Martiño Noriega: “Un gobierno alternativo en la Xunta tendrá que plantar, como después de un incendio, los árboles adecuados”

El exalcalde de Compostela habla del papel del BNG, del futuro de Anova, del fin de los “patriotismos partidarios” y de la necesidad de movilizar el legado municipalista hacia la constitución de espacios democráticos amplios.
martiño noriega
O ex alcalde de Santiago de Compostela, Martiño Noriega. Foto de Eva Lago.

Hay nombres que funcionan como hilo conductor de una década política y Martiño Noriega es uno de ellos. Médico de familia y exalcalde de Teo y de Compostela, referente de las Mareas y portavoz de Anova, recibe a O Salto a la salida de una jornada de huelga en la atención primaria y como antesala de las jornadas que la Irmandade Nacionalista inaugura este sábado 29 a las 10h en la Casa de las Asociaciones en Compostela.

Viene de la consulta —donde escucha las “voces bajas” de una ciudadanía fatigada— y se sienta a hablar desde ese otro lugar que también habita: la memoria de un Ayuntamiento gobernado en uno de los momentos más intensos del ciclo municipalista. Entre ambos espacios identifica síntomas comunes: la precarización de la sanidad pública, la atonía social que dejó la pandemia y el agotamiento democrático de un país que lucha contra la resignación mientras la sinrazón se normaliza.

La conversación recorre la erosión de la sanidad, el impacto emocional de la pandemia, el avance de la extrema derecha, el papel del BNG, el futuro de Anova, el fin de los “patriotismos partidarios” y la necesidad de movilizar el legado municipalista hacia la constitución de espacios democráticos amplios. Noriega sostiene que “algunos pacientes no se quieren curar”, también en política; pero recuerda que diagnosticar no basta: hay que actuar, acompañar, resistir. “No me arrepiento ni un minuto”, dice quien sabe que la próxima década será decisiva. Y, pese a todo, mantiene abierta la puerta del porvenir.

La huelga en la atención primaria llega en un momento de enorme tensión en el sistema sanitario. ¿Cuál es, a tu juicio, la raíz del conflicto?
El conflicto deriva de un problema estructural que afecta a la sanidad pública y, concretamente, a su pilar: la atención primaria. Todo viene de políticas aplicadas durante la década de los diez, con la precarización y el deterioro de las condiciones laborales de los trabajadores públicos. Eso provocó un déficit estructural de personal: mucha gente marchó al extranjero, se derivó a las urgencias hospitalarias y extrahospitalarias o a la privada. La situación es dramática. Cada año, los médicos y médicas de familia que se forman no compensan las jubilaciones y eso genera una fuga permanente de profesionales.

¿Qué implica esto? Un deterioro de la asistencia absolutamente dramático. En mi centro de salud, ahora mismo, el 50% del personal son profesionales que se jubilaron en los últimos seis meses o que están de baja por motivos de salud o permisos laborales, y no se sustituyen. Esto genera una sobrecarga inhumana que repercute en nuestras condiciones laborales pero, sobre todo, en lo más importante: en la atención a las enfermas y a los enfermos.

¿Qué hace el Sergas ante esto? Desde luego no reforzar la atención primaria. Al contrario: dan una vuelta de tuerca. Proponen una nueva categoría profesional para médicos de familia que, además de la sobrecarga actual, obliga a hacer guardias en el Punto de Atención Continuada (PAC); rompen la dualidad entre emergencias sanitarias y Atención Primaria; precarizan aún más las condiciones laborales; e incluso flexibilizan la entrada de médicos sin especialidad de familia, sin garantías suficientes de formación.

Esto generó inicialmente una respuesta unitaria de todas las centrales sindicales. Pero esa unidad se rompió porque varios sindicatos dieron por buenos los compromisos del Sergas de revertir la situación. Un Sergas que, al igual que el consejero, a día de hoy no tiene credibilidad. Algunas centrales compraron el discurso y desconvocaron la huelga; otras seguimos adelante, con el apoyo mayoritario de los trabajadores y trabajadoras.

UGT, CCOO y CSIF llegaron a un acuerdo con el Sergas a 24 horas de la huelga, mientras que sociedades y colegios médicos, junto con la CIG y O'Mega, decidieron mantenerla. ¿Por qué pasó esto?
Cada quien le da la credibilidad que considera a los colectivos y a las personas. En estos momentos, la Consejería y el Sergas no tienen credibilidad para prometer en pocos días lo contrario de lo que iban a hacer. Es una cuestión de credibilidad. Buscaron dividir la unidad sindical. Divide y vencerás.

