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Anarquismo
Incitación al socialismo autogestionario
Un gran clásico del anarquismo, Gustav Landauer, advertía de las dificultades con que se encontrarían los obreros revolucionarios para construir un régimen socialista tras derrocar a la clase dirigente y abolir el Estado. El problema no consistía en una supuesta falta de condiciones políticas y económicas objetivas para ello, puesto que el socialismo libertario era posible fuese cual fuese el estadio de desarrollo y compenetración en el que se encontrasen la economía y el Estado, sino a la falta de experiencias autogestionarias de magnitud apreciable, y, por lo tanto, a la carencia de ideas prácticas que mostraran los caminos de su realización. Las enormes trabas internas de funcionamiento coordinado que tuvieron las colectividades de la Revolución Española facilitaron el sabotaje que los partidos defensores del orden burgués, mientras el curso desfavorable de la guerra acababa precipitándolas en la cloaca estatal de la que nunca saldrían. La ocupación de la calle, la huelga y la toma de edificios públicos, armas tradicionales de la lucha de clases, son la negatividad en acción que por si sola no basta. En la actualidad, se hace cada vez más patente la necesidad de un anticapitalismo afirmativo: el frente de la guerra social exige una retaguardia logística hecha de proyectos autogestionarios ejemplares. El libro “Los papeles de Albert Mason. Volumen I. La Acción Económica”, anónimo, una selección de artículos de calidad desigual, aclara este último punto: “la revolución es menos un construir sobre la destrucción que un destruir construyendo”. Con esa rotunda aseveración se cambia radicalmente la estrategia de lucha tradicional contra el capital y el Estado basada únicamente en la resistencia organizada; la confrontación ideológica y política ha de combinarse con la forja de un entramado económico autogestionario, antipatriarcal, fuera del mercado e independiente del Estado. La finalidad no ha cambiado puesto que se persigue la revolución social total, no una reforma cualquiera.
Para un lector ajeno a los guiños de la moda, la lectura se complica por culpa del empleo del femenino como genérico -producto de la influencia del movimiento feminista, hoy en día más fuerte y pujante que el obrero e ideológicamente más creativo-, un mal hábito posmoderno que intenta justificarse con la peregrina idea de la repercusión durante milenios del patriarcado en la gramática. De acuerdo con esta manera de discurrir, un periodo machista prolongado en la historia sería el causante lógico y directo de que el género masculino en las lenguas indoeuropeas fuera no marcado. Creemos que el axioma es cuanto menos dudoso y que existen mejores modos de socavar el dominio social de los varones, visibilizar a las mujeres y deshacer los estereotipos sexuales que machacar infundadamente el lenguaje -al fin y al cabo obra del pueblo hablante-, con falaces especulaciones seudorradicales. Bueno, por más que se contorsione la forma, el contenido no se enriquece ni se hace más claro y más crítico. Habría que proceder al revés, creando conceptos nuevos que iluminen la cuestión como lo han sido los de “patriarcado”, “cuidados”, “sexismo” etc. A mi entender, la neolengua inclusiva es un reflejo identitario de gueto, como en otras partes lo son el nacionalismo, las arrobas o el pañuelo palestino. Y el gueto es un elemento de la zona gris que se acomoda con la novedad sin objeción alguna, sobre todo si se cocinó en la universidad, pues no pretende la nitidez de la verdad, sino el velo que más contribuya a su cercado, o sea, a su conservación.
Esta modesta objeción sin embargo no intenta quitar méritos a la materia del libro, que es original y provechosa, y que consiste en lo que el autor llama acción económica, definida como “la forma específica que adopta la lucha contra el capitalismo -en sus dos vertientes, estatal y empresarial- dentro del ámbito de la economía.” Es un modo de acción directa contra la empresa y el Estado cuyo objetivo consiste en perjudicar económicamente todo lo posible a ambos. Desobediencia civil en el plano económico y administrativo. Su forma orgánica es la Asociación Libre. No se trata de un tipo de organización nuevo, sino de lo que corrientemente se ha llamado sindicato, cooperativa, ateneo o comité, o de lo que hoy llamamos colectivo, proyecto o red. Todas se caracterizan por no ser jerárquicas, regirse por asambleas y “ensayar modelos económicos compatibles con la anarquía.” Las tácticas de la acción económica van del huerto comunitario, el consumo combativo, el intercambio en especie y la compra colectiva hasta el fraude administrativo, la insolvencia programada y la insumisión fiscal. No estamos ante una simple alternativa agroecológica a la alimentación industrial, pues suponemos que la susodicha acción económica abarca otras experiencias autogestionarias en el campo de la sanidad, la educación, la seguridad social, la vivienda, la energía y el derecho, por poner solo algunos ejemplos. Lo cierto es que sin esa especie de rearme de la sociedad civil, la lucha social urbana y la defensa del territorio no podrán evitar la integración.
