La utopía en actos
B. Traven: cómo la revolución bávara parió a un gran novelista

En una Alemania devastada por la gran guerra, el pueblo instauró consejos obreros para gobernarse.

Traducción: Gladys Martínez
28 oct 2018 06:00

En la historia de las revoluciones, lo que distingue la insurrección del golpe de Estado al estilo Trotski (tan imitado desde octubre de 1917, con un éxito desigual) es el impulso común y fraternal del levantamiento popular, su espontaneidad, que prevalece sobre su dimensión militar a la vez que constituye su principal ventaja estratégica. La insurrección se perfila en la mayoría de los casos en un momento en el que todo el mundo siente que las circunstancias convierten un cambio drástico en inevitable. Sobreviene cuando la multitud exaltada trasciende su heterogeneidad y se dota de un espíritu colectivo de resistencia, cuya potente y frágil dinámica es el deseo de liberación por fin compartido, por fin desinhibido. Entonces puede todo lo que cree poder y barre a su paso los obstáculos más inamovibles. Después, frente al vacío dejado por el derrumbamiento de un poder obsoleto, debe nacer imperiosamente una forma de organización de la producción, del abastecimiento, de los transportes, de los servicios públicos, etc. En la Alemania industrial de 1918-1919, completamente desangrada por la Primera Guerra Mundial y cuatro negros años de privaciones, los órganos de la voluntad popular se llamaron los consejos obreros, elegidos por asambleas en las empresas en huelga y los cuarteles amotinados. En un primer momento, todos los partidos obreros cohabitaron en ellos, dejando de lado, muy brevemente, sus diferencias.

En noviembre de 1918, Múnich fue una de las plazas fuertes de la Revolución alemana que puso fin a la gran matanza orquestada por las potencias imperialistas. Desde el 7 de noviembre tuvo lugar una concentración masiva en la mayor plaza de la ciudad, la Theresienwiese. Los oradores socialistas de todas las tendencias se sucedían en la tribuna. Cuando el periodista pacifista Kurt Eisner tomó la palabra, llamó a los soldados a tomar el control de los cuarteles y de los depósitos de armas, y se puso a la cabeza de una multitud que recorrió la ciudad en todas direcciones y ocupó, sin dar un tiro, los edificios públicos y otros lugares estratégicos.

La misma tarde del levantamiento, Eisner respaldó la instauración de los consejos de obreros y de soldados en la cervecería Mathäser. Y, en mitad de la noche, tuvo lugar la primera sesión de los consejos en la Dieta, que se convirtió en el “Parlamento de la revolución”. Empezó por abolir la monarquía bávara y proclamó la República. Se nombró naturalmente a Eisner presidente del Consejo. Sin que se derramara una sola gota de sangre, ese hombre íntegro y resuelto, todavía desconocido la víspera, se encontró alzado al poder en la capital bávara.

El rey de Baviera, Luis III, huyó el día 8. El 9 le tocó a su señor, el káiser Guillermo II, abdicar, cuando una huelga general paralizaba toda Alemania. El armisticio fue firmado el día 11, mientras por todas partes se creaban y armaban consejos obreros. Los socialdemócratas del SPD de Ebert y de Noske llegaron al poder en Berlín con el apoyo de la calle, los soldados y los marinos amotinados y de la clase obrera sublevada que salía en toda Alemania de su letargo tras cuatro años de carnicería en las trincheras.

Posponiendo a tiempos menos revueltos la convocatoria de una asamblea constituyente, Eisner invitó al pueblo a gobernarse a sí mismo apoyándose en las “fuerzas vivas elementales” de los consejos revolucionarios.

Pero si la clase dirigente, desacreditada por la guerra y la derrota, mantenía un perfil bajo, los jefes socialdemócratas, preocupados por restablecer el orden y preservar los intereses de los grandes grupos industriales, no habían renunciado a preservar una economía capitalista que se empeñaban en administrar con la oligarquía. En Berlín, después de una serie de enfrentamientos entre las tropas del Gobierno del SPD y los revolucionarios espartaquistas, estos últimos fueron vencidos militarmente en enero de 1919. Sus dos dirigentes más prestigiosos, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, fueron asesinados; sus militantes, masacrados y encarcelados, y la burguesía exhaló uno de esos suspiros de relajación con los que está acostumbrada a saludar el holocausto ritual de la plebe distribuidora. La contrarrevolución berlinesa había sido tan pronta como brutal, y fueron los líderes del principal partido obrero quienes la dirigieron.

