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Guerra en Ucrania
Un nuevo zar para Rusia
profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la UAM y especialista en la historia del comunismo español
profesor de historia en la UC3M, especialista en historia del anarquismo
En los últimos días, y al calor de la invasión que Rusia ha realizado sobre Ucrania, se han vertido en distintos medios de comunicación por parte de opinadores, contertulios, periodistas de distintas ideas y políticos, opiniones de lo más variopinto alrededor del conflicto desatado y de la figura de Vladimir Vladimirovich Putin.
Las opiniones han sido variopintas. Que si Putin es comunista, que si es un ultranacionalista, que si representa mejor que nadie el espíritu de la URSS, etcétera. Cuestiones muy típicas en un país donde todo el mundo quiere saber de todo y donde los que se sientan en mesas de debates u opinan en 140 caracteres lo mismo te dan una clase de geopolítica rusa como de volcanes o pandemias. Sin embargo, muy pocas veces buscamos la información en aquellos que sí pueden dar las claves para una lectura más acertada y cercana a lo que está sucediendo.
En primer lugar estamos en un país donde la investigación alrededor del tema ruso y su historia en su amplio espectro no ha contado nunca con muchos investigadores. A diferencia de Francia o Reino Unido, donde ha tenido grandes nombres, en España los conocedores del entorno más allá de los Urales los podemos contar con los dedos de las manos. Cabría destacar al profesor Carlos Taibo, que ha dedicado parte de su vida al estudio de la Unión Soviética y el espacio postsoviético. También al profesor de la Universidad Complutense de Madrid José María Faraldo, que ha trabajado cuestiones de la Revolución rusa, de la represión de la URSS y del nacionalismo ruso; el profesor de la Universidad de Zaragoza Julián Casanova, que también ha trabajado el periodo revolucionario ruso; el investigador Mariano de Miguel, especialista en cuestiones del espacio postsoviético en las zonas de conflicto como Chechenia o el Caúcaso; o uno de los autores de este artículo, Julián Vadillo, que he trabajado sobre la historia de Rusia en el siglo XIX y el proceso revolucionario hasta el establecimiento del estalinismo, aunque centrado en las tendencias revolucionarias.
Putin y su sistema defienden una sociedad de clases con cada vez más diferenciaciones sociales, lo que le pone en las antípodas de cualquier concepto de igualdad social y económica
Y poco más, porque lo que se puede atisbar es algún interés de nuevos investigadores sobre el espacio. Y, de hecho, casi todos los investigadores citados conocen y se manejan en la lengua rusa, lo que hace que hayan trabajado con documentos de primera mano.
Quizá estamos ante un panorama un tanto pobre entre tanto experto que ha surgido alrededor del tema. Por eso nos hemos decidido a escribir algunas líneas, para intentar aportar algo a un debate ya de por sí viciado y enmarañado por intereses poco nobles.
¿Putin comunista?
Ha sido uno de los argumentos más esgrimidos en los últimos días: presentar al jefe del Kremlin como un comunista que quiere recuperar el pasado de la URSS y que extiende sus tentáculos como cual pulpo por todo occidente, convenciendo y haciéndose valer de elementos de la izquierda. Una visión que ha salido desde los sectores conservadores y de la ultraderecha, que de esa manera han intento ubicar su propia posición. Sin embargo, es un argumento que tiene poco recorrido a poco que demos una vuelta al propio personaje. Porque ni siquiera el argumento de que Putin fue un antiguo agente del KGB se sostiene para esta premisa.
Putin siempre ha abominado de un modelo que le repugna. Él mismo ha dicho que Lenin es el responsable de la situación en Ucrania
En primer lugar, Putin pertenece a un partido ultranacionalista y conservador que se llama Rusia Unida, que tiene la mayoría de la Duma rusa. Su pensamiento es de un capitalismo estatalista, rusificador y religiosamente ortodoxo. Tres aspectos que casan muy mal con la ideología comunista de la que se supone hace gala. La llegada al poder de Putin se produjo tras un apuesta clara por parte de los sectores adinerados rusos, de una oligarquía que nació al calor de la desintegración de la URSS y que se enriqueció en medio de un sistema de corruptelas que ha generado la aparición de unos nuevos ricos. Putin y su sistema defienden una sociedad de clases con cada vez más diferenciaciones sociales, lo que le pone en las antípodas de cualquier concepto de igualdad social y económica.