No son conscientes del malestar entre los usuarios de la atención primaria. Nunca tuve tanta carga de trabajo: tengo una demora de dos semanas para dar cita en la consulta. Hay sindicatos que les dan credibilidad a actores que no la tienen y hay otros que no. Yo estoy con los que no. Hay un desmantelamiento sistemático de la atención primaria y un ataque frontal a la sanidad pública.

Y los pacientes: ¿cómo están viviendo esta situación? ¿Cuál es la percepción que tienen de lo que está pasando?
Hay una sensación de abandono. La sanidad pública, que es un corrector de las desigualdades, está siendo precarizada. Cuando los centros de salud no son capaces de absorber la demanda, cuando hay demoras injustificadas, demoras prolongadísimas en las especialidades hospitalarias, en la concesión de las citas, en la revisión de determinadas patologías… el impacto es evidente.

En mi día a día —entre 40 y 50 pacientes— lo que escucho es un lamento constante: “Estamos abandonados”, “llevamos meses sin nuestra médica y cada día vemos una profesional diferente”, “tengo un problema de salud y tardan nueve meses en verme en traumatología en el área sanitaria de Santiago”.

Esto obliga a la gente a buscar solución pagando de sus bolsillos la medicina privada. Obliga a concertar con centros privados, que están multiplicando sus beneficios desde la pandemia de una manera obscena cada año, precisamente por el deterioro del sistema sanitario público.

Hay un sentimiento de abandono entre los usuarios, de falta de cobertura. Y, por parte de los profesionales, un sentimiento de claudicación.

Y si hubiera un cambio en el Gobierno gallego: ¿hasta qué punto podría transformar esta situación? ¿Qué se puede hacer realmente desde el Parlamento?
El problema es de tal gravedad que, con un cambio de gobierno, podrían ponerse los pilares de una recuperación del modelo. Pero no a corto plazo. Conviene ser conscientes de esto. Si en algún momento tenemos en el país la posibilidad de impulsar un gobierno alternativo que apueste de nuevo por la sanidad pública, ese gobierno va a tener que volver a plantar —como después de un incendio— los árboles adecuados, va a tener que cuidarlos y va a necesitar un tiempo que no se sustancia en una solución inmediata. Esto no se revierte de un día para otro: hay que apostar por aumentar la formación y los procesos de especialización en medicina de familia, pero también hay que ofrecer unas condiciones laborales que hagan que, cuando la gente termine la especialidad, quiera ir a la atención primaria.

¿Pero un gobierno autonómico en Galicia tiene realmente las competencias para iniciar esas transformaciones?
Sí, sí. La responsabilidad de lo que acontece en el Sergas es exclusiva del Gobierno gallego: es una competencia delegada, hay autonomía, hay recursos económicos y ahí es donde se decide cómo se invierten y cuáles son las prioridades. La política sanitaria y las competencias están delegadas en las autonomías —y en las naciones del Estado— desde hace muchos años. El Sergas y los responsables del PP no pueden seguir hablando del “enemigo exterior”. La responsabilidad es toda suya. Siempre les queda el consuelo de decir que estamos mejor que en Madrid, en comparación con Ayuso… Si ese es el horizonte de la política sanitaria, apaga y vámonos.

Os médicos tamén enferman (Alvarellos Editora, 2025) es el título de tu último libro. ¿Qué encontramos en él?
Es un libro de relatos que recoge, por una parte, un trabajo previo de colaboración con Nós Diario: una serie de columnas que inicié entonces y que, tras dejar esa colaboración, seguí escribiendo en forma de textos que ahora componen un libro accesible. No es tanto un libro de opinión sobre mi día a día, sino un intento de recoger lo que “queda fuera”. Lo que yo a veces llamo las “voces bajas”: aquello que escucho en la consulta. Y eso hay que hacerlo con mucho cuidado, porque existe la confidencialidad médico-paciente. Las historias y los personajes están ficcionados, pero la voz… es verdadera.