Paralelamente, el SPD bávaro manipulaba los consejos para incitarlos a fijar para el 12 de enero las elecciones a la Dieta e instaurar una democracia representativa burguesa en vez de la democracia directa en marcha en los consejos, en cuyo seno los delegados eran revocables en cualquier momento y provenían en su mayoría de la base. El escrutinio lo ganaron los notables católicos del Partido Popular, sociológicamente predominantes en una Baviera ampliamente rural y conservadora. Pero la hostilidad de los bávaros hacia Prusia era tal que las tomas de posición independentistas de Eisner -que desde el 26 de noviembre había roto los lazos de subordinación con Berlín- le permitieron mantenerse en la presidencia a pesar de la severa derrota electoral de su partido, los socialistas independientes (tres escaños sobre 180).

Sin embargo, el fuego revolucionario seguía incubándose entre los obreros y los soldados muniqueses: exigían una “segunda revolución” para defender los consejos de Baviera, mientras que los del resto de Alemania eran disueltos uno a uno bajo la presión carnívora de las tropas congregadas por el ministro del Interior Noske. Políticamente debilitado, Eisner tuvo que decidirse a dimitir, pero cuando se dirigía el 21 de febrero a la Dieta, cayó bajo las balas del conde Arco-Valley, ligado a la sociedad de Thulé, una hermandad clandestina protonazi.

La noticia de su asesinato provocó inmediatamente una intensa impresión en Múnich: bajo el efecto del pánico, la Dieta se dispersó. Baviera se encontró sin gobierno. Una huelga general se desencadenó en Múnich. Ya no había autoridad constituida aparte de los consejos. Tras semanas de confusas negociaciones, un nuevo gobierno de coalición socialista dirigido por el socialdemócrata Johannes Hoffmann fue investido el 17 de marzo, pero sin obtener la confianza de los consejos.

El 7 de abril se proclamó la República de los Consejos de Baviera, y los consejos llevaron a su frente a un grupo de intelectuales radicales, de una gran integridad pero poco pragmáticos: poetas expresionistas como Erich Mühsam et Ernst Toller, teóricos como Gustav Landauer, así como un panfletario anticonformista que se hacía llamar Ret Maurt (y que debía adquirir, en otra vida y bajo otros cielos, un renombre literario mundial bajo el nombre de B. Traven). Los comunistas, más avezados en maniobras políticas, defendían la circunspección y permanecían en alerta. O más bien un comunista: Eugen Leviné, joven de una energía inquebrantable y poco escrupuloso con los medios de hacer la revolución: uno de esos estrategas improvisados como surgen a veces en las grandes perturbaciones y que pasan como meteoritos si no se convierten a su vez en implacables tiranos.

Leviné no llegó a Múnich hasta primeros de marzo para organizar allí el Partido Comunista naciente, que sólo tenía siete miembros. Comenzó por excluir a cinco, y se afanó sin demora en construir una organización de combate, reclutando entre los decepcionados de la izquierda tradicional.

Rápidamente conocido por sus intervenciones tajantes, se opuso en un primer momento a la proclamación de la República de los Consejos: a su entender, los consejos no estaban todavía lo suficientemente maduros para asumir la administración de toda la sociedad. Sin embargo, una semana más tarde, el 13 de abril, los acontecimientos se precipitaron y forzaron a los comunistas a tomar los mandos de esa misma república, que apoyaban de mala gana. Y Leviné se encontró en primera línea frente a las fuerzas reaccionarias…

Entre tanto, una verdadera guerra civil había estallado. El 13 de abril, un intento de golpe de Estado, fomentado por el ministro de la Guerra del Gobierno de Hoffmann, Schneppenhorst, fracasó después de una dura batalla en las calles que desembocó en la Marienplatz y se acabó cinco horas más tarde: las tropas de Schneppenhorst fueron vencidas por fuerzas obreras improvisadas, comandadas por el marinero Rudolf Eglhofer. Una segunda tentativa de retomar Múnich a los “rojos” se saldó, tres días más tarde, con una nueva derrota de los contrarrevolucionarios: el 16 de abril, el “Ejército rojo” comandado por el poeta Ernst Toller derrotó a sus adversarios “blancos” en Dachau, en las afueras de Múnich.

Mientras Leviné se apresuraba en organizar un Ejército proletario de unos 10.000 hombres, Hoffmann decidió llamar a Noske al rescate. Éste envió 20.000 hombres de los “cuerpos francos” prusianos y wurtembergueses, milicias de extrema derecha reclutadas entre los oficiales y suboficiales desmovilizados. Irrumpieron en Baviera por el oeste y el norte, donde se comportaron como tropas de ocupación en un país conquistado.

