Opinión
Derechos culturales en perspectiva afrocentrada: del reconocimiento a la disputa política

Incluso cuando se reconoce formalmente, la ciudadanía afro sigue siendo condicional, vigilada, incompleta. Por eso, pensar los derechos culturales exige revisar los cimientos, la raíz, el marco desde el que se enuncian.
Festival afroconciencia 2025
Festival afroconciencia 2025. Foto de ConcienciaAfro.

En los últimos años, los derechos culturales han ganado espacio en el debate público. Las instituciones culturales los han incorporado como parte de una nueva agenda que promete ampliar la participación, la diversidad y el acceso. Pero ¿qué significa hablar de derechos culturales en un contexto donde las desigualdades históricas siguen estructurando la vida social? ¿Desde qué lugares se formula ese discurso y quiénes son reconocidos como sujetos de esos derechos?

Cuando empezamos a reunirnos, hace más de un año y medio, no teníamos claro qué forma tomaría este proceso. Solo sabíamos que necesitábamos encontrarnos, escucharnos y pensar en común. De esas conversaciones nacieron dos preguntas: ¿cómo se construyen políticas públicas desde abajo? ¿Y cómo disputar los conceptos que hoy organizan la política cultural en este país? Para responderlas, hubo que volver a lo que siempre nos ha sostenido: el diálogo comunitario.

Cada vez que surge un nuevo marco para “ampliar derechos”, nuestras comunidades son nombradas, pero no incorporadas en los procesos reales de diseño, decisión o presupuestariamente

Ese impulso toma forma en el seminario “Trenzando saberes, prácticas e imaginación colectiva. ¿Qué entendemos por derechos culturales desde una perspectiva afrocentrada?”, que se celebrará los días 6 y 7 de noviembre de 2025 en el Auditorio del Ministerio de Cultura. El encuentro forma parte del proyecto Tejiendo Raíces, desarrollado en el marco de la tercera edición de la convocatoria “Alianzas para una Democracia Cultural” de la Fundación Daniel y Nina Carasso, impulsado por las asociaciones Conciencia Afro y Osikán Vivero de Creación y realizado en colaboración con la Subdirección General de Museos Estatales, la Subdirección General de los Archivos Estatales y el Museo de América. Tejiendo Raíces abre un proceso de trabajo colectivo y de imaginación política que se articula en dos movimientos: primero, se abre a la comunidad con este seminario; después, continuará con la creación de Archivo Itán, un archivo afro concebido desde la colaboración, el acceso abierto y la participación activa de quienes lo hacen posible.

Más que un depósito patrimonial, Itán será una herramienta para reimaginar la historia y afirmar la presencia de las comunidades africanas y afrodescendientes en el contexto español: comunidades históricamente borradas de la historia oficial, pero que seguimos produciendo memoria, cultura y pensamiento desde nuestros propios lugares de enunciación.

Hemos hecho cultura desde la necesidad, pero también desde la imaginación. Nuestros espacios, rituales, lenguajes y celebraciones son políticas culturales en sí mismas

 En 2024 se abrió un nuevo marco institucional. El ministro de Cultura, Ernest Urtasun Domènech, anunció que los derechos culturales serían uno de los ejes de la acción pública, y poco después ese enunciado se materializó en el cambio de nombre de la antigua Dirección General de Industrias Culturales a Dirección General de Derechos Culturales. Para nosotras, fue claro: si el Estado iba a ordenar parte de su política desde esa noción, teníamos que entrar a disputar qué significa y para quién. Esa decisión no nace de un escepticismo estéril, sino de la memoria política.

