Cooperación internacional
La ciudad que soñamos

@MiquelCarr
- Wilda, ¿cómo definirías entonces el derecho a la ciudad?
- Hay muchas definiciones, pero en la práctica consiste en que la ciudad, el barrio donde vives, sea capaz de garantizarte los derechos básicos: tener seguridad, una vivienda digna, los medios de vida necesario, no discriminarte como mujer. Todas esas cosas.
Estamos en la Facultad de Derecho de la Universidad Eduardo Mondlane de Maputo. Hablar de algo tan complejo como el derecho a la ciudad en Mozambique, el séptimo país menos desarrollado del mundo en 2022 según Naciones Unidas, puede parecer hasta frívolo. Wilda Ngovene, jurista experta en la materia, mira sin embargo a la cámara y habla con total convencimiento sobre un derecho todavía en construcción y en pleno proceso de apropiación en su ciudad (y en las nuestras), a nivel técnico y político. Colabora con Arquitectura sin Fronteras (ASF) en un proceso que durante los últimos años, con el apoyo de diferentes administraciones españolas y otros donantes, ha convertido el barrio de Chamanculo C en una especie de laboratorio donde soñar con una ciudad en la que quepan también las clases populares.
La brocha gorda de las grandes agencias de cooperación solo conocía el lenguaje de la tabula rasa: limpiar los asentamientos informales, de acuerdo con las necesidades de expansión de la ciudad formal, y aplastar con ese tablero ortogonal a comunidades enteras. Las inmobiliarias hacían el resto, una vez redibujada una trama urbana que nunca se pensó para quienes acudieron a la capital desde todo el país, buscando una oportunidad o simplemente salvar el pescuezo durante los largos años de guerra civil.
- Nunca soñamos con que nos reconocieran legalmente nuestra parcela -confiesa una vecina-. Y con este proyecto ha sido posible. Mis padres vinieron desde el norte, en el tiempo de los portugueses. Yo ya nací aquí a principios de los 60. Todo esto eran machambas de hortalizas y un puñado de casas, antes de que se llenara de gente. Ya lo habéis visto, apenas se puede caminar por esos callejones, no caben dos personas.
Con ese papel que ahora sí reconoce legalmente su derecho a permanecer, el DUAT, la gente empieza a imaginar el barrio como una parte más de la ciudad a la que van trabajar y les mira con altivez. Como si sus calles atravesadas por baches y tubos perdiendo agua no fueran parte de ella, apenas una especie de campamento petrificado por la desidia, el polvo y el hollín de los fogones que fríen badjias de pasta de alubias en cada esquina. Nadie invierte ni se apropia de lo provisional. La gente de esos asentamientos informales sabe que su futuro cuelga de un hilo y que es mejor poner sus magros ahorros en otra casa lejos de allí, para que cuando lleguen las excavadoras, tengan algún lugar al que regresar. De hecho, la ciudad convertida en metrópolis no deja de crecer, reproduciendo la informalidad pero cada vez más lejos del centro. La urbe les expulsa y les convoca a la vez, a hurtadillas, siempre en la oscuridad, no puede vivir sin ellos pero no hay un sitio para que formen parte de ella. Lo normal es que ese viaje diario sean dos horas de ida y dos de vuelta, tomando diferentes chapas o minibuses, y en medio trabajar, si hay trabajo. Ocho, diez horas, de lunes a sábado.
Por una feliz combinación de obstinación, complicidades, apoyo público y mucha fe (ciudadana), en Chamanculo C se ha abierto una esperanza, tan frágil como cualquier cosa en este país. Al principio, como recuerdan los y las jefas de quarterão, la gente esperaba la medicina habitual: una mísera indemnización, recoger sus pertenencias y buscar otra parcela donde volver a empezar, a muchos kilómetros de allí. «No, ahora no es así. Vamos a negociar cómo hacer calles lo suficientemente anchas, por donde quepa una nevera o un ataúd, o pueda entrar una ambulancia. Cada família cede algo de su parcela y así todos ganamos. Y lo que se tenga que derribar, se levanta de nuevo con el apoyo del proyecto. Sólo así podremos legalizar las parcelas». Las primeras en verlo claro fueron las mujeres, únicas responsable de sus hogares en muchas ocasiones, que además accedían por primera vez a la propiedad, siempre reservada a los hombres en exclusividad. Entre todas acabaron convenciendo a los indecisos. Introducir la iluminación en esas calles, además, ha sido otra exigencia femenina: ellas son quienes más sufren los asaltos en cuanto cae la noche.
«Todo cambia – nos cuenta Sara Márquez, coordinadora de ASF en Maputo- cuando este esfuerzo se convierte en un plan urbanístico de detalle y una ley, aprobada por el gobierno municipal. Un plan que por primera vez reconoce la posibilidad de una ciudad diferente, adaptable a la realidad de esos barrios y con exigencias técnicas progresivas, que ofrecen la posibilidad de seguir viviendo mientras se interviene y existiendo como comunidad». La guinda de ese método orientado por el derecho a la ciudad y no por la geometría cartesiana es producir vivienda social, uno de los grandes déficits de Maputo y del 80% de la población urbana, según Naciones Unidas. De momento, la fuerzas solo dan para impulsar una primera experiencia, en la que dos familias han unido sus parcelas para levantar un edificio compartido, creando la primera cooperativa de vivienda del país, de la que se tenga noticia.
Una imagen puede cambiarlo todo. Saber que es posible, porque alguien lo hizo antes, que no se trata de una apuesta de papel. Que esa imagen de ciudad rígida y rectilínea, devorada por los coches y reservada a las élites, no tiene por qué ser la única realidad possible. Ni siquiera la mejor. Chamanculo C es un sueño para quienes ya saben que también tienen derecho a esa ciudad.
PD. En 2026 se estrenará en Barcelona «Chamanculo Paraíso», un documental sobre los diez años de esa experiencia de cooperación internacional y urbanismo, de la mano de ASF, que justo ahora acabamos de rodar, con la participación de sus vecinas y vecinos.
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