Ya solo estas cuestiones echarían por tierra cualquier vinculación de Putin con el comunismo. Pero el esperpento es tal que son precisamente aquellos a los que Putin ha apoyado de forma más firme los que dicen tal cuestiones. La extrema derecha europea, la favorita de Putin, es de concepción antieuropeísta. Viktor Orban, Marie Le Pen o la ultraderecha española son las que han jaleado a Putin, y el presidente ruso les ha dado todo su apoyo por dos razones. Una está anclada en ese antieuropeísmo de Putin. Pero otra es porque ideológicamente son iguales en su concepto del ultranacionalismo excluyente.
La idea nacionalista de Putin no proviene de la URSS. Lo que a Putin le interesa de la URSS es tan solo la posición de lucha hegemónica que tuvo en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Por lo demás, Putin siempre ha abominado de un modelo que le repugna. Él mismo ha dicho que Lenin es el responsable de la situación en Ucrania.
A tenor de esto último vamos a establecer de forma histórica las némesis de Putin. El cree en el Gran Rus, esa idea de expansión de un territorio que abarcaría los actuales países de Bielorrusia, Rusia y Ucrania (o parte de ellos). Según este modelo, todo es Rusia, todos los habitantes de esos territorios son rusos y no se reconoce ningún otro principio de nacionalidad.
Con el triunfo de la Revolución de 1917, lo primero que hizo el gobierno revolucionario fue deshacer el Imperio Ruso, por lo que alcanzaban la independencia los distintos países, incluido Ucrania
Al mismo tiempo, a lo largo del siglo XIX, los zares, sobre todo Alejandro I, Nicolás I y Alejandro II, impulsaron una política de rusificación de los territorios que consideraban también parte del Imperio Ruso. Ahí estuvieron, por ejemplo, movimientos como el de los polacos en 1831, que fue brutalmente aplastado por Nicolás I, pasando a ser conocido como 'Nicolás garrote'.
Los zares asumieron, además, una misión histórica consistente en la defensa de las minorías cristianas (de obediencia bizantina) en las zonas de contacto con el Imperio Otomano, lo que les sirvió para justificar la rectificación de sus fronteras en el Cáucaso y fue respondido, de retorno, por el genocidio de los armenios por los otomanos en 1915. En los mapas propagandísticos del tránsito entre los siglos XIX y XX, donde los países aparecían zoomorfizados para reforzar estereotipos, Rusia aparecía frecuentemente representada como un pulpo: un animal viscoso, escurridizo, macrocéfalo y dotado de tentáculos que le permitían expandirse en todas direcciones con el añadido de que, amputado uno de ellos, podía sustituirlo por uno nuevo. Una imagen que perdurará, con éxito, en los mapas de la guerra fría.
Esta política provocó una reacción por parte de los revolucionarios decimonónicos que, como Alexander Herzen, Nikolai Ogarev o el propio Mijail Bakunin, se rebelaron contra el zarismo en esa política expansiva que cercenaba cualquier posibilidad de transformación revolucionaria para Rusia. De ese segmento revolucionario opositor a la política rusificadora nacieron los grupos políticos que protagonizaron la Revolución rusa de 1905 y 1917, incluyendo a Vladimir Ilich Ulianov 'Lenin'.
El concepto soviético de la revolución y de la estructura social partía de una visión federalizante de igualdad de condiciones y de respeto a todas las minorías. Con el triunfo de la Revolución de 1917, lo primero que hizo el gobierno revolucionario fue deshacer el Imperio Ruso, por lo que alcanzaban la independencia los distintos países, incluido Ucrania. Aunque es verdad que la idea de la revolución era la extensión de la misma, para Lenin era fundamental el apoyo a las distintas nacionalidades para desde ahí construir el modelo de comunidad política revolucionario. Una cuestión que le enfrentó a nivel internacional con Rosa Luxemburg, sobre si era necesario o no apoyar los movimiento de identidad nacional en el contexto de revolución. Aun así, el nacimiento de la URSS en 1922 respondía a ese criterio. Una federación de repúblicas independientes, que compartían un gobierno común junto a sus estructuras nacionales.