Todo lo que aparece en el libro está escuchado por mí desde que me incorporé a la atención primaria, allá por 2020. El libro termina justo unos días después de la victoria de Rueda en las autonómicas, y allí propongo una reflexión: esa victoria, de alguna manera, ratifica democráticamente el deterioro de la sanidad pública. Y deja una pregunta pendiente: ¿quién cuida de los que cuidan? Falta un sistema de cuidados. Hablo también de la salud mental, que es la verdadera pandemia —tanto entre la juventud como entre la gente adulta—, y de cómo el modelo social y laboral, tras la pandemia y tras la crisis de la década anterior, nos conduce a una situación de insatisfacción que repercute en la salud y en la claudicación de mucha gente.

¿La inteligencia artificial ya está impactando en el sistema sanitario?
Sí. Por ejemplo, las pruebas de imagen —las radiografías— ya no son informadas mayoritariamente por radiólogos o radiólogas, sino por un programa de IA. Y eso genera dudas. Muchos pacientes llegan a la consulta después de consultar primero con la IA. El paradigma cambió. Esto va a transformar el mercado laboral, las relaciones profesionales, la forma de trabajar… La IA ya está aquí: el Sergas emplea IA para informes diagnósticos.

Bien utilizada, ¿puede tener efectos positivos?
Sí, claro. Pero hay que entender que la interpretación de la salud va más allá de la sistematización de datos. Hay zonas de claroscuro, intuiciones que se sustentan en el conocimiento personal. Yo puedo saber si una paciente mejoró en el ánimo solo con verla entrar por la puerta: por la expresión del rostro, por la forma de moverse, por el tono de voz. Eso no lo va a interpretar nunca una IA.

Es una especie de lectura de los síntomas que requiere una presencia humana.
Exacto. El contacto humano tiene un patrimonio inmaterial para interpretar la realidad que no lo puede reproducir una máquina. Piensa en una radiografía de tórax con una posible lesión en el pulmón: la IA puede detectarla —igual que antes lo hacía un radiólogo o una radióloga—, pero después hay que activar una vía rápida con los neumólogos. Y los neumólogos, para eso, no aceptan informes de la IA: piden el del radiólogo para poder llamar al paciente. Algún filtro tiene que haber. Sobre todo en el caso de las sospechas graves.

La pandemia fue muy analizada en el momento en que sucedió, pero con el tiempo parece que no queremos volver a hablar de ella. ¿Qué queda hoy de ese impacto?
Estoy totalmente de acuerdo. Hay una especie de shock postraumático, una negación colectiva: no queremos hablar de lo que pasó ni evaluar cómo transitamos todo aquello. Pero, hablemos o no, las consecuencias están ahí, y no solo de la pandemia: también de la crisis de la década anterior, que sigue repercutiendo directamente en la sanidad y en los pacientes.

En el caso de la juventud, todo un período clave de maduración quedó marcado por el aislamiento. Entraron en contacto con nuevas tecnologías, sí, pero no vivieron el proceso de socialización que tuvimos nosotros: cada año de la adolescencia era un mundo, y a ellos se les cortó —como mínimo— dos de esa etapa. Las consecuencias en la socialización, en los cuadros depresivos, en las ansiedades, en las frustraciones… son evidentes.

Y también afectó a la gente adulta: en la recuperación de los ritmos de socialización, de participación, de implicación en las luchas colectivas. Hoy hay una atonía social muy presente. Estamos a las puertas de la llegada de la derecha y del fascismo, y esa atonía bebe mucho de lo que dejó la pandemia y, antes, la crisis de 2008.

Hay como una renuncia creciente a la actividad y a la participación política. Como un “dejar pasar”.
Esa es la asignatura pendiente: entender que, de alguna manera, es necesario ejercer social y políticamente incluso cuando no hay un acompañamiento social potente. Porque no ejercer alimenta aún más el discurso del vacío, de la intoxicación, de la interpretación de la realidad por parte de los poderes fácticos.

Estamos obligadas y obligados, como ciudadanos —en lo individual y en lo colectivo—, a ejercer: aunque sea más complicado, en lo laboral, en lo social, en los espacios de amistad, pero también en las organizaciones.

Hay quien critica la política de masas y cuestiona la utilidad de los partidos para impulsar transformaciones sociales. Defienden, en su lugar, un activismo centrado en causas concretas. ¿Cómo ves esta crítica?
Formo parte de un espacio político con un patrimonio simbólico importante —Anova—, pero que cuantitativamente es pequeño. Quizás por eso lo veo con tanta claridad: tuvimos mucha incidencia en la conformación del espacio de la unidad popular en la década pasada, y seguimos teniendo un papel ahora. Participar ahí, participar como estamos intentando hacer en los espacios municipalistas —que tienen modelos de éxito en muchas villas del país— no es incompatible con el activismo.

