Represión
Jake Conroy: de activista a “terrorista”. De liberación animal a liberación colectiva

Jake Conroy es un activista estadounidense que ha pasado su vida luchando por la liberación animal y ha vivido en primera persona los altibajos del activismo de base. A Conroy se le conoce hoy sobre todo por su participación en la campaña Stop Huntington Animal Cruelty (SHAC), que tuvo como objetivo cerrar Huntington Life Sciences, un laboratorio que experimentaba todo tipo de productos en animales y en el que mataban unos 500 animales al día, alrededor de 75.000 al año, incluyendo ratas, conejos, cerdos, perros, monos tití y macacos.
Conocí a Jake hace diez años, cuando visitó Madrid con su charla “De Activista a Terrorista”, en la que hablaba de cómo terminó en prisión por querer terminar con la experimentación animal. El pasado fin de semana volvimos a coincidir en la Conferencia de Liberación Animal de Copenhague, donde presentó una nueva ponencia titulada “Making Animal Rights Radical (Again)”.
La campaña SHAC, que comenzó en el Reino Unido en 1999 y se extendió rápidamente a nivel internacional, destacó por seguir una estrategia innovadora. En lugar de centrarse únicamente en el laboratorio, las y los activistas presionaban a todas las empresas que tuvieran algún tipo de relación con los experimentadores, como bancos, aseguradoras, farmacéuticas, clientes, proveedores, etc. convirtiendo “a cualquiera y a todos… en objetivo de nuestra campaña”, explica Conroy. Con estrategias que incluían protestas, desobediencia civil, vigilias, campañas de cartas, llamadas telefónicas, correos electrónicos y otras tácticas de acción directa no violenta, “en apenas un año, pusimos al laboratorio al borde de la quiebra, demostrando el poder del activismo de una campaña de presión coordinada desde las bases”.
La iniciativa se extendió a 18 países y se convirtió en un modelo de organización horizontal. “No decíamos a la gente lo que podía o no podía hacer. Incluso cuando no estábamos de acuerdo en cómo operaban, seguíamos ayudándoles. Eso empoderaba a las personas para que asumieran la responsabilidad de sus comunidades”, recuerda Conroy. En Estados Unidos, él y un pequeño grupo pusieron en marcha SHAC USA, viviendo y trabajando juntas en lo que era a la vez casa y oficina. “Militamos 24/7 durante cinco años y medio”.
Con el éxito de la campaña, llegaron también la atención del gobierno y la represión. Las corporaciones presentaron demandas civiles y órdenes de restricción, y pronto el FBI abrió lo que Conroy describe como su mayor investigación hasta la fecha. Los agentes pincharon teléfonos, revisaron basuras, controlaron el correo y se infiltraron en casas. “Fue un esfuerzo masivo por su parte para intentar detener a activistas no violentos que trataban de cerrar un laboratorio de experimentación animal”, cuenta.
Finalmente, Conroy y otros seis activistas fueron arrestados bajo la Animal Enterprise Protection Act —posteriormente rebautizada como Animal Enterprise Terrorism Act. El gobierno argumentó que al publicar información en Internet y cruzar fronteras estatales, los activistas habían causado daños económicos, por lo que podían ser juzgados como terroristas domésticos. Conroy fue condenado a cuatro años de prisión.

La cárcel dejó profundas cicatrices. Jake pasó tiempo en dos centros de California, uno de ellos “como lo que ves en las películas: bandas, disturbios, apuñalamientos, peleas”. La mera supervivencia se convirtió en su objetivo diario. “Después, tuve mucho estrés postraumático”, admite. Sin embargo, más allá del coste personal, Conroy cree que la represión buscaba debilitar el movimiento: “Los procesos políticos no solo buscan castigar a individuos, sino fracturar comunidades”.