Para los más curiosos, ese modelo que partía de la Federación de Repúblicas Socialistas Soviéticas Rusas, se forjó a lo largo de la Guerra Civil, en un momento de fragmentación del territorio y de las fuerzas dado los enfrentamientos. En Ucrania el panorama fue muy diverso, pues hubo diferentes fuerzas enfrentadas. Por una parte las partidarias de un gobierno soviético. Por otra, la aparición de fuerzas proalemanas que invadieron el territorio. De un lado los nacionalistas ucranianos encabezados por Simon Petliura. De otro, fuerzas de atamanes que crearon sus propios micropoderes, muchos de ellos basados en concepciones segregadoras. Y, por último, las fuerzas majnovistas que se hicieron fuertes en las regiones orientales del país y que colaboraron con el Ejército Rojo para la derrota de las fuerzas contrarrevolucionarias.
En esa línea, el nacionalismo ucraniano fue fuertemente excluyente, siguiendo la línea polaca de Pidsulsky, pero con un menor control de la situación. Por su parte, Majnó estaba dispuesto a aceptar un gobierno soviético en Ucrania a cambio del reconocimiento las regiones libres de las majnovchina, algo que nunca le permitió el gobierno de Moscú, que aplastó todo modelo que no fuera el estatal soviético. Aquí hay que aclarar que la URSS no eliminaba el principio de las nacionalidades, pues uno de los ejes del gobierno fue el Comisariado de las Nacionalidades, sabedores de la necesidad de políticas de contrapesos.
Para Putin, en esa idea de que todo es Rusia, no hay principio de nacionalidad que valga. Lo demostró en Chechenia y ahora lo vuelve a hacer en Ucrania, donde ya se había anexionado la península de Crimea en 2014
Lo que si es cierto es que tras la muerte de Lenin en 1924, las disputas por el poder en el interior y la llegada de Stalin a la cabeza del Politburó cambió la dinámica de actuación del poder soviético, más preocupado en la uniformización interna (con toda la maquinaria represiva a su servicio) que de cuestiones estatales. Pero lo cierto es que el Gran Rus zarista había desaparecido frente a un “homo sovieticus” con características completamente distintas.
Todo esto está muy alejado de las posiciones de Putin y los suyos. Para Putin, en esa idea de que todo es Rusia, no hay principio de nacionalidad que valga. Lo demostró en Chechenia y ahora lo vuelve a hacer en Ucrania, donde ya se había anexionado la península de Crimea en 2014. Además, ese sentimiento de rusificación excluyente y antisemita no se rastrea solo en el siglo XIX narrado. Putin bebe directamente de la herencia de Pamyat (Память, traducido sería 'Memoria') de Dimitri Vasiliev, que expandió el ultranacionalismo ruso al calor de la crisis de la URSS, o de las ideas de Alexander Duguin y su teoría de la creación de un bloque asiático expansivo en concordancia con sus ideas expansionistas.
¿Putin antifascista?
Una de las razones argumentadas por el presidente ruso para justificar la invasión es una “desnazificación” del territorio ucraniano. Argumenta que el gobierno ucraniano da cobertura a grupos nazis y que existe una política de limpieza étnica contra rusos en la zona del Donbás desde que se inició los enfrentamiento en la zona en 2014.
Sin embargo, en esta visión hay cuestiones que no casan bien. En primer lugar la verdadera fuerza de esos grupos nazis, que ciertamente existen en el territorio. El punto álgido de estos se sitúa tras el llamado Euromaidán en 2014, que expulsó del gobierno al presidente ucraniano prorruso Victor Yanukovich. En aquel movimiento, donde participaron diversas tendencias, hubo presencia de grupos neofascistas y neonazis representado por partidos como Praviy Séktor (Пра́вий се́ктор) o Svoboda (Свобода). Actualmente ninguno de los dos partidos tiene representación en el parlamento ucraniano.