Yo me siento muy identificado con el activismo. Cuando me preguntan “¿cuándo vuelves a la política?”, respondo siempre: yo nunca dejé la política. Incluso como militante de Anova practico activismo: voy a las movilizaciones por la huelga de la atención primaria, contra el genocidio en Palestina, etc.

El activismo y el compromiso personal son absolutamente necesarios. Y no son incompatibles con la necesidad de organizarse en diferentes segmentos de la sociedad, de ocupar espacios y, sobre todo, de defender lo que creo que hoy está en riesgo: la propia democracia.

Anova fue clave en la eclosión del ciclo de ruptura con el régimen del 78. ¿Qué queda de ese legado?
Tanto en el ciclo anterior como en este —especialmente en el último año, en el que hubo una revitalización del espacio político de Anova—, mantuvimos siempre una posición que no se retroalimenta sobre sí misma. Anova nunca pensó en sí misma como organización, sino en clave colectiva, “al servicio de”. En el ciclo pasado, en la construcción de los espacios de unidad popular dentro de la izquierda gallega, hicimos una apuesta consciente. Pagamos un precio alto como parte, pero no nos arrepentimos: queda un legado de generosidad, de creación de espacios amplios entre la izquierda partidaria y la izquierda social, que tuvieron mucho retorno ciudadano, que marcaron el discurso y que lo siguen marcando.

Si piensas en Compostela, la agenda que pusimos encima de la mesa en 2015-2019 —turismo, política social, priorización de las infraestructuras, participación— continúa siendo la que estructura el debate público. Esa agenda sigue ahí. Anova siempre apuntó más allá de su propio espacio.

A partir de 2020 nos preguntamos cuál era nuestra utilidad en un contexto en el que el espacio de unidad popular había saltado por los aires, salvo en las localidades donde sigue vivo. Fuimos conscientes de que la izquierda federal había hecho una lectura de parte, al margen de los espacios de construcción. Y concluimos que el dique de contención frente al avance del fascismo —donde podíamos situar nuestro patrimonio simbólico— estaba en los espacios soberanistas de la península: la CUP, Esquerra Republicana, EH Bildu y, en nuestro país, el BNG.

Desde ahí impulsamos una nueva lectura: Anova tenía que mantener el contacto con los movimientos sociales donde conserva referencialidad, reforzar la apuesta por los pactos locales —que hacemos desde 2015— y, además, normalizar las relaciones con el BNG. Y actuamos con mucha generosidad. No nos arrepentimos. Tuvo resultados, al menos cualitativos: el documento firmado con el BNG, el apoyo escenificado en las autonómicas, y también previamente en las generales y europeas. Hoy nadie le puede negar al BNG ser un actor fundamental en la oposición al Partido Popular.

Y esa es nuestra historia: nunca pensamos en clave interna o de parte, sino en cómo ser útiles. Eso no se nos puede negar, más allá de los ataques o de los errores.

¿Y cuál es la razón de ser de Anova ahora mismo? En Amio se justificó alrededor de un movimiento de apertura hacia la sociedad civil. Beiras hablaba en sus escritos del “proyecto común de la nación gallega”, de superar los dos mundos del nacionalismo.
Así fue. Y aquel movimiento de apertura tuvo una respuesta inmediata mientras fuimos protagonistas, pero también dejó un beneficio para el país a través de otros espacios políticos. Todo el mundo —también el BNG— se benefició de esa apertura, incluso con el paso del tiempo.

Yo siempre hago una interpretación —a veces malinterpretada—: en el momento en que los espacios de la unidad popular retroceden, para mucha gente que tenía un voto utilitario en el campo de la izquierda fue natural transitar. Natural pasar de una candidatura europea con Lidia Senra, o de un espacio nacional encabezado por Xosé Manuel Beiras, o de un Ayuntamiento gobernado por Xulio o por mí a una candidatura liderada por Ana Pontón. Hubo una naturalización de los apoyos, una fluidez entre opciones políticas, y eso fue fruto de esa apertura.

