Opinión
De quién me deseó la muerte a la muerte de mi tía

A principios de junio se celebraron en Barcelona unas jornadas contra la gordofobia y la violencia estética. Tuve el placer de asistir gracias a Trama Cultural y, especialmente, a Sandra Gonfaus, activista catalana contra la gordofobia. Fue un honor para mí participar en dos de las mesas redondas, una sobre sexualidad y otra sobre salud mental. Muchas gracias a todas las personas que hicieron posible este evento de dos días, donde pude encontrarme con gente que admiro y desvirtualizar a mucha otra.
Tras las jornadas, varios medios catalanes se hicieron eco de las mismas, uno de ellos betevé. Como era de esperar, rápidamente las redes sociales se llenaron de comentarios despreciando a las personas gordas, especialmente a las mujeres. Casi todos los comentarios estaban escritos por hombres. Muchos de ellos nos deseaban la muerte, usando el arma arrojadiza del ataque al corazón. Los mensajes llegaron a tal punto de violencia, que activistas y colectivos contra la gordofobia nos movilizamos para pedir a betevé una moderación de los mensajes cargados de odio que estaban recibiendo las compañeras del colectivo Som La Gorda. Con los días, betevé envió un email de disculpas y eliminó los comentarios de la publicación en Instagram y la posibilidad de dejar otros nuevos.

En esta ocasión no respondí a los comentarios de estos hombres haciendo pedagogía: lo hice desde la rabia, la burla y el malestar. Uno de ellos, muy dispuesto a aleccionarme sobre salud, repitió constantemente en sus comentarios que me quedaba un mes de vida, que estaba a punto de sufrir un infarto, que mi vida no tenía valor y que mi muerte tampoco la tendría.
Es curioso cómo la mayoría de estas personas hablan de salud mientras nos violentan verbalmente y, a veces, incluso físicamente, cuando tienen la osadía de hacerlo en espacios públicos, transporte, discotecas, etc. Para quiénes creen que esto no ocurre: os podría contar al menos tres anécdotas de este tipo. Estas personas, es decir, estos hombres, no están preocupados por nuestra salud, lo que les molesta es nuestra presencia, nuestra forma corporal, nuestro físico y nuestra apariencia.
La violencia de la que hablo, no solo la he compartido con otras personas gordas y la he vivido en primera persona, sino que hay numerosos estudios que la confirman. En el artículo ‘Consecuencias de la humillación por sobrepeso, una práctica aún demasiado frecuente’, escrito por Meryl Davids Landau y publicado el 23 de marzo de 2023 en National Geographic, se puede leer: “Estigmatizar a las personas por su peso es ‘la última forma aceptable de prejuicio’, afirma A. Janet Tomiyama, profesora de psicología de la Universidad de California en Los Ángeles y una de las principales investigadoras en este campo. En los últimos años, los científicos han documentado algo que las personas con sobrepeso saben desde hace tiempo: el estigma del peso está muy extendido y tiene graves consecuencias para sus víctimas”. Dicha publicación, señala que esta violencia “puede provocar desde depresión, ansiedad, trastornos alimentarios y otros efectos sobre la salud mental hasta problemas de salud cardiaca e incluso la muerte”.
Pasados unos quince días del encuentro en Barcelona, en concreto el sábado 21 de junio, mi tía murió a los 57 años en Ibiza. A las puertas de un supermercado, se desplomó y no pudo ser reanimada. Su muerte nos ha dejado un gran vacío, mucho dolor y un duelo por el que amistades, familiares y personas que la querían y la respetaban, estamos transitando. Un camino que no es fácil y que cada persona lleva lo mejor que puede. En mi caso, la ansiedad parece haberse mudado a mi cuerpo. Las pesadillas y el llanto aparecen con frecuencia.
En el año 2021 le detectaron un problema cardíaco, después de ir varias veces a urgencias y de ser diagnosticada con ansiedad. Este sesgo de género al tratarnos es muy frecuente cuando las mujeres estamos infartando -según un informe de la American Heart Association, las mujeres tienen un 50% más de probabilidades que los hombres de morir después de un infarto debido a este sesgo-, que era, precisamente, lo que le estaba ocurriendo a mi tía, pues se asocia a un componente emocional o nerviosismo. Tras el diagnóstico definitivo, tuvo que ser operada de urgencias y salvó la vida. A partir de aquí, empezó a llevar una vida mucho más tranquila, por lo que pasó a ser pensionista. Estaba esperando una segunda intervención. De hecho, falleció un sábado y el lunes tenía que empezar con el nuevo tratamiento que la prepararía para la nueva operación.
