África
Argelia en el vendaval
Hay dos posibilidades: o la revolución contra el régimen argelino se transforma en revolución democrática, a la manera de Túnez, o se impone un Bouteflikismo sin Bouteflika, a la manera de Egipto.

El pasado mes de abril, el New York Times publicaba una viñeta satírica sobre Argelia; uno de los pocos regímenes que sobrevivió a las primaveras árabes. Llevando por título: “el poder popular es contagioso”, en ella se veían imágenes de las manifestaciones contra Bouteflika, presidente de Argelia desde 1999, con manifestantes gritando: “Spring is Coming”. De igual forma, varios analistas consideran que, tras ocho años marcados por la guerra y la restauración autoritaria, el mundo árabe vuelve a estar en ebullición y que Argelia (junto con Sudan) ha cogido el relevo de la lucha por la libertad que antes lideraron Túnez o Egipto.
Los hechos parecen confirmarlo. Desde el pasado 16 de febrero, Argelia ha vivido una revuelta popular, hirak en árabe, estrictamente noviolenta. Seis meses después, las protestas y las manifestaciones multitudinarias que se celebran cada viernes y que ya han forzado la dimisión del Presidente del país, se mantienen a pesar del calor en Argel y aspiran a convertirse en una auténtica revolución democrática.
Motivos para la revolución
Todo empezó diez días después de que Bouteflika anunciara su intención de presentarse a un quinto mandato en las elecciones presidenciales previstas para abril. La primera gran manifestación tuvo lugar el 16 de febrero de 2019 en Kherrata, en el extremo norte del país. Tres días después, en Khenchela, los manifestantes mostraban sus objetivos: consiguieron derribar un enorme cartel de Bouteflika, que colgaba del ayuntamiento, y estuvieron pisoteándolo durante horas. Dos días después, otro cartel sufrió un destino similar en Annaba. Los manifestantes gritaban que su Presidente ya era apenas “un cartel” y que esta situación debía terminar.Los militares reciben más del 10% del presupuesto del país. El ejército argelino es tres veces más caro que el egipcio, ya famoso por su enorme poder, coste e influencia
Es un extraño destino el de Bouteflika. Con tan solo 19 años, se integró en el brazo armado del Frente de Liberación Nacional (FLN), que lideró la “sagrada” lucha por la independencia. Fue ministro en el primer gobierno de Argelia. Cayó en el ostracismo y vio a lo lejos cómo se iniciaba una guerra civil en los noventa, periodo conocido como la década negra, causando más de 150.000 muertes. En 1999, en plena guerra, tomó el poder liderando un programa de reconciliación nacional que supo volver a tejer el país y acabar con las matanzas. Después vinieron 20 años de gobierno, las victorias electorales “a la búlgara”, la persecución de la disidencia, la construcción de un sistema clientelista y corrupto y, finalmente, un ataque cerebral en 2013.
Aquí empezó todo. Ante la enfermedad del jefe de estado, hospitalizado en Francia, el gobierno argelino forzó un cierre de noticias. Los diarios argelinos que se atrevieron a informar de que Bouteflika estaba en coma fueron incautados en la imprenta. Hubo que esperar 80 días para que volviese a Argelia y lo hizo en silla de ruedas, con su lado izquierdo paralizado y dispuesto a instalarse en una residencia médica estatal en la que ha residido desde entonces. A pesar de esta situación, ganó las elecciones de 2014, sin realizar ni un solo acto electoral. Y desde entonces, una desaparición casi total. Una foto de 2016, difundida en Twitter por el entonces primer ministro francés, Manuel Valls, mostraba a un Bouteflika ojeroso, gravemente disminuido y con la mirada perdida. En 2017, un periodista lo describió como “incapaz de gobernar más de unas pocas horas al día, casi postrado en la cama y tonto”.
Y con estos precedentes, en 2019 anunció que se presentaba a su quinto mandato. Cuesta de entender, es cierto, pero es clave comprender, que, a pesar de su delicado estado de salud, Bouteflika, seguía siendo una marioneta que generaba equilibrio en una enorme red clientelar y corrupta que gobernaba realmente el país.
A diferencia de la mayoría de las economías basadas en la explotación de los hidrocarburos, en las que un pequeño círculo se enriquece con recursos naturales, la riqueza petrolera de Argelia se divide entre una oligarquía que se extiende a los militares, los burócratas del sector público, la clase empresarial y los principales políticos. Uno de los mayores beneficiados del reparto es el Ejército. Los militares reciben más del 10% del presupuesto del país. Es un porcentaje enorme. El ejército argelino es tres veces más caro que el egipcio, ya famoso por su enorme poder, coste e influencia.
La auténtica dinámica del poder en Argelia y su apuesta por Bouteflika se explica por una red de intereses cruzados de burócratas y “amigos” gestores de los 400 monopolios estatales, el ejército, el FLN y la clase empresarial. Bouteflika era necesario para crear equilibrio entre estos poderes y asegurar que el show siguiese adelante.
Una dinámica corrupta, para persistir, necesita protegerse. La persecución de la disidencia interna es una de las políticas claves del régimen argelino. El gobierno se niega a permitir el registro de ONGs trabajando en materia de derechos de las mujeres, minorías culturales o derechos humanos. La Liga Argelina para los Derechos Humanos (LADDH), probablemente la asociación de derechos humanos más influyente de Argelia, solicitó ser registrada a raíz de un cambio en la ley en 2012 y todavía no ha recibido un recibo que certifique su existencia legal. Igualmente, no se permite la actuación de ONG internacionales de derechos humanos en su territorio.
