Fotografía
Paul Senn: la memoria como acto de resistencia
En un tiempo en que la imagen circula con velocidad y olvido, volver a Paul Senn (1901-1953) es detenerse en la materialidad de la historia. No en la historia oficial, sino en la que se escribe en los bordes: el hambre, el exilio, los cuerpos vulnerables, los desplazamientos forzados, la infancia quebrada.
La exposición que alberga el Ateneo de Madrid hasta el domingo 21 de diciembre —la primera dedicada a Senn en España— llega como un gesto de reparación tardía hacia uno de los fotógrafos europeos más comprometidos de la primera mitad del siglo XX y, a la vez, como una interrogación urgente a nuestro presente.
Senn fue lo que hoy llamaríamos un fotógrafo humanista, pero su trabajo va más allá de la compasión estetizada. Hay en sus imágenes una mirada política, una voluntad de denuncia que no busca decorar el sufrimiento ni convertirlo en mercancía
Senn, injustamente olvidado fuera de Suiza, fue lo que hoy llamaríamos un fotógrafo humanista, pero su trabajo va más allá de la compasión estetizada. Hay en sus imágenes una mirada política, una voluntad de denuncia que no busca decorar el sufrimiento ni convertirlo en mercancía. Frente a la estilización que dominaría décadas después el fotoperiodismo global, Senn se coloca del lado de quienes no tienen voz ni capital simbólico: los desempleados de la Europa de entreguerras, los niños explotados en familias de acogida, los refugiados que huyen del fascismo, los internados en los campos del sur de Francia. Su cámara no es un arma: es un documento. Y a veces, un refugio.
Su vínculo con España no fue circunstancial. Viajó aquí antes de la Guerra de España, y volvió durante el conflicto como parte de la Ayuda Suiza, una organización que acompañó en el terreno a la población civil y a los niños desplazados. A través de sus reportajes vemos una genealogía visual del antifascismo europeo: las colas del pan, los hospitales improvisados, la vida cotidiana que insiste incluso en el desastre. Y luego, el éxodo republicano de 1939, del que Senn fue testigo directo. Las imágenes de los caminos hacia la frontera francesa, de los cuerpos exhaustos, de las miradas perdidas en Ribesaltes o Récébédou, no solo documentan una derrota militar: registran un trauma del que todavía vivimos las consecuencias. En tiempos de negacionismo histórico y blanqueamiento del franquismo, recuperar esa mirada es también afirmar que la derrota no fue un olvido.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Senn recorrió los campos de internamiento del sur de Francia con una atención que desarma. No hay grandilocuencia ni épica en sus fotos: hay polvo, hambre, quietud. La dignidad frágil de quienes han sido reducidos a nada por la maquinaria bélica europea. Es significativo que su trabajo de estos años no circulase de forma masiva fuera de ciertas revistas suizas —Zürcher Illustrierte, Berner Illustrierte— y publicaciones de izquierda. Era demasiado incómodo, demasiado cercano al hueso.
Después del conflicto, Senn cruzó el Atlántico: documentó Estados Unidos, México y Canadá, y fue de los primeros fotógrafos europeos en introducir el color en reportajes de larga duración. Pero incluso en ese viraje tecnológico su mirada permaneció fiel a una pregunta esencial: ¿cómo se representa la vida de quienes no controlan el relato? ¿cómo se registra lo que la historia intenta borrar? En ese sentido, sus más de 1.500 reportajes —y los cerca de cien mil negativos conservados hoy en el Museo de Bellas Artes de Berna— componen un archivo que no solo narra una época: la interroga.
El país que Senn fotografió —atravesado por el fascismo, el exilio y la violencia política— no es un país muerto
La exposición del Ateneo, comisariada por Michel Lefebvre y Markus Schürpf, es una oportunidad para pensar en ese archivo desde España. No como homenaje nostálgico, sino como espejo. El país que Senn fotografió —atravesado por el fascismo, el exilio y la violencia política— no es un país muerto. Persisten sus huellas en las fosas comunes sin abrir, en la impunidad del franquismo sociológico, en los discursos que hoy vuelven a criminalizar a los migrantes y a señalar a los pobres. El trabajo de Senn interpela directamente nuestro presente: recuerda que la desigualdad se fabrica, que el abandono se administra, que las vidas descartables siempre tienen rostro.
En un ecosistema mediático saturado de imágenes, su fotografía es un recordatorio de que ver requiere tiempo, responsabilidad y posición. Senn no fotografió desde la distancia; fotografió desde el acompañamiento. Desde una ética. Su obra es, en muchos sentidos, una pedagogía de la mirada.
Quizá por eso su nombre quedó en los márgenes de la historia del fotoperiodismo internacional: demasiado comprometido, demasiado político, demasiado pegado a una izquierda europea que la Guerra Fría se encargó de disciplinar. Reivindicarlo hoy, desde una exposición pública y abierta, es un acto de memoria democrática. Y también un aviso: lo que Senn vio sigue ocurriendo. La violencia estructural no ha desaparecido; solo ha cambiado de rostro. Acercarse a sus imágenes, en 2025, es preguntarse qué hacemos con lo que heredamos y qué tipo de archivo queremos legar. Senn no buscó la posteridad, pero sus fotografías la exigen. No por nostalgia, sino porque aún nos obligan a mirar de frente.
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