Reivindicas un legado que pensáis que puede retornar.
Pienso que sí. Los patriotismos partidarios terminaron: la gente hace un uso utilitario de su apoyo y de su participación. Y esa cultura es una garantía de que puede haber un espacio en el suelo, en el subsuelo del país, que sea contrahegemónico. Eso es un motivo de esperanza para combatir al monstruo —el PP— y el horizonte negro que tenemos a nivel planetario y también en el Estado español.

Los medios de comunicación fueron más agresivos con vosotros que con las actuales alcaldías del BNG. ¿Por qué?
Con nosotros se hizo el primer ensayo. Las alcaldías del cambio fueron percibidas como una alternativa real de contrapoder, no solo en Galicia sino en el conjunto del Estado. Se llegó a intuir la posibilidad de un proceso constituyente, y por eso los poderes fácticos no escatimaron en medios: fueron a por nosotros por tierra, mar y aire.

Esa etapa me marcó mucho, porque aprendí a no minusvalorar nunca a quien nos enfrentamos. Comprobé que, cuando los poderes ven en ti una amenaza para el status quo, van a por todas. Sin matices. Es un aprendizaje duro. Hay que coger distancia para poder entenderla.

Y quien siga funcionando hoy en clave meramente táctica o electoral, como si fuéramos aún en los años noventa, no está entendiendo dónde vivimos. La realidad actual es mucho más cruenta. Ahora mismo, en Compostela, llevo meses viendo cómo se aplica el mismo manual de siempre: los mismos poderes, los mismos altavoces, los mismos argumentos que yo tuve enfrente desde el minuto cero. El tono puede estar algo más rebajado, pero el guion es idéntico.

La oposición fue frontal contigo desde el primer momento.
No hubo ni un minuto de respiro. Desde el primer día. Fue muy agresivo desde el comienzo, y era muy difícil, con ese ambiente, mantener un pulso. Ese clima cala también en los propios compañeros y compañeras. Es una batalla para la que, quizás, no estamos preparados.

¿Y esa ofensiva no acaba generando climas de desconfianza o enfrentamiento interno?
Sí, claro. Todos somos porosos a la opinión pública, a la manera en que estos agentes operan, con un funcionamiento poco democrático, con manipulaciones constantes. Eso genera un manto de pesimismo, de melancolía, de desgaste. Forma parte de su estrategia. Pero todas las experiencias sirven para aprender.

En poco tiempo estaremos de nuevo en las municipales. Organizáis una jornada municipalista mañana sábado 29 en Santiago, bajo el lema “Lo local como clave transformadora”. ¿Es un primer paso hacia el nuevo ciclo electoral? ¿Trabajáis en la idea de un espacio municipalista amplio, más allá del BNG, en el que puedan participar fuerzas no soberanistas?
En estos tiempos en los que están en riesgo los derechos fundamentales, en Anova entendemos que estamos obligados a defender la democracia y los derechos de las mayorías sociales. ¿Y cómo hacerlo desde lo local? Pues apoyándonos en una serie de candidaturas municipales consolidadas —con alcaldías y tenencias de alcaldía— en las que Anova siempre participó. Tenemos cuadros en Rianxo, Sada, Vilalba, Compostela, Val do Dubra… espacios que están al servicio de proyectos orientados a la defensa de los servicios públicos, a la recuperación de los espacios democráticos y a la cooperación entre las distintas sensibilidades de la izquierda y del nacionalismo.

Como Anova tenemos una responsabilidad: esos espacios no pueden dejar de ejercer. Concitan referentes y, al tiempo, no chocan con nuestra posición estratégica de cooperación en el campo del soberanismo. Al contrario: la complementan. Estamos obligados a favorecer que ese ejercicio continúe.

Esta reunión es solo la primera; la idea es ampliarla en primavera. Se cuenta con que existe un espacio municipalista alternativo, en clave de izquierda y de país, que en las últimas municipales llegó a los 70.000–80.000 votos. Estamos obligados a que siga vivo. No ejercerlo no garantiza que otro lo vaya a hacer, ni que la gente se vea reflejada en otras opciones políticas. La cosa está muy fea.

Esos espacios son reconocidos por el vecindario, y a Anova le toca acompañarlos, socializar con ellos, siempre con la voluntad de cooperar. Anova está en ellos, pero no son “de Anova”: son espacios plurales, diversos, con vocación de trabajar con otras sensibilidades. No son espacios contra nadie, sino espacios para defender aquello que merece ser defendido.

