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Diversidad, literatura y goce frente al discurso de la tolerancia
“Queremos que nos dejen en paz” fue la consigna de una de las primeras manifestaciones del Orgullo de las que contamos registro fotográfico en España. En concreto, la escribieron activistas de Barcelona en aquella concentración de las Ramblas en 1977. Esta siempre fue una de las pancartas favoritas de la socióloga Gracia Trujillo, quien acaba de publicar un ensayo a propósito de los movimientos sociales feministas y queer (El feministo queer es para todo el mundo, Catarata, 2022). Plantea una necesidad tan simple, tan directa y tan abstracta como real. Que nos dejen en paz. Sin más. Que nos dejen ser sin creer que nuestra existencia o derechos borran a otras personas, sino que suman.
A finales de los años 80, las activistas gritaban “tolerancia es represión”, rechazando esa narrativa basada en una superioridad moral desde una posición de privilegio. Brigitte Vasallo compartía hace unos días un retrato de Monique Wittig acompañado del texto: “Yo no quiero ni necesito el respeto de nadie, quiero que tengamos los mismos derechos y quiero que nos dejen en paz”. Frente al discurso de la tolerancia, término que ha sido ampliamente abordado por diversas autoras en su literatura, Audre Lorde sostiene que “no son nuestras diferencias lo que nos divide, sino la incapacidad de aceptar esas diferencias”. Trujillo recuerda a Silvia Federici cuando defendió que las diferencias no son el problema, sino las jerarquías que se establecen entre ellas. Denuncia que si hay identidades o sexualidades definidas como raras —para poder controlarlas— entonces tiene que haber otra no rara o considerada normal.
En Apuntes de cine LGTB (Antipersona, 2020) se señala que si en el cine hay una etiqueta de ‘cine LGTBI’, ¿es que se da por hecho que el resto de películas son ‘cine hetero’? Este cuestionamiento a la normalidad lo aborda Daniasa Curbelo, investigadora en torno a la memoria, la canariedad y el género: “En el imaginario colectivo no cabe la posibilidad de cuerpos como el mío, que no encajamos en ese binarismo de género eurocéntrico y colonial. Pero ya ven, existimos, como seguramente lo hacíamos desde antes de 1402 y como les aseguro que seguiremos existiendo”.
A las disidencias no se les concede la posibilidad del goce, solo la de la supervivencia. Ese imaginario de víctimas pasivas es desempoderante, genera una visión poco realista de los sujetos como agentes impasibles ante el daño, tiende a revictimizar y fomenta el discurso de la otredad vs lo normal
A las disidencias no se les concede la posibilidad del goce, solo la de la supervivencia. Ese imaginario de víctimas pasivas es desempoderante, genera una visión poco realista de los sujetos como agentes impasibles ante el daño, tiende a revictimizar y fomenta el discurso de la otredad vs lo normal. Es otra de las manifestaciones de los prejuicios hacia quienes viven ajenas a la norma. Somos sujetos activos dueños de nuestro placer y de nuestra identidad. Disfrutamos y también tenemos momentos de absoluta felicidad. La poeta Koleka Putuma relató esto mismo en relación al racismo en Amnesia Colectiva (Flores Raras, 2018): “Escribo poemas de amor también, pero solo quieres ver mi boca desgarrada en protesta. Como si mi boca fuera una herida con gangrena y pus en lugar de alegría”.
