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Guerra en Ucrania
Lviv, estación retaguardia
La ciudad de Lviv, en el oeste de Ucrania, está a unos 70 kilómetros de Polonia. Esa distancia es importante: Lviv —llamada Leópolis en español— es hoy el núcleo de transporte más importante de la guerra. Miles de personas se dirigen hacia la ciudad cada día, especialmente desde las ciudades asediadas de Járkiv y Kyiv y las del centro del país. Según ACNUR, hasta el 3 de marzo, un millón de personas han huido de Ucrania. Desde Lviv parten los trenes, que tienen que multiplicar su capacidad para llegar hasta Polonia. En los compartimentos, diseñados para cuatro personas, hoy viajan ocho. Desde el martes, los trenes viajan sin luces y los viajeros tienen que llevar los móviles y dispositivos apagados.
Pero la de transportar a los desplazados hacia Polonia no es la única función de los ferrocarriles. A través de la estación de trenes de Lviv, que por momentos se convierte en un hervidero de gente, también llegan los primeros paquetes de ayuda humanitaria desde el este polaco. Miles de personas llegan a la ciudad desde el este, donde se encuentra el frente, y otras tantos parten como voluntarios hacia la guerra. A unas cuantas horas de allí se encuentra una base militar desde la que parten las tropas regulares, en el tiempo en el que estuvimos allí partieron dos contingentes hacia el frente. Los soldados nos recibieron nerviosos, les tensaron nuestros equipos y cámaras, pero pudimos hacer nuestro trabajo bajo la promesa de no revelar el emplazamiento de la base.
La presencia del ejército en los puntos emblemáticos de la ciudad es constante. Las alarmas suenan varias veces a lo largo del día, aunque de momento el bombardeo más cercano ha tenido lugar a 140 kilómetros de Lviv. En la noche del 2 al 3 de marzo las alarmas sonaron en las ciudades más importantes del país. A las 2:30h de la pasada madrugada todo el país estaba en alerta. A Lviv llegaron las noticias del bombardeo que, cumplido el toque de queda, apuntó a la estación central de tren de Kiev e impactó en el hotel Ibis.
Muchas personas se han trasladado temporalmente a Lviv pero, especialmente las de clases más elevadas, aún no tienen intención de salir del país, esperan los acontecimientos en los hoteles y apartamentos del centro de la ciudad. Cuando suenan las alarmas antiaéreas, es habitual ver a esas familias, con sus mascotas, junto a las periodistas desplazadas a Lviv esperando a que pase el peligro en los vestíbulos del hotel. La clase también se plasma en la situación de cada cual en la guerra. Nadie duerme en la calle, pero muchos de los que llegan a la ciudad tiene que pasar la espera en tiendas de campaña, fábricas abandonadas o albergues.
Aunque la ciudad está virtualmente parada, siguen funcionando los servicios y la hostelería, de vez en cuando se ve recorrer la ciudad a trabajadores con las mochilas de servicio a domicilio. Como algunas fábricas, las escuelas y las bibliotecas se han puesto al servicio de las necesidades de la guerra. Una de esas escuelas sirve como residencia para huérfanos de la guerra del este. En la biblioteca municipal se tejen redes de camuflaje, según la responsable del centro, más de 3.000 personas —la mayoría mujeres jóvenes— han pasado por allí para coser. En varias fábricas se están produciendo cócteles molotov en cadena. Cada día salen decenas de cajas de este explosivo, de escasa efectividad, al frente. Forma parte de una estrategia comunicativa con la que el Gobierno de Volodímir Zelenski está pasando con éxito la primera curva de la guerra: la actividad permite que no cunda la desesperación entre los civiles que han visto cómo sus padres, hijos o hermanos han marchado hacia la guerra.