La enfermedad que tenía mi tía procedía de un gen heredado por su madre o su padre, el gen MYBPC3. Con que un solo progenitor tenga el gen, ya existe un 50% de probabilidades de que su descendencia lo adquiera, es lo que se llama ‘gen con herencia autosómica dominante’. Este gen puede manifestarse y traducirse en una enfermedad cardíaca o puede ser asintomático. En el caso de mi abuela o mi abuelo (sin saber quién lo portaba), el gen no se manifestó, es decir, fue asintomático. En el caso de mi tía, se materializó en una enfermedad.
La miocardiopatía hipertrófica hace que las paredes del corazón se ensanchen y, por lo tanto, que no bombee con la misma facilidad, pudiendo agravarse si realizas trabajos muy duros o si te dedicas al deporte de alta competición. En el caso de mi tía, trabajaba de camarera de piso. Según la Revista Internacional de Salud Laboral, “las camareras de piso presentan un riesgo significativamente mayor de padecer trastornos musculoesqueléticos y enfermedades cardiovasculares, debido a la exigencia física, el estrés constante y las jornadas prolongadas. Se estima que más del 70 % de estas trabajadoras sufre dolores crónicos relacionados directamente con su labor, lo que repercute en su salud a largo plazo”.
Yo no tendría por qué estar diciendo si mi tía era delgada o era gorda y me da una ‘pequeña-gran’ vergüenza tener que pronunciarme: mi tía era delgada. Cuando le diagnosticaron la enfermedad, y la atribuyeron a ese gen hereditario, nos informaron para poder hacernos las pruebas pertinentes. Mi médica me derivó a cardiología y determinaron que mi corazón está sano. No me he hecho una prueba específica del gen, porque no entra por la seguridad social y son pruebas caras. Mi madre se resiste a hacerse la prueba. Supongo que le da miedo o prefiere vivir la vida sin la ansiedad de estar pendiente de lo que pueda pasar. No sé lo que me va a deparar el futuro. Si soy portadora del gen asintomática, si soy sintomática y puedo desarrollar la enfermedad en algún momento o si no soy portadora del gen. Todas estas preguntas serán respondidas con los médicos que me atiendan. O eso espero.
Desearme la muerte sin saber absolutamente nada de mí, solo que soy una mujer gorda, es manifestar un comportamiento cruel, violento, misógino y gordofóbico. Ya sabemos que la gordura conlleva unos riesgos y estamos atentas a ello, pero no nos ayuda que la gente nos insulte, nos señale, considere que nuestra vida no merece la pena ser vivida y que, llegado el momento, tampoco nos dejen morir en paz. Es lo que ocurrió con el fallecimiento de la actriz Itziar Castro: a las puertas del tanatorio, su familia tuvo que dar explicaciones sobre cómo se había producido su muerte y si su peso tenía algo que ver. Su madre, Lucía Rivadulla, respondió a los comentarios y ataques gordofóbicos que se dieron por diferentes medios y redes sociales. Lucía llegó a explicar que su hija llevaba un control médico exhaustivo y que estaba en tratamiento para mejorar de la enfermedad que padecía, lipedema, pero que estaba sana. Estas explicaciones no se piden cuando otras actrices o artistas delgadas han fallecido por la misma causa que Itziar.
El sujeto que se atrevió a desearme la muerte después de las jornadas de Barcelona, no sabía lo que me estaba deseando realmente o quizá lo sabía y, sencillamente, antepuso la superioridad moral a unos valores humanos éticos y justos socialmente. Aquí entra la impunidad de las redes sociales, el poder decir la primera barbaridad que se nos pase por la cabeza. Como no puede ser de otra forma, estoy muy a favor de poder expresarnos de forma libre -y también de las redes sociales-, pero la libertad también implica una responsabilidad social: insultar a alguien, desearle la muerte o hacer mofa de una posible enfermedad, no es libertad es odio.