¿Vuestra intención sería llegar a una candidatura conjunta en la mayoría de ayuntamientos posibles?
La voluntad de Anova siempre es buscar espacios amplios. Siempre. Históricamente no hicimos otra cosa. Tanto en la apuesta de estos últimos años por la trinchera soberanista, como en los ayuntamientos o en las candidaturas de unidad popular, nuestro objetivo es proyectar y amplificar espacios que ya existen y que tienen representatividad y razón de ser. No procuramos competir ni dividir. Incluso en los lugares donde se cohabite, nosotros —problemas aparte, que siempre puede haber— tenemos voluntad de llegar a acuerdos. Otras cosas son las dinámicas internas o estratégicas de otros espacios políticos. Ahí no entro.

Lo que sucederá, con mucha probabilidad, es que saldrán dos candidaturas distintas, y mucha gente —incluso compartiendo vuestro objetivo— percibirá que el intento fracasó.
No creo que sea así. Queda mucho tiempo por delante. En un momento de aceleración histórica, las cosas pueden cambiar de un día para otro. Aún falta un año y medio para las municipales; por eso no nos adelantamos más de lo necesario. Queremos reunir a la gente ahora, ampliar la convocatoria en primavera y, después, ver qué se hace. Siempre con un ánimo cooperativo.

Creo que hoy hay una demanda social muy clara de procurar unidad de acción. Pero esa unidad tiene que tener credibilidad: si no la tiene, no vale. No vale construirla solo por táctica, y eso interpela a todo el mundo, a todos los espacios políticos, también al principal espacio de la izquierda, el BNG.

Entiendo que hay una deuda organizativa, y más cuando acumulas la mayor fuerza electoral de tu historia, que seguramente impida al BNG esa apertura que vosotros encarnaréis.
Yo puedo hablar como portavoz de Anova, y también como alguien que siempre estuvo instalado en una política de proximidad local. Lo que no puedo es hablar por los demás. Lo que sí puedo decir es que la gente demanda generosidad. Y ahí, modestamente, creo que no nos gana nadie. Ahora bien, también hay que asumir que no es lo mismo hablar desde un espacio político de una determinada dimensión que hacerlo desde otros con mucho mayor peso. Todo es más complejo.

¿Cuáles serían los principales retos políticos del municipalismo?
La agenda de 2015, con adaptaciones, sigue plenamente vigente. El intento de recuperar servicios básicos para la gestión pública local —que no estén concesionados a grandes corporaciones o multinacionales a las que les importa poco la calidad del servicio— continúa siendo esencial. Hablamos de servicios como el agua, el transporte público, la prestación de servicios sociales o los espacios de cuidados. Hay que seguir avanzando en eso pese al contexto tan adverso que estamos viviendo.

Hay también un reto enorme ligado a la política social. En muchas zonas tensionadas, el modelo turístico que se está implantando es directamente incompatible con una vida saludable para el vecindario. Muchos modelos turísticos expulsan a la gente del acceso a la vivienda y desnaturalizan las ciudades, convirtiéndolas en parques temáticos donde desaparece el comercio de proximidad. Lo advertimos en su momento y nos llamaron “turismófobos”, cuando lo que pedíamos era simplemente gobernanza del turismo: contraponer al negocio turístico el derecho del vecindario a vivir dignamente en sus barrios.

Y después está la participación ciudadana, que sigue siendo clave. Nada de eso perdió vigencia. Pero hay un elemento nuevo, propio de este tiempo: la necesidad de construir espacios democráticos en un momento en el que la democracia está en riesgo. No podemos permitir corporaciones locales atiborradas de extrema derecha. Tenemos ahí una responsabilidad colectiva evidente.

Te reformulo la misma pregunta que te hice hace cinco años: ¿cómo te explicas que gobierne el PPdeG en Galicia?
Entonces te diría que era necesario construir una alternativa a esa sensación instalada de que “tienen que gobernar”. Las condiciones que crearon para la gobernanza están basadas en un nivel de manipulación y de control de los recursos públicos para favorecer intereses de parte que explica, en buena medida, su hegemonía. Y aquello que ya teorizábamos sigue absolutamente vigente.

El deterioro de los medios públicos es cada vez más sorprendente: basta con ver un informativo de la TVG para darse cuenta de que quien lo guioniza parece trabajar para el ABC o para otras cabeceras de la derecha estatal, y todo eso financiado con dinero público. También está el riego constante a las grandes cabeceras de la prensa gallega para marcar el compás político, o el uso partidario de recursos e instituciones públicas.

