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Literatura
Frankenstein y la criatura a la que no siempre entendimos
Las formas narrativas empleadas en el clásico de Mary Shelley le otorgan una riqueza que, a menudo, se ha pasado por alto. Las adaptaciones fílmicas han ayudado a perpetuar el mito, pero también han contribuido a confinarlo en lecturas más bien conservadoras.
En 1818 se publicó anónimamente Frankenstein o el moderno Prometeo. Poco después saldría a la luz su autora, la debutante Mary Shelley. Con ella, la literatura gótica comenzaba a poner los dos pies en la modernidad. La historia que contó es bien conocida: Victor Frankenstein es un estudiante que crea una vida humana a partir de trozos de cadáveres. A partir de ahí comienzan las interpretaciones. En el prólogo de la edición de 1831, Shelley sugería que su novela no solo era una historia de atrevimiento prometeico, sino de irresponsabilidad del creador y abandono de su criatura. Así, se abría el camino a la lectura biográfica: la relación entre Frankenstein y su hijo científico podía remitir a los vínculos de la escritora con su padre —el filósofo y librero William Godwin— y con su marido —el poeta Percy Bysse Shelley—.
La autora de Frankenstein había nacido en el seno de una polémica pareja de intelectuales. Mary Wollstonecraft fue la autora de un ensayo clásico del feminismo, Vindicación de los derechos de la mujer. Godwin, por su parte, era un antiguo sacerdote calvinista que se había reconvertido en precursor del anarquismo. Wollstonecraft murió por complicaciones del parto de Mary, su segunda hija. La relación que esta última mantuvo con su padre, emocionalmente distante, marcaría sus dos primeras novelas: Frankenstein y Mathilda. También lo haría el amor de los Shelley, que incluía dosis de resentimiento y frustración. Con solo veinte años, la escritora había sufrido penurias económicas, experiencias extremas y desengaños. En paralelo supo crear un mito moderno que perduraría.
Quizá la verdad no existe
Un interminable torrente de interpretaciones ha ido enriqueciendo la recepción de la primera novela de Shelley desde que esta dejó de considerarse una simple truculencia de la literatura gótica tardía. En Frankenstein, the man and the monster, Arthur Belefant expuso que algunas incoherencias de la novela podían revelar que, en realidad, el protagonista no consiguió hacer vivir a su experimento. El libro sería, en buena medida, un delirio de su narrador.La construcción de la obra facilita las lecturas encontradas. El libro toma forma de novela epistolar. Robert Walton, líder de una expedición del Polo Norte, explica la experiencia a su hermana mediante cartas. Cuando encuentra a un Frankenstein agotado en la persecución de su criatura, ambos traban una relación basada en su reconocimiento mutuo como personas a la búsqueda de grandes gestas. El científico explica su historia a Walton, deseando que “el fruto de sus ansias no se convierta para usted en una serpiente que le muerda, como me ocurrió a mí”. El capitán transcribe el relato de Frankenstein para hacérselo llegar a su hermana. A su vez, dentro de esas explicaciones, se incluyen largos parlamentos de la criatura.
Shelley planteó un juego narrativo de muñecas rusas que conlleva algo más profundo: un choque de verdades que anticipa el cuestionamiento posmoderno de la verdad única. Una vez se comienza a dudar del punto de vista autocompasivo de Frankenstein, sus acciones admiten una lectura crítica. El científico es un egocéntrico, de conducta errática, que se desentiende de la vida que ha creado por motivos esencialmente estéticos. Cuando la digestión del experimento le transtorna, emplea más de un año en recuperarse... y en realizar viajes turísticos. A pesar de todo lo acontecido, muere sin arrepentirse de ninguno de sus actos.
El choque de perspectivas entre Frankenstein y su criatura es evidente cuando esta última toma la palabra durante varios capítulos. La criatura, vilipendiada por su creador, emerge como un ángel caído romántico que también remite al gusto de los Shelley por Rosseau o por la filosofía política del mismo William Godwin. El denominado monstruo es alguien que nace sin maldad, un anarquista intuitivo, que envilece a causa del rechazo social y la frustración.
El cine: popularizar y empequeñecer el mito
Frankenstein se ha interpretado como una advertencia, en clave íntima y también en clave colectiva, sobre los peligros del progreso científico y sobre las posibles consecuencias negativas de la aplicación irresponsable de ideas revolucionarias. Los cambios que la misma autora incorporó a la versión de 1831 de Frankenstein, quizá influidos por la necesidad de congraciarse con el albacea testamentario de su marido muerto, refuerzan sutilmente una lectura en clave conservadora. Y el cine ha contribuido a fijarla.Una versión de las principales adaptaciones audiovisuales, La novia de Frankenstein, fue estrenada en 1935, cuando la censura de Hollywood era especialmente intensa. Los censores no solo se fijaban en las posibles infiltraciones del realismo literario contemporáneo en el entretenimiento cinematográfico: también clásicos como Anna Karenina eran objeto de múltiples revisiones. No debe extrañar, por tanto, que una Mary Shelley fílmica afirme al principio de la película: “Los editores no se dieron cuenta de que mi propósito era escribir una lección moral sobre el castigo que recayó sobre un hombre mortal que se atrevió a emular a Dios”.
