Una rave y Stranger Things

Todos nos creímos que triunfaríamos y hoy ni siquiera podemos consolarnos creyéndonos que podemos tener la melena de Steve.

22 mar 2018 22:11

Silencio de fondo y un Word en blanco a las 10 de la noche de un sábado, que hay que escribir un artículo para el Sobresalto. Por suerte, suena el teléfono. Ey, tío, qué haces. Nada, tío, aquí, tratando de escribir algo. Que te iba a decir, que hay una rave por Alcorcón. Venga, tío, sí, unas clenchas y vamos, ¿no? Tras 30 minutos en metro –minutos de hedor, mugre, gente y restos de una civilización preparada para colapsar– y otros tantos esperando, pillamos el cercanías a Alcorcón. Una vez allí nos espera media hora de caminata hasta un frontón rodeado de un absoluto silencio solo interrumpido por gente comentando cómo van montando los altavoces y las mesas. Poco después está ya todo preparado y nosotros, tres personajes de la vida, estamos listos para comernos esos tres cartones que traíamos desde Antón Martín. Nos sobra preparación y nos falta ilusión.

El gran bromance de este otoño lo han protagonizado un crío feo, torpe e inútil al que nadie ha querido nunca y un guaperas con mucha confianza en sí mismo y en su melena

A los 30 minutos empiezo a notar un ligero hormigueo por las piernas y siento cómo los pies me flotan ligeramente. Empieza a subir progresivamente y no tomo consciencia de que estoy efectivamente puesto hasta que me pregunto con mi otro colega si estamos realmente puestos ya. En ese momento se vuelve evidente que sí. A lo lejos se ve un camión aparcado, puede que en un acto casi mágico con el salchichón que me voy a comer el martes, y unas vías de tren. Recuerdo en ese momento cómo Dustin y Steve, protagonistas de Stranger Things 2, paseaban el sueño americano por unas vías de tren que les conducían, irremediablemente, a la extinción de su forma de vida. El gran bromance de este otoño lo han protagonizado un crío feo, torpe e inútil al que nadie ha querido nunca y un guaperas con mucha confianza en sí mismo y en su melena. ¿Pero cómo ha conseguido esa melena? En un capítulo nos lo cuenta: usa champú y acondicionador de la marca Fabergé Organics y cuando tu pelo esté húmedo —no demasiado mojado, ¿va? solo húmedo— date cuatro toques con el spray de Farrah Fawcet de Fabergé Organics.

Así tendrás un peinado como el de Fawcett, nos dice.  Pero no una firma multimillonaria como la suya con Fabergé Organics y tampoco garantía alguna de tener de verdad una melena que se parezca mínimamente a la suya. Realmente, lejos de las pantallas, Steve se cuida el pelo como cualquiera de nosotros. “Es solo mi genética, no hago nada diferente, solo es la cabeza de mis padres”, nos dice el actor en una entrevista. Porque, en el fondo, es lo que estamos viendo: un actor en un gran teatro. Ni siquiera el spray que aparece en la serie es el mismo que anunciaba la Fawcett, cuyos últimos ejemplares deben de estar probablemente en una isla de mierda en el Pacífico. Tampoco Fabergé Organics sigue produciendo sus propios sprays, cuyas licencias y derechos están en las Islas Caimán en manos de Mark Dunhill. E incluso perdimos de vista a la Fawcett hace años cuando un cáncer de colon se la llevó por delante.

Nos han engañado y nos lo hemos creído. Nunca hubo un bromance entre el pringao de la clase y el guaperas que ya había dejado el instituto. Todos pegábamos al pringao

Todo nos parece falso y Stranger Things juega precisamente con esa ilusicón, porque si algo diferencia el espectáculo que ofrece la serie es precisamente la nostalgia. Con Stranger Things los ochenta han vuelto a base de referencias que durante años algunos vimos en cine y escuchamos en la radio: de hit ochentero en hit ochentero, nos quieren hacer creer que el poli del pueblo nos salvará, que ser un freak mola mucho y que no nos preocupemos que todo irá bien porque al final del camino todos tendremos pareja en el baile de fin de curso. Pero en este momento, mirando nuestras vidas, sabemos que todo es falso: un simulacro de unas vidas que nunca tendremos. Es todo tan falso que ahora ni siquiera podemos aspirar a la melena de Steve, tal vez el último reducto al que agarrarnos en este mundo en que todo va más allá de lo real, en el que todo parece un simulacro. Nos han engañado y nos lo hemos creído. Nunca hubo un bromance entre el pringao de la clase y el guaperas que ya había dejado el instituto. Todos pegábamos al pringao. Todos nos creímos que triunfaríamos y hoy ni siquiera podemos consolarnos creyéndonos que podemos tener la melena de Steve. Nos han jodido hasta dejarnos solos en los restos de una civilización que ya está pegando sus últimos coletazos.

Porque, en el fondo, hoy solo nos tenemos a nosotros. Nos tenemos en una rave, pero también nos tenemos en casa. Nos tenemos cuando nos reímos los unos de los otros, cuando bailamos reggaetón del antiguo, cuando nos llevamos de gratis unas botellas en el Mercadona, cuando abrimos una casa, cuando debatimos hasta las 2 de la mañana sobre las caretas de Puigdemont, cuando vamos a un desahucio, cuando estamos en la casa del barrio tomando una birra, y, también, cuando nos tomamos tres tripis en una rave y escribimos sobre la melena de Steve. Porque hoy lo único que sentimos realmente es que solo nos tenemos a nosotros mismos y que necesitamos vivir juntos.

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