Y así fue. Jake recuerda cómo la represión tras el éxito de SHAC golpeó al corazón del movimiento. “Como no podían encontrar a las personas que hacían acciones encubiertas, nos juzgaron a nosotros. El objetivo era asustar al movimiento para paralizarlo, y creo que lo lograron. En Estados Unidos, la campaña terminó. La gente dejó de hacer activismo radical”.
Para él, lo más difícil vino después de salir. “Me dije: si salgo y todavía hay un movimiento radical, entonces la cárcel habrá merecido la pena. Pero cuando salí, todo había desaparecido”. Recuerda hablar con la veterana activista Donna Jean Wilmot, que había pasado tiempo en prisión en los años 80. Cuando Conroy le preguntó cómo se sentía al volver a un movimiento que había cambiado o desaparecido, ella le contó la historia de un cosmonauta soviético. El hombre se encontraba en órbita cuando colapsó la URSS, sin país al que volver, flotando en el espacio hasta que otra nación lo rescató; a un mundo donde todo lo familiar había desaparecido. “Ella dijo que se sentía como ese astronauta. Y eso me impactó mucho. Porque yo me sentí un poco así también”.
Aun así, la represión no acabó con su activismo; este año se cumplen treinta años desde que comenzó. Conroy enfatiza la importancia de la participación sostenible y de transmitir conocimientos a la siguiente generación para evitar el desgaste. “Valoro mucho el hablar con comunidades sobre las campañas de presión: cómo funcionan, cómo organizarlas. Doy talleres y charlas para grupos de derechos animales, humanos o climáticos. Y es muy gratificante”. Conroy hoy se ve a sí mismo como alguien que ayuda a poner cimientos. “El movimiento moderno de derechos animales todavía es joven y pequeño. Todos queremos acabar con el uso de animales ayer, pero aún no estamos ahí. Lo que sí podemos hacer es construir algo sólido para que las próximas generaciones crezcan sobre ello. Estamos poniendo las bases para algo más grande y exitoso que vendrá”.
Cuando le pregunto cuál es su secreto para seguir activo después de tres décadas y a pesar de la represión, responde que hay que aprender a no agotarse. “El desgaste es real. Tienes que verlo venir y frenarlo antes de que eche raíces. Para mí, hay tres cosas que aprendí tras la cárcel. Primero, encontrar aficiones. Fue difícil: siempre sentí que debía ser activista las 24 horas. Pero eso no es sostenible. Tuve que permitirme disfrutar de la vida otra vez, retomar intereses fuera del activismo”, que en su caso incluyen actividades como escalada, deporte, fotografía y hacer vídeos.
La segunda clave fue involucrarse en movimientos más allá de los derechos animales. Tras la cárcel, participó en marchas de Black Lives Matter, protestas por la justicia climática y campañas de derechos humanos. “Esta vez no comoorganizador, sino como participante. Y eso fue liberador. Ganar también significa estar presente. Y al estar allí, aprendí mucho. Estos movimientos tenían estrategias y valores que nosotros no, y podía traer esas lecciones de vuelta”. Entre ellas, la más importante fue la idea de liberación colectiva. “Cada lucha está interconectada. Los derechos animales deben tener un enfoque claro, pero al mismo tiempo debemos también respetar y apoyar otros movimientos de liberación. No podemos ganar sin ellos, y ellos no pueden ganar sin nosotros”.
Ese sentido de interconexión lo vislumbró primero a través de la música. Yo ya sabía que el despertar político de Conroy comenzó con el hip hop, hardcore y punk, y al preguntarle por su iniciación musical sonríe. De niño en los suburbios de Connecticut, Jake devoraba libros sobre Martin Luther King Jr. y Rosa Parks. Luego llegó la primera ola de hip hop desde Nueva York a los suburbios blancos. “Yo fui esa segunda ola”, dice medio en broma. “En cierto modo, soy la razón por la que el hip hop fracasó”, se ríe. A los diez años, las letras sobre injusticia le impactaron profundamente. Public Enemy y su álbum Fear of a Black Planet fueron transformadores para él: “De repente estaba aprendiendo sobre Malcolm X, los Panteras, el Black Power. Fue como: wow, esto es lo mío”.