Cada vez que surge un nuevo marco para “ampliar derechos”, nuestras comunidades son nombradas, pero no incorporadas en los procesos reales de diseño, decisión o presupuestariamente. Se nos incluye simbólicamente, pero quedamos fuera de la redistribución del poder político y económico. Esta exclusión no puede explicarse como un fallo institucional o como responsabilidad individual de técnicas, técnicos o cargos públicos. Responde a algo más profundo: una lógica de poder racial que estructura el Estado y define quién participa, quién decide y quién queda al margen.Es el sistema funcionando. En lo cotidiano, esto se traduce en nuestra ausencia en los espacios donde se diseñan políticas culturales, en la falta de recursos para sostener procesos propios y en la precariedad de quienes, sin apoyo institucional, mantienen archivos, prácticas artísticas, espacios de creación o iniciativas de base. Paradójicamente, son estos procesos los que mantienen vivos los derechos que el Estado dice garantizar.

Desde abajo / desde fuera

Hablar de derechos culturales desde lo afro implica situar el debate en un terreno complejo. El concepto de derechos culturales se inscribe en el marco más amplio de los derechos humanos, un marco que en apariencia promete universalidad, pero que históricamente ha sido construido sobre un sujeto específico: el ciudadano blanco, europeo y propietario. Para nuestras comunidades, esa figura no es abstracta; es el límite que define quién puede ser sujeto de derechos y quién queda fuera de la noción misma de humanidad.

La ciudadanía, presentada como garantía de pertenencia, ha sido un dispositivo de exclusión. Incluso cuando se reconoce formalmente, nuestra ciudadanía sigue siendo condicional, vigilada, incompleta. Y muchas de las personas que forman parte de nuestras comunidades ni siquiera acceden a ella. Por eso, pensar los derechos culturales desde una perspectiva afrocentrada exige revisar los cimientos, la raíz, el marco desde el que se enuncian. No basta con incluir lo afro en la gramática de los derechos humanos; hay que interrogar esa gramática y sus silencios.

Los pactos internacionales reconocen que ningún derecho puede ejercerse sin condiciones materiales de existencia digna. Esa idea, tantas veces olvidada, es central para nosotras: no hay derecho cultural sin derecho a la vida. Las comunidades africanas y afrodescendientes hemos sostenido nuestras prácticas culturales desde la precariedad, creando mundos en condiciones donde apenas era posible sostener lo básico. Hemos hecho cultura desde la necesidad, pero también desde la imaginación. Nuestros espacios, rituales, lenguajes y celebraciones son políticas culturales en sí mismas.

Hacer política pública desde abajo significa hacerlo desde las comunidades, desde el tejido que sostiene la vida colectiva. No es un gesto simbólico ni una declaración de intenciones: es una práctica constante que viene construyendo cultura y pensamiento desde hace décadas, sin que el aparato cultural público la reconozca como tal. En los barrios, en los talleres autogestionados, en los proyectos educativos populares, en las librerías, en los encuentros artísticos y festivos, hay una política cultural viva que el Estado no ha sabido ni querido acompañar.

Pensar los derechos culturales desde una perspectiva afrocentrada implica reconocer este territorio y politizarlo. El problema no es la falta de participación, sino el lugar desde el que se piensa la participación. Mientras la estructura que define las políticas culturales continúe organizada por y desde la blanquitud, seguiremos hablando de acceso cuando en realidad deberíamos hablar de redistribución. Disputar el marco no significa abandonarlo, sino reescribir desde las herramientas culturales que ya existen en nuestras comunidades y que sostienen la vida cotidiana.

El desafío, entonces, es doble: transformar la noción institucional de cultura y, al mismo tiempo, fortalecer las formas autónomas de producción cultural que ya están en marcha. Entre ambas se abre un espacio de disputa, pero también de posibilidad.

El mal de la representación

El lenguaje de la diversidad ha sido adoptado por las administraciones culturales como signo de modernidad. Pero esa diversidad, cuando se convierte en discurso, corre el riesgo de vaciarse de contenido político. El multiculturalismo celebra la diferencia, pero lo hace bajo control. Se convoca a las comunidades Negras a ocupar el escenario, pero no a modificar su arquitectura. La inclusión se vuelve performativa: se nos muestra para probar la apertura del sistema, no para transformarlo.