Activistas y escritoras queer contemporáneas como Elisa Coll con su resistencia bisexual o Gabriela Wiener, con su periodismo gonzo y la autoficción, han cuestionado desde la literatura y las entrañas la categoría de normal que, indica Trujillo, son convenciones sociales que varían según el contexto y momento histórico. Sobre la literatura de Wiener, expone la periodista Leila Guerriero en una entrevista con la autora para su obra Dicen de mí (Esto no es Berlín, 2018), “hay una labor periodística fuerte en términos de: no solo a mí me pasa esto”. Y es que hay lecturas que nos ayudan a despojarnos de prejuicios y a abrazar nuestros propios sentires. Paul B. Preciado asegura, en Yo soy el monstruo que os habla (Anagrama, 2020), que gracias a la literatura consiguió sobrevivir y, lo que era aún más importante, poder imaginar una salida. Ese pensar juntas, o conocer diferentes voces con vivencias similares a las nuestras, nos ayuda a establecer alianzas y cuestionar las estructuras que nos violentan. Una vez que la palabra llega, ya no me siento sola, escribe Camila Sosa en El viaje inútil (DocumentA/Escénicas, 2021). Sentirnos menos solas. Desindividualizar experiencias que son colectivas. Acercarnos a historias que tienen que ver con aquello que vivíamos y sentíamos nos permiten que veamos que, tal vez, no eran tan individuales, sino que tenían que ver con toda una norma social que además es binarista, racista, machista, clasista y capacitista.
La invisibilidad de la bisexualidad hace que siga hablando de puntillas de mis relaciones con seres cercanos, familiares o que muchos entornos sigan sin ser seguros. Sobre esto escribe Elisa Coll en Resistencia bisexual: mapas para una disidencia habitable (Melusina, 2020), donde critica que “no nombrar lleva a una no-existencia mucho más profunda que el no aparecer en libros de Historia o no tener representación en series de televisión [...] El no tener en la cabeza el concepto de lo que eres no impide que lo seas, impide que tengas herramientas para identificarlo y puedas construir tu identidad siendo consciente de ello”.
Cuestionar la categoría de normalidad™ y vivirnos libres, sin Estado, Iglesia o sistema que nos someta a pseudoterapias de conversión, a la opresión, al cuestionamiento de nuestras realidades, a la patologización de la orientación afectivo-sexual, de la intersexualidad o de la identidad propia, es vital para una reparación.
Desde los activismos asexuales se nombra la alosexualidad, desuniversalizando las experiencias y atendiendo a las subjetividades en el ámbito de la sexualidad; poniendo de manifiesto que esa experiencia hegemónica es tan solo una de las tantas opciones posibles
Solo hablar de etiquetas cuando nos referimos a no ser hetero o cis universaliza experiencias en las que no todas las personas cabemos. Establece unas cajas rígidas en las que no entra la diversidad. Lo que conocemos como etiquetas no son otra cosa que palabras para nombrar aquello que vivimos, somos o sentimos. Por ello, desde los activismos asexuales se nombra la alosexualidad, desuniversalizando las experiencias y atendiendo a las subjetividades en el ámbito de la sexualidad; poniendo de manifiesto que esa experiencia hegemónica es tan solo una de las tantas opciones posibles. Como manifiesta la psicóloga y activista antiespecista Melanie Joy, el modo de garantizar que la norma siga bien afianzada es que sea invisible: “La manera principal en que se mantiene invisible la norma, es carecer de nombre. Si no tiene nombre, no podemos hablar de ello y, si no podemos hablar de ello, no podemos cuestionarlo” (PyV, 2013).