Con 15 o 16, descubrió el hardcore y el punk rock y algo hizo clic. “Era rabioso, político, crudo. Podía estar en una sala con otras 200 personas que sentían lo mismo y simplemente gritar sobre la liberación animal hasta quedarnos afónicos y, ya sabes, Street by street. Block by block. Taking it all back [de la canción Firestorm, del grupo Earth Crisis]. Y era como, joder, sí, lo estamos recuperando todo. Ser un chaval de 15 años. Algo con lo que expresar esa rabia. Y era una comunidad basada en el DIY [Do It Yourself o Hazlo Tú Misma]. Si quería ver un grupo, podía montar el concierto yo. Si quería un fanzine, podía escribirlo. Si quería una camiseta, podía imprimirla yo mismo. La moraleja era: si lo quieres, constrúyelo. Hazlo tú mismo. Y estas lecciones no vinieron solo con el hardcore y el punk, sino con el hip-hop de los 70”.
Las escenas locales lo marcaron: “Podía ver a bandas como Earth Crisis y a Snapcase cada finde, y es lo que hacíamos… hubo una temporada que Hatebreed vivían enfrente. Shelter también me encantaban, aunque su aspecto religioso no va conmigo...”. Más tarde, al mudarse a Seattle a los 18, descubrió una cultura hardcore diferente. “En la Costa Este, cada concierto acababa en pelea. En Seattle, en cambio, la gente simplemente estaba ahí de pie viendo a los grupos con las mochilas puestas”, se ríe. Girar con sus amigos de la banda Trial le abrió puertas a nuevas redes de activismo en todo el país, y hoy en día sigue escuchando hardcore. “Ya soy uno de esos viejos. Ya no podemos hacer ‘dive’ ni bailar como antes, pero es divertido estar allí con viejos amigos y sentir esa energía de nuevo”. Ese sentido de comunidad, explica Jake, nunca desaparece. “Esa comunidad siempre está ahí. Es algo especial”.
Ese aprendizaje lo traslada al activismo. En Copenhague, justo después de esta entrevista, Jake impartirá su charla que ha titulado “Hacer los derechos animales radicales (de nuevo)”. Con ese nombre, no puedo evitar preguntarle si piensa que algo está mal con el movimiento. No lo duda. “Siempre soy muy gruñón al respecto”, dice sonriendo. “Pero lo que algunos ven como peleas internas, yo lo veo como conversaciones duras que necesitamos tener. En la vida, si quieres generar cambios importantes y dar lo mejor de ti, ya sea en la comunidad o en una relación, tienes que tener conversaciones difíciles... Con tu pareja, tu comunidad, tu grupo. Si llevas diez años haciendo algo y no funciona, es duro admitirlo. La mayoría de personas que se hacen veganas abandonan al año. Es terrible. Pero precisamente por eso tenemos que preguntarnos: ¿nuestro activismo funciona? Si no, ¿por qué no?”
Para Jake, la división en el movimiento está clara. Por un lado: activismo de estilo de vida, centrado en convencer a individuos de cambiar hábitos de consumo. Por otro, su apuesta: campañas de presión dirigidas a objetivos concretos. “La mayoría del movimiento, en mi opinión, cree que debemos centrarnos en activismo de estilo de vida, que la gente cambie su estilo de consumo para afectar la demanda. Pero ese tipo de activismo nunca ha ganado un movimiento. Jamás. Dame un ejemplo. No puedes. Cada victoria ha sido mediante campañas de presión”.
Señala ejemplos recientes, como el de grupos locales en ciudades de Estados Unidos que han conseguido que restaurantes retiren directamente el foie gras de sus menús, evitando así costosas batallas legislativas. “En ocho meses, una ciudad quedó libre de foie gras. Es increíble. Comparado con campañas legislativas que tardan años”. Otro caso es el declive global de la industria peletera. En Europa, países como Bulgaria han prohibido la cría de pieles, a menudo gracias a organizaciones no jerárquicas. También en Estados Unidos, grupos como Coalition to Abolish the Fur Trade (CAFT) han llevado campañas implacables contra casas de moda, obligando a grandes marcas a abandonar la piel. “Eso es presión eficaz, y es realmente emocionante”, exclama Jake.