Las personas gordas, especialmente las mujeres, vivimos toda nuestra vida siendo señaladas. Se nos acusa de no saber controlarnos, de ser culpables de nuestra forma corporal y de las posibles enfermedades que pudiéramos tener en el futuro. A esto se suman las constantes dietas que nos han hecho engordar y adelgazar a la velocidad del rayo y que, mayoritariamente, perjudican nuestra salud: “El ciclo repetido de pérdida y ganancia de peso, conocido como ‘yo-yo dieting’ o dieta cíclica, está asociado con una mayor acumulación de grasa visceral y una disminución de la masa muscular, lo que incrementa el riesgo de enfermedades metabólicas y cardiovasculares. Además, estas fluctuaciones de peso afectan negativamente la salud mental, aumentando la incidencia de trastornos alimentarios, ansiedad y depresión, particularmente en mujeres que practican dietas restrictivas de forma frecuente”
Este constante ataque, que también conlleva acoso escolar -el 15% de los estudiantes en España ha sufrido acoso escolar por su peso, siendo la gordofobia uno de los motivos principales de bullying- y laboral, así como acoso callejero, nos puede llevar a sufrir porcentajes altos de estrés. Como es evidente, un estrés alto y prolongado en el tiempo no es beneficioso para la salud.
Me hago muchas preguntas en medio del dolor, de la rabia, de la ansiedad y del duelo. ¿Hubiera sido diferente la vida de mi tía de haber sido diagnosticada antes? ¿Hubiera sido diferente si se hubiera dedicado a otro trabajo? ¿Hubiera sido diferente si tuviera dinero para pagarse médicos privados y saltarse listas de espera o de tener la sanidad pública una financiación justa? Lo cierto es que las preguntas son muchas y que, seguramente, no vaya a saber nunca las respuestas. Lo único que puedo hacer con estas líneas es señalar, primero, el desmantelamiento de la sanidad pública con la idea de privatizar un derecho básico y fundamental y hacer negocio con la vida de las personas; segundo, el desconocimiento sobre ciertas enfermedades y patologías; y, tercero, los sesgos sobre los que la medicina trabaja. Sesgos que pueden ser racistas, gordofóbicos, transfóbicos, machistas- para la doctora Carmen Valls Llobet “debe nacer una ciencia con perspectiva de género y, después, esta mirada se transmitirá a las facultades, por lo que los nuevos profesionales de la salud que se gradúen, los médicos, médicas, enfermeras, enfermeros, psicólogas, psicólogos… ya desarrollen una nueva mirada y entiendan que hay enfermedades que afectan de manera diferente a hombres y mujeres”.
El ‘sujeto’ no habló en ningún momento del desmantelamiento de la sanidad pública, de los recursos humanos y materiales que faltan, lo que indiscutiblemente afecta a la salud de la ciudadanía. Tampoco habló de lo que puede suponer el estrés prolongado en una persona, especialmente cuando está siendo violentada constantemente por su condición. El sujeto, un hombre, no hizo más que tratarme con ese machismo interiorizado que todos hemos mamado, pero que algunos se resisten a cuestionar y revertir. Porque, como ya sabemos, son ELLOS a los que las mujeres les debemos un cuerpo firme, delgado, sexy y deseable. Sus reacciones, que nada tienen que ver con la salud, no son más que un mecanismo poderoso para mantener a las mujeres subordinadas, tal y como dice Naomi Wolf. Si les preocupara nuestra salud, utilizarían con más frecuencia el preservativo como barrera ante embarazos no deseados e ITS. Sin embargo, en un porcentaje elevado las mujeres nos vemos negociando el uso del mismo ante hombres insistentes que hablan de su placer y lo sitúan por encima de cualquier infección.
Supongo que si el sujeto supiera de la muerte de mi tía no pediría perdón. Esta gente nunca pide perdón, solo sabe reafirmarse en su machismo y gordofobia, que no son más que muestras de fascismo. Seguramente esta persona indicaría, nuevamente y con faltas de respeto, que ahora más que nunca tengo que ser delgada para cuidarme, para sanar mi corazón y para que no me pase lo que a mi tía. Soy consciente de que incluso en este artículo habrá comentarios de este tipo, argumentos que me culparán sin prestar atención a las agresiones que vivimos y que viví por redes sociales sencillamente por ser gorda.
Toda esta ‘cultura Llados’ no es más que una “ideología que no solo refuerza estereotipos dañinos, sino que también alimenta movimientos de extrema derecha con discursos de exclusión y confrontación”, tal y como afirma Chema Molina en Público. Además, promueve una masculinidad tóxica que constantemente culpabiliza a las personas diferentes y a las mujeres y exige a los hombres una determinada manera de ser con la promesa del éxito si reafirman su supuesta hombría.