No fue hasta la veintena cuando validé mis experiencias y sentimientos, cuando pude ponerles palabras. En el sistema binarista y heteronormativo habitas tu infancia, adolescencia, parte de la juventud e incluso muchas personas de la vejez, con la heteronorma. Este eje normativo nos inhibe y constriñe en la medida en que no se concibe realidad fuera del mismo. Lorenza Machín, activista lesbiana, visibiliza a partir de su propio relato los estragos de la heteronorma y cuenta que no fue hasta los 60 años cuando comenzó a vivir su deseo de manera libre. Escribe Andrea Abreu en Panza de Burro (Barrett, 2020): “A mí los niños siempre me daban asco pero creía que tenía que enamorarme de ellos”. Entonces pienso que me gustaría volver atrás y decirle a esa niña que sí, que esa skater con el que se ponía tan nerviosa, le gustaba —ya lo siento por el cliché—, que era normal lo que estaba sintiendo y que no estaba sola en ello. Sin la presunción de la cisheterosexualidad podríamos vivir nuestros deseos e identidades más libres, que es lo que han pretendido siempre los activismos queer o transfeministas —sobre la conceptualización de estos movimientos sociales también Trujillo dedica unas páginas—. La autora manifiesta que la escuela es una de las instituciones en las que opera la presunción de heterosexualidad. Y esto me llevó a recordar aquella clase en la universidad cuando mi compañero Adrián J. sufrió un episodio de bifobia y monosexismo que, como él mismo me cuenta en una entrevista, le dejó muy impotente. Sucedió cuando estábamos realizando una encuesta para una asignatura de periodismo y en una de las preguntas se pedía que especificaran su orientación sexual: “Yo apunté que debíamos tener visión diversa y añadir la bisexualidad además de la homosexualidad y heterosexualidad. Así lo hicimos. Pero a la hora de corregir, el profesor dijo que no era necesario apuntar la bisexualidad porque ‘siempre se tira más para un lado para otro’. Intenté responder, pero al final dejé ir el tema porque me sentía violentado e iba a tener que visibilizarme sin sentirme cómodo. Fue un ejemplo muy claro de cómo la bisexualidad no se entiende como una opción real de orientación sexual, porque en ese caso yo no podría haber rellenado la encuesta porque no me considero heterosexual pero tampoco homosexual. A todas estas situaciones se unen las experiencias de homofobia porque, cuando estás con tu novio, las personas solo ven una pareja homosexual. También he tenido que escuchar comentarios discriminatorios en el entorno laboral, lo que ha afectado a mi salud mental y autoestima, porque no contaba con las herramientas para detenerlo”.
Experiencias como estas no son casos aislados. Gracia Trujillo comparte con mucha generosidad los sentires de su adolescencia en torno al no encajar en el sistema binario y se sitúa en el que denomina un ‘no lugar’ alejado de los moldes dicotómicos que denunció Itziar Ziga en la presentación de su libro en Mary Read (Madrid): azul-rosa, homo-hetero, emoción-razón, etc. Vivencia que compartimos muchas. Elisa Coll recupera las palabras de Sylvia Rivera, quien relata en una entrevista: “Tú eras o marica o bollera. No había término medio. Solo puedes viajar a través de la sociedad en la forma en que está estructurada”.
La psicóloga Isa Duque asegura que más allá del binarismo de género hay todo un mundo cargado de diversidad y subjetividades y que “hay tantas formas de vivir la sexualidad como personas”
La psicóloga Isa Duque en su obra Acercarse a la generación Z (Zenit, 2022), asegura que más allá del binarismo de género hay todo un mundo cargado de diversidad y subjetividades y que “hay tantas formas de vivir la sexualidad como personas”, aunque el imaginario colectivo, creado por los agentes socializadores como la familia, el sistema educativo o los medios, haya establecido unas categorizaciones rígidas de los que se espera de una persona en función de los roles de género. “Que ahora tengamos palabras para nombrar estas realidades no quiere decir que sean algo nuevo. Las identidades disidentes han existido siempre, solo que han estado silenciadas e invisibilizadas porque, entre otras cosas, podrían meterte en la cárcel por ello”, sostiene.
En esta línea, la psicóloga Itxaso Gardoki aborda los malestares psicosociales de género y acerca los contenidos en su canal, donde plantea la necesaria interseccionalidad en el análisis de los malestares emocionales y la relación del sufrimiento psíquico con las opresiones sistémicas, entre las que se encuentran la LGTBIfobia, el sexismo, la clase social, el cuerdismo o el racismo, entre otras. Cuando aún el acoso escolar LGTBIfobo sigue siendo común en los centros educativos y una de las principales causas del bullying; no podemos perder de vista las violencias estructurales que perjudican la salud mental y el bienestar emocional. Véase el informe de Injuve sobre suicidio en la adolescencia, en el que se recoge que el riesgo de tener un trastorno depresivo o un intento de suicidio es casi tres veces mayor por parte de las personas LGTBI+, en comparación con la población heterosexual, puesto que sufren mayor discriminación, estigma y victimización. A propósito de la serie Heartstopper, no dejo de escuchar a compañerxs decir que el no haber contado con esos referentes en su adolescencia ha hecho que se perdieran muchas vivencias y placeres. Me da una punzada en la boca del estómago porque es verdad. Y escribo esto desde la rabia por un sistema que trató de alejarte de tu yo salvaje de todas las maneras posibles. Recuerdo entonces las palabras de Jack Halberstam en Criaturas salvajes, el desorden del deseo (Egales, 2020): tu salvajismo pone en peligro la norma.