El PPdeG ocupa una posición de catch-all party en el campo de la derecha y lleva utilizándola de manera muy consolidada durante años. Eso explica una parte importante de la situación.

Aun así, este es un país que sigue bebiendo de la dignidad: frente a Altri, movilizándose contra el genocidio en Palestina, defendiendo los servicios públicos, mostrando que aquí aún hay ciudadanía dispuesta a dar el combate. Y ahí es donde tenemos que centrarnos: en interpelar esa dignidad. En preguntarnos si queremos seguir en este deterioro o si somos capaces de provocar un punto de inflexión. Para eso no basta con apelar a la gente: es imprescindible que los espacios políticos, sociales y sindicales asuman una responsabilidad compartida y articulen una respuesta unitaria.

¿Qué paralelismos ves entre un centro de salud y un ayuntamiento?
Tanto un centro de salud como un ayuntamiento tienen un objetivo común: el bienestar de la gente. De hecho, un ayuntamiento también tiene responsabilidades directas en salud pública. Ambos deberían estar al servicio de los usuarios, de los pacientes, de las personas enfermas y del vecindario; aplicar políticas públicas orientadas a ellos, y no a otros intereses —laboratorios, concertadas, cribas, concesionarias…—. En el fondo, la interpretación de la política tiene mucho que ver con la medicina: la medicina busca la salud individual, y la política debería buscar una salud colectiva.

También hay pacientes que no se quieren curar… ¿en política?
Sí, sí, exactamente (risas). Cuando me encuentro con ellos procuro ser siempre respetuoso. Les digo aquello de: “lamento, pero no condeno”. Al final, cada quien tiene la capacidad de tomar sus propias decisiones. Yo doy razones; si tú después quieres hacer otra cosa, máximo respeto.

¿Te sientes orgulloso de lo vivido en las alcaldías?
No me arrepiento ni un minuto de todo lo que invertí ahí. Lo entendí siempre como parte de un combate colectivo; y, además, como un combate que sigue vigente y es dinámico. Creo que en ese tipo de espacios uno tiene que estar a disposición de los movimientos que abren posibilidades de cambio, de resistencia. Y yo ahí, en el balance beneficio–riesgo, creo que salí ganando. Salí diferente, pero con la certeza de que valió la pena dar aquellas batallas y de que valdrá la pena dar las que vengan en el futuro.

¿Y qué es lo que más te preocupa políticamente del futuro? Para las próximas décadas, para las generaciones que vienen detrás.
La consolidación de la sinrazón. Vivimos un momento esperpéntico: responsables de sanidad en los Estados Unidos niegan avances científicos; el presidente de una de las principales potencias del mundo insulta, agrede y activa mecanismos de control paralelos a la administración (Trump); y las derechas extremas se disparan en las encuestas.

La historia no se repite de manera mecánica, pero sí tiene vasos comunicantes, una cierta espiral con el pasado. Y estamos en los años veinte del siglo XXI, que tienen demasiadas analogías con los años veinte del siglo XX. Aunque los mecanismos sean otros, el sustrato es inquietantemente similar.

Todo este esperpento permanente —la sinrazón, la falta de planificación, la deshumanización, la ruptura de los consensos más básicos— me genera alarma. Y creo que a todos nos provoca una desazón profunda. Por eso pienso que es importante no borrarse. No dejar el espacio vacío. Porque, si lo dejamos, otros lo llenarán.

Es un clima en el que no florece nada nuevo, un reino de la apatía.
No florece nada nuevo. Y parece un contagio. Puede avanzar por acción —como un virus o una bacteria que progresa— o por omisión —porque la gente se bloquea y deja de reaccionar—. Pero tenemos que reaccionar siempre ante el fascismo, la sinrazón y el esperpento. Son cuestiones muy básicas, casi de supervivencia democrática.

Última pregunta: ¿serías candidato a la Xunta en las siguientes elecciones? ¿O a la alcaldía?
(Risas). No quiero escapar de la pregunta. Lo único que puedo decir es que, a día de hoy, no me planteo ningún tipo de candidatura. Pero tampoco me cierro a nada en lo que tiene que ver con mi participación, ya sea como activista o a nivel organizado. Los patrimonios simbólicos hay que ejercerlos. Ahora mismo estoy comprometido y, sobre el futuro, como decía aquel ciclista: “vamos yendo y vamos viendo”.

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