El día a día
Zelenski ha conseguido remontar su carisma, casi inexistente desde su elección y hasta el comienzo de la guerra. En mayo de 2019, el polifacético sexto presidente del país, llegó al Gobierno de Kyiv con tres promesas: poner fin a la guerra del Donbás, atajar la corrupción endémica del país y arreglar la situación económica. Antes de la invasión, no había conseguido ninguno de esos objetivos. Las rupturas del alto el fuego en el Donbás habían aumentado a entre cien y 500 según los verificadores internacionales, la regeneración democráticas estaba empantanada y su Gobierno era el pasto de las protestas de pequeños empresarios y autónomos, que sostenían una acampada en Maidán desde hace más de dos años en contra de una reforma fiscal que les castiga.
Sin embargo, la opinión pública se ha volcado en los últimos días con Zelenski, que ha sabido adaptar su capacidad para la comunicación al deseo de la mayoría de los ucranianos de reafirmación frente a la invasión rusa. En ese sentido, no hay muchas expectativas puestas en las conversaciones para un alto el fuego que han tenido lugar en Bielorrusia. Hay un impás. El hecho de que la población haya absorbido el primer impacto de la campaña rusa ha alejado el fantasma de la capitulación, pero no hay una mirada estratégica compartida, solo el empeño por sacar adelante el día a día en una situación excepcional.
Aunque resulta difícil de creer el ambiente en las ciudades roza, en ese sentido, la euforia. Los informes que habían trascendido antes de la guerra indicaban que la capitulación iba a ser cuestión de horas. Es difícil saber hasta qué punto la resistencia actual se debe al ardor patriótico de los ucranianos o a una decisión táctica del Ejército ruso, que puede ser reacio a llevar la guerra a un escenario urbano, hacerla más cruenta y transformar la situación en irreversible de cara a la comunidad internacional. Pero lo cierto es que el nacionalismo ucraniano ha salido reforzado y hoy es omnipresente. En las radios suenan todo tipo de canciones, en todo tipo de estilos, con Ucrania como protagonista absoluta de las letras. La gente usa el saludo “honor a Ucrania” con total soltura y el uso del ucraniano se ha extendido incluso entre población que hasta ahora era rusófona.
Distintivo amarillo
La llegada hasta Lviv muestra hasta qué punto la guerra ha comenzado a ser asimilada por el conjunto de la población. Las milicias, constituidas como Núcleos de Defensa Territorial, se encargan de controlar las carreteras y han establecido check points protegidos por barricadas construidas con maderas y sacos de arena. Las milicias son especialmente visibles en los pueblos y ciudades pequeñas, aunque también se hacen notar en las ciudades. El distintivo amarillo en el brazo, a la altura del bíceps, distingue a los miembros de la milicia. La mayoría visten de paisano, aunque también es frecuente ver a ciudadanos vestidos de cazadores.
Muchos de ellos llevan fusiles de asalto Kaláshnikov. El Gobierno de Volodímir Zelenski repartió 20.000 fusiles AK47, pero algunos de esos ya están siendo vendidos en las páginas de segunda mano y se sospecha que se están usando también en atracos. La frecuencia de este tipo de asaltos se ha incrementado a medida que la guerra se ha desarrollado. Las dos noticias, sobre la venta de Kaláshnikov y el aumento de los atracos, fueron exclusivas del periodista vasco Pablo González, que hoy permanece detenido de manera ilegal por parte del Gobierno polaco.
Los 70 kilómetros que separan Lviv de Polonia hoy forman un recorrido de coches y gente a pie. Esperar largas colas se ha convertido en la tónica para miles de ciudades ucranianos. Entre esas esperas se vislumbra cierta esperanza de que este episodio termine. Entre muchos de los refugiados que ya han cruzado a Polonia se extiende ese mismo deseo. La guerra acaba de comenzar y el tiempo aun no ha hecho mella. Quien sabe si con suerte, la insólita situación que hoy viven decenas de miles de ucranianos, termina antes de que el tiempo comience a alejarles de lo que un día, hace solo una semana, fueron sus vidas.