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Feminismos
El surco
En La ocupación —una novelita que no se cuenta entre sus más conocidas, publicada en 2002— Annie Ernaux encuentra la metáfora perfecta para hablar de los celos. Dice: “A partir de ese preciso instante, la existencia de aquella otra mujer invadió la mía. Y ya solo pensé a través de ese filtro. Aquella mujer me llenaba la cabeza, el pecho y el vientre, me acompañaba a todas partes y me dictaba mis emociones. Al mismo tiempo, aquella presencia ininterrumpida me aportaba una vida intensa (…) Estaba, en ambos sentidos de la palabra, ocupada”. Sirve para los celos y sirve también para cualquier otro de esos dramas amorosos que nos atrapan de vez en cuando, para cualquiera de esos cruces de cables que llegan y arrasan como un tsunami con todo lo que venimos pensando, construyendo, deconstruyendo, intentando entender.
Porque, sí, sobre cómo relacionarnos hemos reflexionado un montón. Hemos desenmascarado muchos mitos, muchas trampas, muchos avisos de alarma. Hemos entendido que el modelo de amor que heredamos era uno de los fundamentos del patriarcado —y del capitalismo, ya que estamos— y hemos identificado las costuras por las que podíamos empezar a repensarlo: la exclusividad, los parasiempres, la tendencia a privilegiar lo romántico por encima de cualquier otro tipo de vínculo. Hemos leído libros, hemos escrito libros. Hemos hecho terapia, asistido a cursos y mantenido una cantidad quizá hasta excesiva de conversaciones sobre este tema con nuestras amistades.
Vaya, que en lo racional vamos bien.
Pero a ver quién puede afirmar sin mentir que no le pasa de vez en cuando lo de Annie. A ver quién no tiene de manera recurrente momentos en los que algo —quizá nimio, quizá gigante— le ocupa la mente y las tripas como con una bomba de racimo de pensamientos y sentires oscuros, dañinos, totalmente contrarios a lo que ha logrado concluir con mimo y esfuerzo en momentos de mayor calma y mayor lucidez. “Me daba cuenta con claridad de la cualidad material de los sentimientos y las emociones, cuya consistencia notaba físicamente, como también de la independencia y la completa libertad de la que gozaban en lo relacionado con mi conciencia”, escribe ella.
Yo lo llamo el surco. El surco es un camino que se ha hecho de tanto pasar por ahí. No es necesariamente el mejor, ni el más cómodo, ni el que lleva adonde quieres. Ni siquiera ofrece necesariamente buenas vistas. Una podría ir caminando alegremente por la hierba fresca, parándose a la sombra, decidiendo cuándo tomar la curva o volver marcha atrás. Pero el surco, por su mero existir, nos atrae. Si no prestamos atención, podemos pasarnos la vida entera caminando por el surco, de hecho. Es bastante frecuente. También si nuestra tendencia es a seguir las indicaciones ajenas como si fueran biblias, o si nos dejamos llevar sin levantar los ojos del suelo por los pasos de quienes echaron a andar antes. Pero incluso si ya conocemos el surco, incluso si lo hemos cartografiado cuidadosamente y hemos trazado un plano detallado para esquivarlo, a veces basta un resbalón para volver a caer en él. Tal vez nos puede el cansancio, o nos hemos hecho daño antes, o la noche es particularmente oscura. Tal vez tenemos miedo en ese momento a lo desconocido, o agujetas después de mucho desbrozar ramajes espesos.
El problema es que, una vez en el surco, salir es difícil. Es más profundo de lo que parece, y las paredes que podrían llevarnos de vuelta hacia los campos amplios son pedregosas y resbaladizas. “Por un lado, estaba el sufrimiento; por otro, el pensamiento, que no era capaz sino de caer en la cuenta de ese sufrimiento y analizarlo”, escribe Ernaux. En el surco, nuestra mente tiene visión túnel y solo puede avanzar en línea recta hacia un sitio que hace daño.
Cada quien sabrá por dónde le lleva ese pensamiento disparado e inescapable. Va cargado de todo lo que late al fondo de esos mitos y estructuras que creíamos haber desmantelado. De esa raíz oscura salen las esquirlas que nos ametrallan. “Si me quisiera de verdad no amaría a nadie más”, se le clava a alguien. “Ahora le voy a hacer yo lo mismo y se va a joder”, da en el corazón de otra persona. Ahí al fondo, bajo la tierra del surco, está esa mentalidad de guerra con la que hemos aprendido a entender las relaciones y que nos lleva a tratar los conflictos como si quien tenemos delante fuera el enemigo, y no nuestro amor. Resbalamos en el limo de la criminal pasión de poseer —le tomo prestada la expresión a Manuel Fernando Macías, que tuvo el gran tino de titular con ella un poemario— que nos asienta de pronto en un conservadurismo en el que en realidad no creemos. Se nos clava en la suela del zapato una piedra afilada por la voluntad de controlar las vidas ajenas.
Además, en nuestro intento de desdecir lo que estaba mandado, hay que admitir que en cierto sentido también nos hemos hecho más profundo el surco con un buen surtido de mandatos nuevos. La bomba de racimo del pensamiento obsesivo de los días malos también tiene para lanzar frases del tipo “menuda contradicción” o “estás fallando a tus principios”. La vieja amiga culpa, protagonista estrella del modelo desterrado, vuelve a escena con un traje nuevo. Aunque ahora hable en nombre de la independencia, la libertad o la generosidad. Su amiga la complacencia también anda por allí, pero ahora en vez de convertirnos en ángeles del hogar nos pide excelencia en la compersión. De buenas intenciones está esta trinchera llena.
Ese es el surco, y no es bonito. Pero a veces estamos ahí. Y hay que decirlo.
Porque ocurre también que, a veces, en ese tránsito, pensamos que no le ocurre a nadie más. Desde el agujero, miramos alrededor —o scrolleamos stories, que es casi más crudo— y nos parece que al resto de la gente se le da todo fenomenal. Que todo el mundo tiene dominadísimos los malabarismos de la libertad, es un prodigio en la logística afectiva y consigue siempre rupturas limpias y procesos pulidos. Entonces nos sentimos como si fuésemos los últimos de la clase del amor de este siglo, las más torpes, los más llorones. Quizá por eso libros como La ocupación nos acompañan tanto. Porque nos permiten, por el contrario, aceptar el surco, ponerle nombre, dejar de ahondarlo insistiendo además en que no tendría que existir.
Sabemos que acabamos por salir del surco, claro que lo sabemos. Porque siempre salimos. Y afuera hay flores. Y todo vale la pena otra vez.
Y luego, vuelta a empezar, lo sabemos también. Cometiendo no exactamente el mismo error, como en las canciones, sino una infinita variedad de errores nuevos, pequeñas variantes sobre un viejo patrón. En realidad, aunque nos dé tanta sensación de encierro, tal vez la figura que dibuja el surco es, más que un círculo, una espiral. Girando en torno a lo mismo, sí, pero sabiendo avanzar.
A lo mejor es así como se ve desde lo alto, a suficiente distancia.
A lo mejor es por eso por lo que mantenemos, pese a todo, el empeño en volar.