Desde luego, a fin de no recurrir al dinero, la extensión de una economía paralela no capitalista requiere instrumentos como monedas sociales, equipamientos eficientes, asesorías jurídicas y ayudas financieras, cuyo empleo incurre forzosamente en contradicciones, pues no olvidemos que estamos dentro de un régimen tecnocapitalista, como quien dice, en el vientre de la ballena. Encuentro además discutible la busca de subvenciones o el recurso a las inversiones que defiende el libro, aunque trate de justificarlo con el argumento de usarlas contra el Estado, algo así como si se fuera tras una expropiación suave y ligera de fondos. Y también cosas que el libro no menciona como los socios benefactores, la autogestión a tiempo parcial o los liberados. Son prácticas que recuerdan algo el discurso en torno a Marinaleda, y, exagerando un poco, el irónico relato de Pessoa, “El Banquero Anarquista”. Y sobre todo nos trae a colación la autodenominada “Economía Social”, en otras palabras, la autogestión de la miseria, el modo menos violento de administrar la exclusión en beneficio del mercado que la produce. El autor se ve obligado a marcar la línea roja que separa la Acción Económica de aquella, “la rama del capitalismo cuya actividad lucrativa es la crítica al capitalismo y la mercantilización de supuestas alternativas”, y a denunciar como aberrante la terminología seudosolidaria de “precio justo”, “finanzas éticas” “desarrollo sostenible” o “responsabilidad social de las empresas.” Sin embargo, no logra sustraerse a un círculo vicioso: la “desmercantilización” de cualquier actividad sin abolir integralmente el mercado resulta imposible, así como la autogestión generalizada sin salirse de la economía o la autonomía plena sin suprimir el Estado. A mi modo de ver, y supongo que al modo de ver del autor, la única manera de romper el círculo es dejando claro dos cosas: primera, que la actividad autogestionaria y feminista es un medio y no un fin en sí misma. Segunda, que no es más que la vertiente positiva de la lucha social anti-industrial.
El libro, redactado con el espíritu mitad de un pionero de La Cecilia y mitad de un expropiador tipo Marius Jacob, no tiene final. La lista de ejemplos de sabotaje de la economía es larga y abierta. En lo relativo a los métodos ilegales -por ejemplo, la falsificación de documentos o la clonación de tarjetas- conviene más practicarlos silenciosamente en la clandestinidad que alardear de ellos en manuales. A buen entendedor... No busquemos tampoco una valoración suficientemente crítica de los experimentos autogestionarios reales, quizás porque no sea ese el objetivo del libro, que ante todo quería demostrar que, sin la experiencia previa de la autogestión “a fuego lento”, la subversión negadora rodará incesantemente en la oscuridad y se consumirá en su propio fuego. Hoy en día, plantar una tomatera, según cómo, puede ser un acto tan radical como el ir a la huelga o defenderse de la policía, y un humilde potaje de garbanzos, con los ingredientes sociales adecuados, puede convertirse “en un atentado cotidiano contra toda autoridad.”
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Que la mayor crítica al libro sea que se usa el femenino genérico indica lo finita que tiene la piel el señor que ha escrito el artículo
Muy acertado artículo. El lenguage, como el diccionario, no cambia la realidad física, la etiqueta. Aunque, como decía Austin, podemos "hacer cosas con palabras", cambiar la realidad tangible exige algo más que unas piruetas estilísticas y unas briznas de lenguaje inclusivo. La posmodernidad nos engatusa pensando que cambiando el envoltorio de la realidad (el lenguaje) cambiamos la realidad.
Me parece esencial la propuesta de Amorós de proponer nuevos referentes léxicos y terminológicos que designen realidades todavía no desveladas, o que apunten a realidades posibles y aún no creadas. De lo contrario, nuestras intervenciones en el ámbito meramente formal y, además, de manera incoherente, sin una conexión de nuestro lenguaje con actos y acciones creadoras (o transformadoras) de realidad, serán tan solo ejercicios de estilo, juegos de huera retórica, simple señas de identidad, de pertenencia o "de creencia", pero poco más.
"Para un lector ajeno a los guiños de la moda, la lectura se complica por culpa del empleo del femenino como genérico -producto de la influencia del movimiento feminista, hoy en día más fuerte y pujante que el obrero e ideológicamente más creativo-, un mal hábito posmoderno que intenta justificarse con la peregrina idea de la repercusión durante milenios del patriarcado en la gramática."
Como socio de El Salto debo reconocer que me sorprende, a la vez que me agrada, encontrarme esta reflexión. Esperemos que sea el inicio para poder encontrar algo mas de variedad de opiniones sobre las cuestiones posmo-identitarias.
Para un lector ajeno a los guiños de la moda, la lectura se complica por culpa del empleo del femenino como genérico -producto de la influencia del movimiento feminista, hoy en día más fuerte y pujante que el obrero e ideológicamente más creativo-, un mal hábito posmoderno que intenta justificarse con la peregrina idea de la repercusión durante milenios del patriarcado en la gramática. Por fin algo de autocrítica, aunque sea de refilon.