Guernica.

Ahora que la resignificación se dirige al granito del mausoleo, pero mantiene el ventrílocuo de la transformación de 1981, toca darle la vuelta: Yo también odio al Guernica muerto del Valle de Cuelgamuros.

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