Este subrayado de las connotaciones sacrílegas de la creación de vida, unido a la reacción de unas instituciones bastante ausentes en la novela, han fundamentado la mirada cinematográfica por defecto del mito frankensteiniano. Las tramas de investigación policial o las imágenes de grupos de personas con antorchas han servido para impulsar desenlaces contrarreloj con los que emocionar y escenificar una vuelta al statu quo. Incluso la versión de Kenneth Branagh, promocionada como especialmente fiel al original literario, se tomaba bastantes libertades dramáticas. Con todo, se daba más espacio a la representación de la criatura como un ser condicionado por el repudio de su creador.
Aunque se liman algunas de sus acciones u omisiones más lamentables, el Victor encarnado por Branagh tiene algo del egocéntrico romántico que aparece en la novela. En este aspecto, recuerda más al original que el progresivamente despiadado doctor interpretado por Peter Cushing en las producciones de Hammer Films. Aun así, estas adaptaciones remitían al mundo gótico y a algunas situaciones y temas tratados por Shelley. En otros casos, la palabra Frankenstein solo ha servido de conjuro, de apelación a la curiosidad del lector y a su atracción por el mito. Uno de los ejemplos más delirantes es Frankenstein conquers the world, dirigida por Ishiro Honda (Godzilla). Cualquier relación ética o estética entre esta película de monstruos y el libro es pura coincidencia... con la excepción de la consabida advertencia sobre los usos irresponsables de los avances científicos.
Despojada de los juegos de perspectivas que enriquecen Frankenstein, la segunda obra de su autora se antoja más limitada. Su intensidad emocional sostenida puede resultar algo risible a ojos contemporáneos, pero la lectura no resulta precisamente blanda. En Mathilda no hay elementos fantásticos, pero sí muchos horrores psicológicos y pasiones destructivas. Para amenizar la narración, se incluyen persecuciones a caballo, naturalezas tempestuosas, retiros atormentados y angustias inconsolables.
Esta nouvelle no ha sido la única publicación reciente alrededor del bicentenario de Frankenstein. Como suele pasar con ocasión de este tipo de efemérides, Frankenstein ha tomado las estanterías de las librerías mediante reimpresiones, nuevas ediciones ilustradas, reinvenciones (Frankenstein resuturado), ensayos originales (Mary Shelley i el monstre de Frankenstein, de Ricard Ruiz Garzón) o la traducción al castellano de un ensayo que explora la biografía de Mary Shelley y de su madre (Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, de Charlotte Gordon).
Entre las diversas ediciones del clásico que se han comercializado recientemente, destaca la ambiciosa Frankenstein anotado (Akal, 2018). Esta edición crítica, a cargo de Leslie S. Klinger, incluye un generoso estudio introductorio, diversos apéndices y centenares de notas explicativas. Como era de esperar, Klinger atiende especialmente a los cambios que introdujo la misma autora para la versión de 1831, y a los que introdujo Percy Shelley en el proceso de edición del manuscrito publicado en 1818. El rol del poeta ha sido ampliamente debatido por la crítica, que otorga una importancia y un valor desigual a sus aportaciones. Trabajos como el de Klinger dan herramientas para que cada lector extraiga sus propias conclusiones.
La publicación de Akal se suma a otras ediciones críticas como las realizadas por la historiadora Isabel Burdiel (publicada por Ediciones Cátedra), quien también ofrece un detallado estudio introductorio pero opta por una menor carga de anotaciones, y por una de las principales autoridades en la historia textual de Frankenstein, Charles E. Robinson (comercializada en traducción castellana por Ariel). Todas ellas contribuyen a la comprensión de la narración, decodifican o contextualizan algunas de sus referencias culturales, detallan en mayor o menor grado la evolución de la novela en sus diferentes versiones y abren caminos interpretativos que exploran la riqueza del artefacto literario y reivindican la figura de Shelley.
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El egocentrismo y egomanía de Frankenstein se deja ver cuando el monstruo lo acusa de ser el causante de su comportamiento criminal y que sólo si le fabrica una compañera expiará su culpa. Víctor se lo cree y comienza la creación de la compañera, sin captar realmente que el monstruo no tiene moral, y no la tendrá por más compañeras que le haga. La criatura de Frankenstein es un monstruo porque carece de ética y principios morales, intento de la autora de mostrar que éstos sólo pueden venir de dios o de la educación que den los padres; a pesar de que la "educación" de la criatura la recibe por parte de una buena familia, de manera involuntaria, donde aprende conceptos como amor, amistad, alegría, etc. Aprende a hablar y rezar, pero no moral.
En pleno naufragio del gobierno Frankestein, no vendría mal una Shelley que arrojara un poco de luz.