Es 17 de mayo de 2022. Se conmemora el Día Internacional Contra la LGTBIfobia. Han pasado diez meses del asesinato al grito de “maricón” de Samuel en A Coruña; hace unas semanas abrían un programa en el prime time televisivo con el cuestionamiento de las vidas trans; han agredido a una mujer trans en l'Hospitalet (Barcelona); se frivoliza con una serie de asesinatos a hombres del colectivo en Bilbao; tres hombres propinan una paliza a un joven homosexual en Vilafranca del Penedès (Barcelona) tras citarse con él haciéndose pasar por su cita de Grindr; el Observatorio Andaluz contra la LGTBfobia registra en su último informe 367 incidencias por homofobia, bifobia y transfobia y recoge que el 69% de las víctimas no denuncia por miedo a las represalias o la desconfianza en las instituciones, entre otros motivos. Además, destaca su preocupación por el aumento de los discursos de odio en contra de las personas trans.
Frente a sus violencias sistémicas, Trujillo rememora las palabras de Audre Lorde: “La supervivencia no es una asignatura académica”. Y por todo este dolor, que sigue calando en nuestra carne, como supervivencia, también hoy, activistas llenan las calles y plazas por el derecho al disfrute; cada 4 de noviembre se lleva a cabo una iniciativa estudiantil bajo el lema la ropa no tiene género en la que el alumnado asiste a los centros educativos con falda en protesta del castigo e invitación al psicólogo a un alumno de Bilbao por asistir con esa prenda a clase; Pitu Aparicio comparte contenido en redes abrazando la fluidez de las sexualidades y genera espacios seguros de pedagogía desde el humor y los cuidados; Tigrillo y Rociferb hacen de TikTok un espacio amable de prevención de las violencias LGTBfobas; Camila Sosa Villada aparece en prensa con un discurso iluminador: “Para mí, esos que tal vez llamas márgenes, son el centro”; se organizan jornadas de coeducación y resistencia para prevenir las violencias desde la temprana edad; Artemisa Semedo comparte su poesía en recitales; Sara Socas gana una batalla de freestyle rompiendo los moldes heteropatriarcales de la FMS; artivistas como Gad Yola organizan eventos en los que la alegría, el gozo y el baile son herramientas revolucionarias; las compañeras del proyecto Dis-like realizan teatros-foro para sensibilizar en torno a las violencias estéticas frente a la imposición de belleza que discrimina los cuerpos fuera del canon; se celebran asambleas feministas en centros sociales autogestionados; los barrios se organizan contra la marginación social y los desahucios, y un largo etcétera de alianzas con objetivos comunes que nos dan esperanza en un mundo que, a menudo, nos la quita a la fuerza.
Trujillo expresa que lo cuir y transfeminista no es una movilización aparte, centrada en unas pocas demandas, sino que lo atraviesa todo. Y es que sí, el feminismo queer es para todo el mundo. Esta “transversalización de luchas”, como lo denomina Gracia, es imprescindible en ese imaginar salidas que nombraba al comienzo del texto, y en esa necesaria reparación. La respuesta multitudinaria a las violencias está siendo grandiosa, escribe Itziar Ziga en La feliz y violenta vida de Maribel Ziga (Melusina, 2020). Recuerda, además, que contar con gente que te sostenga es sustancial en la salida y recuperación. Chenta Tsai expresa que “es importante que nuestros relatos vitales se narren con nuestras propias voces, con el fin de evitar que otres las manoseen” (Plan B, 2019). Y si tengo que recordar algún momento de disfrute y felicidad, fue en el concierto de Tremenda Jauría por el 1 de mayo interseccional, todas gritando “en un sistema contra la vida, nosotras defendemos la alegría”.