La fuerza de los grupos neofascistas y ultraderechistas son infinitamente mayores en países occidentales que en Ucrania. En España se contabilizan hasta 54 diputados de extrema derecha
Por otra parte, si habla de la intervención de batallones neonazis en la guerra del Donbás, como el Batallón Azov de clara tendencia nazi. La brutalidad empleada por estos grupos en la guerra hay que tenerla en cuenta y, ciertamente, los gobiernos ucranianos han permitido sus actuaciones.
Sin embargo, ninguna de estas dos cuestiones justifican una invasión. En primer lugar porque la fuerza de los grupos neofascistas y ultraderechistas son infinitamente mayores en países occidentales que en Ucrania. En España se contabilizan hasta 54 diputados de extrema-derecha, en Francia Le Pen lleva años optando a la presidencia de la República y su partido controla alcaldías importantes del país o en Hungría o Polonia forman parte del gobierno. A nadie se le pasa por la cabeza decir que estos países necesitan una “desnazificación” o “desfascistización” que pase por la invasión militar de un país. Además, todos estos grupos han sido públicamente apoyados por Putin y subvencionados, por lo que el inquilino del Kremlin tiene mucho que ver en su visión y principios políticos.
En segundo lugar, el gobierno ucraniano encabezado por Zelensky se le puede acusar de muchas cosas. Corrupción, políticas neoliberales, etcétera, pero no de nazismo. Zelensky es judío y, de hecho, en los últimos tiempos está haciendo permanentes peticiones de ayuda a Israel. Quizá lo que debería de ser hasta posición de mofa es que esta guerra vaya a significar que un personaje histriónico como Zelensky va a pasar a la historia como un héroe nacional.
Criticar a Putin te puede costar caro. No solo por los periodistas y críticos que han muerto en extrañas circunstancias, sino porque la persecución contra los antifascistas rusos ha sido denunciada por sus organizaciones
Por otra parte, un antifascista o un antinazi no mantendría una política interior en su país que reprime de forma abusiva y virulenta la protesta contra su gobierno. Criticar a Putin te puede costar caro. No solo por los periodistas y críticos que han muerto en extrañas circunstancias, sino porque la persecución contra los antifascistas rusos ha sido denunciada por sus organizaciones. Hay numerosos denuncias de los grupos anarquistas rusos que están siendo extorsionados por los agentes del FSB (sucesor del anterior KGB). No hay que olvidar tampoco la política de exclusión homófoba que el régimen de Putin ha impuesto.
Además, en los objetivos marcados en la guerra, el ejército de Putin ha bombardeado el monumento de Babi Yar, donde 30.000 judíos fueron exterminados por los nazis y otros tantos combatientes antifascistas también. Destruir ese monumento nunca lo haría un antifascista y sí un miserable.
Putin no es un antifascista ni un antinazi. Esa excusa suena tan convincente como la que Bush y el trío de las Azores se inventaron para invadir Irak en 2003 con esas inexistentes armas de destrucción masiva.
¿Y el papel de la OTAN?
Que duda cabe que la OTAN también tiene una responsabilidad en esta situación. No tanto por lo que Putin indica en sus denuncias sino por las propias omisiones de la organización militar.
Cuando entre 1989 y 1991 la URSS se desplomó y desapareció el Pacto de Varsovia, la existencia de la OTAN fue puesta en duda. En realidad, lo lógico habría sido su desaparición, dado que ese organismo militar surgió en las política de bloques y contrapesos que dio en el mundo entre 1948 y 1989. Por cierto, unos bloques que siempre se han querido mostrar como monolíticos y que están muy lejos de serlo. Tanto en los países del socialismo real como en los del entorno del capitalismo, sus posiciones ante cuestiones clave han sido muy diferentes (véase los debates de titistas, maoístas, estalinistas, etc., o en occidente la posición de Francia frente a Inglaterra o EE UU).