En la misma línea, el código penal, prohíbe organizar o participar en manifestaciones no autorizadas y las condena con un año de prisión. Desde 2001 está prohibido manifestarse en la capital. Hasta las recientes manifestaciones que se iniciaron en febrero, todos los actos de protesta en Argelia acabaron con cargas policiales y personas arrestadas y juzgadas.
Esta es la situación a la que debían hacer frente quienes se dirigían a las primeras manifestaciones de febrero de 2019.
La revolución: primer acto
En este contexto, nadie supo prever que las concentraciones iniciadas espontáneamente por unos estudiantes a inicios de este año se transformarían rápidamente en una inmensa revuelta noviolenta, capaz de aunar a todas las capas sociales de Argelia. En seis meses de acciones estrictamente pacíficas, este movimiento de protesta ha conseguido dos enormes logros: conseguir la renuncia de Bouteflika y haber mantenido la movilización tras la caída del poder presidencial, insistiendo en que quieren la caída del régimen, no solo del presidente.Durante este período, la actuación de los grupos dirigentes argelinos ha seguido un patrón previsible: atizar el miedo y contemporizar a la espera de que los manifestantes cometiesen un error. Lo sorprendente ha sido la resistencia del movimiento de protesta popular.
Argelia ya vivió un levantamiento popular similar en octubre de 1988 que fue algo así como un precursor de lo que está sucediendo ahora. Ese levantamiento consiguió algunos cambios temporales (una nueva constitución, el fin del sistema de un solo partido, una prensa relativamente libre) pero tras la intervención del ejército derivó en un período de terrible violencia, la década negra.
La ciudadanía de Argelia es hoy consciente de que un movimiento violento contra un régimen no conduce a logros, conduce a una guerra civil. Los ejemplos de Siria y la vecina Libia son muy recientes. Por este motivo los organizadores del movimiento no tuvieron dudas: el movimiento debía ser pacífico. Buena muestra es el éxito del decálogo “Los 18 mandamientos del manifestante pacífico y civilizado” redactados por el poeta Lazhari Labter. Aislar a quienes cometan violencia, no responder a provocaciones, caminar de forma pacífica… son algunas de sus recomendaciones. Este ambiente, esta ética y disciplina noviolenta, han generado la confianza social suficiente para generar un movimiento co-liderado por mujeres, abierto a la presencia de niños, abierto a multitud de sensibilidades. Estas consignas han sido una de las claves de su éxito.
La segunda clave del éxito del movimiento es su juventud, que explica la ausencia de miedo. En Argelia, los menores de 30 años representan casi el 70% de la población y no están traumatizados por los estragos de la guerra civil de los noventa. Existe un enorme salto generacional entre los grupos dirigentes, que asumieron el poder político y económico tras la independencia de 1962 y la edad de los manifestantes en la calle. La política del miedo con ellos no funciona.
Horizontes: segundo acto
Impactados por la enorme capacidad de convocatoria de la contestación popular, los grupos dirigentes, durante el primer acto de la revuelta, actuaron con cierta tolerancia. Los servicios de represión no buscaron paralizar la rebeldía, más bien aprovecharon para ajustar cuentas entre sí y cambiar los equilibrios de poder interno del régimen. Pensaron que la caída del presidente podría calmar las aguas y así mantener el poder, ahora con más peso en el ejército y su jefe del Estado Mayor, Gaid Salah. Ahora bien, los manifestantes no han caído en el anzuelo de contentarse con la caída de Bouteflika y han optado por mantener su presión para conseguir la desaparición del régimen y una democracia basada en el pluralismo.Este es el pulso que determina el primer acto de la revolución y nos lleva hasta la situación actual. A un lado el grupo con las armas, el comando del ejército, que apuesta por no disparar contra los manifestantes y así confía en poder mantenerse en el poder. En el otro, el grupo sin las armas, los manifestantes, que apuestan por mantenerse movilizados y salen tercos a la calle dos veces por semana bajo el sol abrasador de Argel exigiendo el final del pouvoir.
La clave de esta situación va a darse en el segundo acto. ¿hacia dónde camina Argelia? La mayor parte de los analistas coinciden en dos posibilidades: o la revolución contra el régimen se transforma en revolución democrática, a la manera de Túnez, o se impone un Bouteflikismo sin Bouteflika liderado por el ejército, a la manera de Egipto.
A favor de la opción egipcia, está la importante asimetría de poder. Con la sola caída del clan Bouteflika, el pouvoir sigue armado y controla todos los mecanismos sociales, económicos y mediáticos del país. Tiene además a su favor a la geopolítica. Tras los hechos de 2011, China, EE UU o la Unión Europea han demostrado estar dispuestos a sacrificar los movimientos democráticos en favor de asegurar la estabilidad, frenar la inmigración y luchar contra el terrorismo, como único objetivo. Eso es exactamente lo que ofrece el régimen argelino: imponerse a la forma gatopardiana, con mínimas concesiones reales y asegurando la estabilidad.
A favor de la opción tunecina hay poco. Quizá poco más que la disciplina noviolenta que han mantenido las protestas hasta el momento. El movimiento parece ser consciente de que el ejército está desesperado por hallar (o construir) una excusa que les permita intervenir. Ajenos a la voluntad del ejército, el movimiento trabaja en pactar una hoja de ruta hacia la transición que genere consensos sociales. Quieren imponerla manteniendo la presión.
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