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La semana política
El lenguaje de la victoria
Uno de los aspectos que reveló el informe sobre el partygate que esta semana puso al borde del despido al primer ministro británico, Boris Johnson, es que, en el fragor de las fiestas que tuvieron lugar en Downing Street durante el confinamiento, los juerguistas faltaron al respeto “en múltiples ocasiones” al personal de limpieza. La noticia no es tanto que los 83 invitados a esos saraos maltrataran a quienes estaban limpiando su mierda, sino que el reporte de Sue Gray lo incluyera y que eso haya permitido medir las consecuencias del partygate, no solo como un insulto en diferido a los estratos sociales que se escandalizan por la conducta de Johnson y sus amigotes, sino como una humillación directa, un insulto en vivo, a las que limpian.
Ese punto de las conclusiones del informe sobre la desmesura de los tories recuerda una realidad que funciona en todo el globo, especialmente en occidente. El trabajo de limpieza está situado en la parte baja del escalafón sociolaboral. Lo está en el nivel de derechos y, como consecuencia, también en la consideración cultural y social. Esa realidad afecta especialmente a las trabajadoras de hogar, histórica y específicamente discriminadas por la legislación. En ningún otro sector se permite que, como en el trabajo doméstico, no haya derecho a vacaciones ni a paro, los empleadores puedan despedir sin previo aviso a las trabajadoras de la noche a la mañana, se impongan horas extra de manera abusiva y no haya inspecciones de trabajo.
Laboral
Trabajo indigno, trabajo decente
No se trata de invisibilización, no solo. Hay algo más corrosivo, que es la imposibilidad por parte de la opinión pública de comprender las razones de estas trabajadoras, migradas en su mayor parte. Una negativa radical a ponerse en la piel de las más explotados por el sistema, quienes hacen las jornadas más duras a cambio de menos salarios y con menos derechos, que también funciona en el caso de los manteros o las jornaleras. Es una posición que agrega racismo y clasismo a un instinto de preservación de estatus. En el mejor de los casos se aprecia una predisposición a integrarlos en los mecanismos de representación al uso, pero esto es conflictivo, en cuanto se produce una sustracción de la agencia de los movimientos por parte de aquellos que “solo querían ayudar”. Lo es, por supuesto, para el periodismo hegemónico, que prefiere mirar y aplaudir a los representantes políticos afines al movimiento que a las protagonistas del proceso. Es también problemático para los partidos de izquierda, que funcionan con estándares opuestos al lenguaje del hombro con hombro y el apoyo mutuo que emplean estas trabajadoras.
Las trabajadoras de hogar que esta semana han celebrado la ratificación por parte de España del convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo hablan un idioma rico, callejero, con una sintaxis que mezcla estructuras latinoamericanas y españolas. Hablan también el lenguaje de los afectos y las emociones, con unos acentos que no han sido tamizados por la comunicación política profesional ni por el derrotismo o el cinismo de organizaciones vapuleadas por mil y una derrotas y renuncias. El caso es que hablan todo eso y durante al menos la última década han conseguido una victoria mayor que la ratificación de esa normativa de carácter internacional: han conseguido ser oídas.
Alegría desbordada
Jueves 9 de junio. Un centenar de personas, en su mayoría mujeres, y un puñado de periodistas —también personas si no se demuestra lo contrario— esperan a que se confirme la ratificación del convenio 189. Un poco antes de las 18h de la tarde estalla el júbilo. Suenan las canciones, revientan los abrazos y los besos. No todos los días se celebra una victoria así.
Ese lenguaje mestizo y rico de las protagonistas de esta victoria se desata en los discursos: “Gracias a todas las mujeres conscientes y consecuentes con esta lucha”, dice una de las sindicalistas; “No solo sabemos pedir, sabemos proponer”, comenta aquella; “ni una se va a quedar atrás”, termina otra militante, en referencia a las trabajadoras internas; “es la figura sindical la que nos va a llevar a lograr la equiparación de los derechos laborales, hay que pelearlo, porque es así como se conquistan los derechos”, resume otra de las trabajadoras.
Algunos de los nombres de sus portavoces —Rafaela Pimentel, Donatilda Gamarra, Marina Díaz— ya son conocidos, pero son sus organizaciones las que forman el eje de este movimiento: Territorio Doméstico, el Sindicato de Trabajadoras del Hogar y los Cuidados, Grupo Turín, la Asociación Servicio Doméstico Activo (Sedoac), la Asociación Intercultural de Profesionales del Hogar y de los Cuidados, el Observatorio Jeanneth Beltrán, etcétera, etcétera.
En un tiempo en el que la reivindicación de la subjetividad, de aquellas características que nos hacen únicos, aparece como condición indispensable para reafirmarse en el activismo, la militancia de esas organizaciones, el hecho de que se agrupen bajo siglas que hablan del nosotras y reducen el egocentrismo a su mínima expresión, señala que el sindicalismo de las trabajadoras de hogar es hoy uno de los reductos más activos de la autonomía obrera, un escenario principal de la lucha de clases realmente existente. En el que se cruzan determinantes de clase, raza y género. Más que del movimiento obrero del pasado nos habla del futuro: transfronterizo y feminista. Y bailongo.
La escritora Brenda Navarro, autora de Ceniza en la Boca (Sexto Piso, 2022), explicaba en una entrevista en El Salto aún inédita, su convencimiento de que el conocimiento y entendimiento del mundo de las mujeres migrantes, aquellas que dejaron a los suyos para cuidar a los nuestros, no se está aprovechando culturalmente en los países de acogida. La celebración de la ratificación del convenio 189 es un momento simbólico. A estas trabajadoras les queda mucho camino por recorrer hasta que los compromisos adquiridos con la Organización Internacional del Trabajo se plasmen en leyes, reglamentos y en los presupuestos generales. Hasta que se termine la invisibilización y el abuso. Aprovechar políticamente la victoria que las trabajadoras de hogar han conseguido esta semana no significa apropiárselo sino comprender que definitivamente sin ellas no se mueve el mundo, que sin contar con ellas, su fuerza y su modo de organizarse, no va a haber forma de ganar un futuro.