El territorio controlado por Múnich fue sometido a un bloqueo alimentario. Frente a la penuria, Leviné confiscó las cuentas bancarias y las reservas de alimentos, y empezó a adjudicar viviendas de lujo a personas sin techo. También proyectaba abolir el papel moneda. Fue asimismo el primer revolucionario alemán en hacer encarcelar a adversarios políticos. Y cuando el fin se acercaba, dos febriles semanas más tarde, y el cañón retumbaba ya en los suburbios, ocho de ellos —seis miembros de la sociedad de Thulé y dos oficiales— fueron ejecutados. Fue el único acto de terror que se le pueda imputar a la revolución alemana, y fue vengado atrozmente.

El 30 de abril, las tropas de Noske, más aguerridas y mejor armadas que las fuerzas revolucionarias, entraron en Múnich y toda resistencia cesó en la tarde del 2 de mayo. Lo que vino después fue un “terror blanco” como ninguna ciudad de Alemania había conocido hasta entonces. La caza a los espartaquistas se prolongó durante una semana entera. El conjunto de la clase obrera se encontró fuera de la ley. La ferocidad de las tropas se manifestó, entre otros, en el asesinato, en el patio de la prisión de Stadelheim, del ministro de Educación de la República de los Consejos, Gustav Landauer, así como en escenas atroces de las que fueron víctimas muchas mujeres, tratadas como “hembras espartaquistas”. Setecientos hombres y mujeres fueron ejecutados sin juicio. Los tribunales militares y especiales tomaron el relevo: Eglhofer y Leviné fueron fusilados, Mühsam condenado a 15 años de prisión, Toller a cinco. La revolución había sido aplastada, el triunfo sangriento de los cuerpos francos prefiguraba el de los matones nazis 14 años después.

En lo que respecta a Ret Marut, escapó por los pelos a la venganza de los bárbaros. Detenido, fue arrastrado ante un tribunal sumario pero aprovechó la confusión para desaparecer discretamente. Así comenzó la eterna huida de este personaje escurridizo. Pues desde entonces hasta su último suspiro se sintió perseguido y temió ser descubierto (y todavía hoy se desconoce su verdadera identidad). Después de haber publicado clandestinamente, como burlas a las autoridades, varios números de su revista, Der Ziegelbrenner [El ladrillero], abandonó Alemania, y después Europa, para siempre. Vagó por mar y tierra y aterrizó en México. Y se adentró largo tiempo en las selvas del sudeste mexicano. Pero no dejó de escribir y adoptó el nombre de pluma de B. Traven, bajo el cual publicó varias novelas de éxito, principalmente El barco de la muerte, La rebelión de los colgados, El tesoro de la Sierra Madre… Sobre todo, fue uno de los primeros escritores que tomaron partido por los “indígenas”, que se apasionaron por sus culturas y que exaltaron sus combates por la dignidad. Se apagó un día de marzo, en 1969, en México.

Algunos meses antes, en octubre de 1968, a pesar de su salud debilitada, se mezcló con los chilangos que desfilaban por el paseo de la Reforma para expresar su horror por la masacre de 300 estudiantes contestatarios en la plaza de las Tres Culturas, perpetrada por los esbirros del presidente Díaz Ordaz. Como en Múnich, medio siglo antes, esa masacre punitiva fue cometida en nombre del orden, esa divinidad sanguinaria del canguelo burgués.

¡aNIQUILAD A LA PRENSA!
Mientras ejercía las funciones de director del departamento de Prensa de la República de los Consejos, Marut-Traven aparcó su individualismo stirneriano para echar una mano al cambio del mundo en Baviera. Había comprendido qué poder tenía la prensa alienada en la sociedad industrial y estaba muy decidido a hacer todo lo necesario para acabar con él, soñando con verla reemplazada por una “prensa libre” -es decir, independiente de los poderes económicos o políticos- y afirmando que un “periódico o una revista que no puede subsistir sin ingresos publicitarios no merece existir”. He aquí lo que clamaba en enero de 1919, y que todavía hoy vale para los grandes medios capitalistas:

“¡Humanos! Solo tenéis un enemigo. Es el más depravado de todos. La tuberculosis y la sífilis son plagas terribles que hacen sufrir al hombre. Pero hay una plaga más devastadora que todas las pestilencias que infectan los cuerpos, pues ésta arrasa los espíritus -es una epidemia incomparablemente más terrible, más traicionera y más perniciosa: hablo de la prensa, esa ramera pública. Ninguna revolución, ninguna liberación del ser humano alcanza su objetivo si no se empieza por aniquilar sin piedad la prensa…

Aniquilad la prensa, expulsad a latigazos de la comunidad de los humanos a esos proxenetas y se os perdonarán vuestros pecados, los que cometéis y los que no habéis cometido todavía. Ninguna reunión, ninguna asamblea de seres humanos, debe desarrollarse sin que retumbe la deflagración de este grito: “¡Aniquilemos la prensa!”.

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