Este mensaje no llega solo a fascistas y a personas de derechas, en algunos casos también llega a gente de izquierdas que replica parte del discurso. Así me he encontrado dentro de la izquierda a gente que, desde los feminismos o desde el anticapitalismo, es capaz de cuestionar la gordofobia, el sufrimiento que las personas gordas tenemos que vivir desde que estamos en pre-escolar o que nos culpan de la existencia del propio capitalismo. La ‘cultura Llados’ tiene como objetivo volver al pasado recuperando discursos represivos para perpetuar la idea de que la meritocracia existe e invisibilizando la realidad detrás de todos estos gurús: la mayoría provienen de familias con un alto nivel socio-económico.
Muchos estudios calculan que, más o menos, a los cincos años las niñas ya sabemos qué se espera de nosotras: belleza, lo cual supone delgadez. Esto, que nos tendría que hacer cuestionar nuestro sistema de valores y lo que proyectamos en las niñas, no mueve a las masas. En cambio, que unas mujeres gordas se reúnan para hablar de la violencia verbal y física que pueden recibir solo por su peso, sí que mueve el insulto fácil. Ya se sabe, ‘todo es por nuestra salud’.
Estoy muy enfadada con la vida. Estoy enfadada con todas aquellas personas que quieren privatizar hasta el aire que respiramos y hacer negocio de cualquier elemento esencial para la vida. Estoy muy enfadada con todo el mundo y también con estos sujetos que se pasean por redes sociales sin medir lo que escriben. Normalmente me da igual si hablan de mi salud, de cómo me voy a morir y de cuánto me queda de vida. En esta ocasión, me he replanteado muchas cosas. Una de ellas es hasta dónde puede llegar la crueldad de las personas simplemente juzgando a alguien por su físico. No sabemos nada de la vida de la gente por una foto, no sabemos qué llevan a las espaldas, qué les depara el futuro, qué lágrimas llevan en sus rostros y qué están pasando sus familias.
Sigo estando orgullosa de mi participación en las jornadas de Barcelona, porque creo que lo que allí ocurrió es importante. Compartimos experiencias de sufrimiento, pero también nuestros conocimientos sobre diferentes temas con el objetivo de que ningún niño, ninguna niña, ninguna persona, tenga que sufrir las cosas que sufrimos por habitar un cuerpo gordo. Nuestras vivencias se siguen dando hoy en día como si las personas gordas no tuviéramos valor, como si no fuéramos personas de pleno derecho, como si le debiéramos a la gente alguna explicación, como si nuestra salud tuviera que estar publicada en todos los sitios para que se nos respete. Todo este movimiento salutista responde a un moralismo barato que juzga a las personas que puedan tener problemas de salud y/o patologías y, de alguna forma, niega, primero, el concepto integral que es la salud; segundo, que somos una constante entre salud y enfermedad; y, tercero, que la muerte, tristemente, forma parte de la vida.
El sentimiento de orgullo se mezcla con el sentimiento de pena que tengo agarrada a la garganta desde la muerte de mi tía (va ganando la pena, sin lugar a dudas). Jamás pensé que fallecería a pesar de su enfermedad. Ella era puro optimismo. De hecho, ni siquiera nos había contado que estaba a la espera de una segunda intervención. Tenía ganas de vivir, de vivir tranquila, en su Ibiza, con sus animales. Tenía ganas de seguir en este mundo y no ha podido ser. Ha fallecido joven y de esta manera. Y sigo recordando al ‘sujeto’ que me deseó la muerte. Pienso en la maldición que me lanzó. Efectivamente alguien iba a fallecer casi al mes de las jornadas de Barcelona por problemas cardíacos: mi tía.
Ojalá no tuviera que estar escribiendo esto. Ojalá no tuviera que mandar esto a un periódico para dar mi testimonio y mi opinión. Ojalá esto no pase tan a menudo y ojalá nos concienciemos de que antes de dar cualquier opinión está el respeto, los derechos humanos y la prudencia. No sé si mis vivencias podrán hacer que alguien reflexione, quizás no. Quizás los mismos que desean la muerte de las gordas, cuando solo intentamos vivir con calma en esta sociedad, sigan pensando lo mismo a pesar de lo que estoy contando. Al menos espero que esto le pueda resonar a otras personas, que se paren a pensar lo qué supone insultar a alguien y hablar de ella sin saber de su vida.
Le dedico estas palabras a mi tía. Discutíamos de política con frecuencia, la brecha generacional era evidente, pero siempre me animó a ser yo misma, a ser luchadora y a seguir dando guerra.
A ti, Juli.
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