Rusia acusa a la OTAN de cercarla y que la invasión de Ucrania es solo una política defensiva frente a su avance. Como si la invocación del cerco territorial, antaño argumentado por la propaganda nazi en su línea revisionista del Tratado de Versalles, tuviera el mismo valor en la era de los misiles balísticos
Sin embargo, la OTAN se mantuvo y se convirtió en el instrumento predilecto de EE UU para seguir manteniendo una posición hegemónica militar en muchos lugares. Posición que con el paso del tiempo fue perdiendo.
Ciertamente, la OTAN lleva desde la desaparición de la URSS extendiendo su influencia por países del este europeo, en aquellos lugares donde otrora era el Pacto de Varsovia quien dominaba. Aunque se argumente que cada país es libre de elegir donde y con quien se asocia (cosa que teóricamente es cierta) la realidad es que esa toma de posiciones está determinada por una geopolítica clara de impedimento de una nueva hegemonía rusa como también se hace alrededor de China. A la OTAN no le importa nada que esos países defiendan o no los derechos humanos y la democracia.
Sin embargo, aquí es donde podemos jugar al gato y al ratón, cuando en realidad es una posición de fuerza de imperialismos. Rusia acusa a la OTAN de cercarla y que la invasión de Ucrania es solo una política defensiva frente a su avance. Como si la invocación del cerco territorial, antaño argumentado por la propaganda nazi en su línea revisionista del Tratado de Versalles, tuviera el mismo valor en la era de los misiles balísticos intercontinentales y circumpolares.
Por su parte, la OTAN lleva años prometiendo a Georgia y Ucrania su inclusión en la OTAN y nunca lo ha hecho. Y no lo ha hecho porque no ha querido y no le ha interesado aun a expensas de generar una escalada de tensión en la zona. Y aquí quien sale perdiendo, una vez más, es Ucrania, que se ve entre dos fuegos. Aquellos que consideran que es la “pequeña Rusia” y que no tiene derecho a hacer nada que su hermano mayor diga y los que le hacen guiños pero en realidad pasan de ella. Rusia no se defiende de nada frente a Ucrania, porque militarmente es superior. Y además, cuando se esgrimen esos argumentos recuerdo a aquellos que dicen que Israel se defiende de los palestinos y que tiene todo el derecho a ello.
Aquí, tanto los defensores de la OTAN como los pro Putin pecan de lo mismo. Su visión excluyente y adanista de que están por encima de todas las cosas. Sin embargo, la historia muestra sus precedentes teóricos. En la primera mitad del siglo XX, el británico Mackinder (1861-1947) aportó un modelo de interpretación geopolítica para explicar el teatro de operaciones de los conflictos en el corazón del Viejo Continente. Mackinder consideraba que sobre el globo existía una sola masa terrestre de entidad, el conjunto Europa-Asia-África, al que denominaba isla mundial (World Island), cuyo centro o región clave era el Heartland, o área-pivote, coincidente en gran parte con la extensión de Rusia. Enunció así una fórmula según la cual quién poseyese Europa Oriental poseería el Heartland; quien poseyese el Heartland dominaría la isla mundial; y quien dominara la isla mundial, dominaría el mundo.
Para Mackinder, no bastaba con poseer la hegemonía solo en el mar o solo en tierra. La potencia que quisiese dominar el mundo debería contar con una masa continental suficiente y con un acceso franco a los océanos y mares libres. Este supuesto solo podía cumplirlo Rusia, y de ahí la necesidad de llevar a cabo su contención para impedirle la segunda de estas posibilidades. Toda una línea estratégica para la contención de Rusia en los estrechos del Mar Negro y en el Golfo Pérsico se desplegará desde entonces y hasta los estertores de la Guerra Fría. Y la del control del área-pivote será la directriz maestra de la diplomacia y la guerra rusas (a veces, indistinguibles), desde Pedro el Grande a Putin, pasando por Stalin.
No nos llevemos a engaño. Lo que ahora mismo pasa en Ucrania es una invasión por parte de Rusia, una intromisión sobre un país soberano y un modelo de imperialismo rusificador que el nuevo zar del Kremlin quiere imponer a la fuerza. Hay más similitudes con la búsqueda de un lebensraum (espacio vital) que con el rodillo antinazi de 1945. Y lo que también queda claro es que hay mucha gente que echa de menos la guerra fría.
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