Las comunidades no buscamos ser invitadas al sistema, sino cambiar las condiciones de posibilidad del sistema mismo

La visibilidad no equivale a justicia. Una política cultural que multiplica imágenes de inclusión pero no redistribuye recursos reproduce, con otra retórica, las mismas jerarquías. El reconocimiento simbólico no sustituye la reparación material. Las comunidades africanas y afrodescendientes no necesitamos más representaciones, sino poder real para sostener nuestros procesos.


Las prácticas afrocentradas desplazan esa lógica. No conciben la cultura como un producto que se exhibe, sino como una práctica que sostiene comunidad. En ellas, el archivo no es un depósito, sino una herramienta viva; la memoria no se conserva, se activa; la creación no responde a una industria, sino a una ética del cuidado. Esa forma de entender la cultura desborda el modelo moderno que separó arte y política, pensamiento y cuerpo, conocimiento y espiritualidad.

El museo, el archivo y la categoría de patrimonio nacieron en el corazón del colonialismo. Definieron qué podía ser visible, qué debía ser protegido y quién tenía autoridad para nombrar. Descolonizar la cultura no significa derribar esas instituciones, sino transformar los principios que las organizan; significa, siguiendo a Fanon, “un programa de desorden absoluto”. Implica reconocer que la cultura occidental fue, y sigue siendo, una tecnología de poder. Y que frente a esa tecnología, las comunidades africanas y afrodescendientes hemos inventado otras siguiendo el sueño y el trabajo de nuestras ancestras: más frágiles, sí, pero también más libres.

Hablar de derechos culturales afrocentrados es hablar de reparación histórica y redistribución. La reparación no es nostalgia ni culpa: es justicia. Y la redistribución no se limita al dinero, sino al tiempo, a la escucha, al acceso a la palabra y a la toma de decisiones. Las comunidades no buscamos ser invitadas al sistema, sino cambiar las condiciones de posibilidad del sistema mismo.

Hacer cultura de la vida

Las comunidades africanas y afrodescendientes no producimos cultura como un fin, sino como una forma de existencia. La cultura afrocentrada es una práctica política, espiritual y económica que articula memoria, afecto y autonomía. No hay separación entre arte y sobrevivencia, entre lenguaje y cuerpo, entre estética y justicia.

Hacer cultura de la vida significa reconocer que la política cultural no puede limitarse a gestionar recursos o programar actividades. Debe garantizar las condiciones materiales, simbólicas y espirituales para que las comunidades existan con dignidad. Significa también repensar el tiempo. El tiempo afro no es lineal ni acumulativo; es espiral, ritmo, retorno. Cada gesto del presente convoca el pasado y abre el futuro. Esa temporalidad enseña que la memoria no es un museo, sino una forma de imaginación.

La cultura afrocentrada nos recuerda que imaginar es resistir. Nombrarnos desde nuestras propias lenguas, ritmos y formas de sentir es una manera de hacer política. Aprender a hablarnos sin repetir los códigos que nos definieron desde fuera es un gesto mínimo, pero radical: un acto de reapropiación que convierte la vida cotidiana en territorio de soberanía.

Hacer cultura de la vida es afirmar esa desobediencia como creación compartida: cuidar las formas de estar juntas, de recordar, de imaginar, de gobernarnos. Sostener los espacios de creación, los archivos vivos, las redes de autoorganización que nuestras comunidades ya han levantado. Y reconocer que en ellas se está gestando otra política cultural: una que no depende del Estado, sino de la capacidad común para sostener la vida. En ese horizonte se inscribe también el Archivo Itán, que no se limita a conservar memoria, sino que la activa y la devuelve a la comunidad como herramienta de autonomía y de imaginación política.

El seminario Trenzando saberes, prácticas e imaginación colectiva no es un cierre, sino una apertura: un espacio para pensar juntas y actuar desde las herramientas que nuestras comunidades ya poseen. Para reconocer que los derechos culturales no se otorgan, se ejercen. Y para afirmar que el verdadero horizonte no es la representación, sino la soberanía.

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