Los críticos argumentan que estas campañas de objetivo único distraen del problema de fondo. Él discrepa. “El objetivo de la liberación animal es acabar con el uso de animales. Y no puedes acabar con todo de golpe. Lo desmontas ladrillo a ladrillo: fuera foie gras, fuera pieles, fuera carruajes tirados por caballos, fuera delfines en tanques. Así desaparecen del vocabulario cultural; dentro de cinco años, esperamos que alguien diga: ¿Foie gras? ¿Vendíamos eso en nuestra ciudad? Qué locura. Menos mal que ya no”.

Se encoge de hombros cuando menciona enfoques más suaves. “Hablar con diez personas sobre veganismo y esperar que esas semillas crezcan en diez años… tal vez sí, tal vez no. Yo quiero éxitos tangibles. Quiero ver que estamos ganando. Las campañas de presión nos dan eso”.
Al preguntarle si la composición actual del gobierno de EE. UU. afecta las estrategias para la liberación colectiva, Jake responde directo: “Estamos en un momento revelador. El fascismo se siente más cerca que nunca, la oligarquía, la democracia en su fase final. Se avecinan grandes cambios, y se inclinan hacia la extrema derecha. Es aterrador. Más que nada, necesitamos poder comunitario. Vivir la vida, sobrevivir juntos, eso ya es una forma de rebelión”. Para Jake, la resistencia no surge de comunidades aisladas. “Los activistas por los derechos animales a menudo piensan: ‘Si todos fueran veganos, todo estaría resuelto’. Es ingenuo. Extrañamente, la única comunidad que parece segura de no necesitarconstruir comunidad son los activistas por los animales. Mientras tanto, ambientalistas se asocian con comunidades indígenas, con grupos de derechos humanos, y forman coaliciones enormes, movilizando a cientos de miles de personas. Tenemos que tender puentes, trabajar con otras comunidades y entender que la liberación es colectiva”.
Para cerrar la conversación, volvemos a lo básico. Ante la pregunta “¿por qué ser vegano, por qué hacerse activista hoy?” Jake no se anda con rodeos. “Vivimos en un mundo trágico. Cada año se matan más de un billón de animales. Los peces se cuentan por toneladas, no por número de individuos, pues es imposible contar a todos los que se matan. Eso es astronómico. No me malinterpretes, aunque cambiar tu estilo de vida no transforme directamente el sistema, vivir éticamente importa. Para mí eso significa ser vegano, comer una dieta basada en plantas, incluir a los animales en mi praxis y construir puentes con otras comunidades. La idea de sobrevivir cada uno en su burbuja… eso nunca va a funcionar”.
Enfatiza el activismo como vía para un compromiso más profundo. “No tienes que ser vegano necesariamente al principio. A veces, las personas se convierten en activistas y luego eligen el veganismo —y he visto que así se comprometen más. El objetivo es unir comunidades, romper el aislamiento y construir confianza entre movimientos. Es trabajo duro, pero la recompensa es increíble”.
Jake deja a las lectoras un reto: “Animaría a todos a hacer las tres cosas: comer plantas, ser vegano, ser activista —sea como sea tu activismo, haz algo. Encuentra aquello que te resulte cómodo, lo que te guste; haz eso, y luego da un paso más allá de tu zona de confort. Creo que es importante, porque estamos en un momento donde hay que asumir más riesgos para generar cambios importantes. Y hazlo construyendo comunidad, no solo con personas como tú, sino con gente que comparta una ideología de liberación. Así es como logramos un cambio real”. Y con una sonrisa añade: “y quizá con suerte también escuchen hardcore y punk rock”.
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