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Filosofía
La zona de interés y el comunismo por venir
(Prólogo a Jordi Massó, Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy: Mito y ficción en la política, Colección de Pensamiento político Posfundacional, Gedisa, 2024, disponible a partir del 4 de junio)
La zona de interés es la política. A quien no haya visto el film, The Zone of Interest (Glazer, 2023) tampoco le desvelaremos nada que no vaya a saber a los cinco minutos de su inicio. Un comandante de Auschwitz vive apaciblemente con su familia en una casa ajardinada cuyo muro linda con el campo de concentración. Obviamente, la cuestión no es aquí si los vecinos de Auschwitz o Dachau sabían o no lo que estaba ocurriendo. Lo sabían. Se reparten la ropa y los objetos personales de los judíos asesinados con la misma serena alegría de quien encontró un billete en la acera. La mujer del comandante se pinta de rojo los labios con el pintalabios de una judía hallado en el bolsillo de un abrigo de piel que, de otro modo, jamás hubiera alcanzado a tener.
Tampoco se trata de la banalidad del mal, desengañémonos, ese motivo arendtiano repetido hasta la saciedad, que nos hace rechazar el deber kantiano por poco empático y con el que Eichmann creyó poder justificarse. El comandante, su mujer, su familia, los vecinos y allegados sabían bien lo que estaba ocurriendo allí y no se limitaron a cumplir órdenes, mucho menos a regañadientes. Si acaso, algunos, tapándose la nariz, se alejaron un poco. Como la madre de la mujer del comandante, a la que, a pesar de parecerle bien, le olía mal. Pero, en todo caso, no fue el imperativo categórico del deber lo que articuló el exterminio.
Los fundamentos son los mismos en las democracias liberales y en los totalitarismos porque ambos provienen de la misma concepción occidental de la política.
Entonces, quisiéramos pensar que los nazis eran monstruos sádicos, malvados y psicóticos, pero tampoco. Glazer, el director, opta por una puesta en escena tan contenida y fría, tan austera y distante, que elude en todo momento mercadear con las emociones del espectador para evitar que desde nuestra banalidad del bien les juzguemos horrorizados. Hipócritas y horrorizados.
El caso es que lo sabían. No se limitaban a ejecutar órdenes. No eran monstruos sádicos. El problema fue otro. El asunto fue que, para ellos, para la familia en cuestión y para el resto de la población, lo que ocurría en Auschwitz, a pocos metros de su jardín, era justo.
Para poder escuchar día y noche el ruido de los crematorios, los gritos de los deportados, las escaramuzas por una manzana, el hedor de los gases, hay que creer mucho en la justicia. De eso va la política. De organizar el sentimiento de lo justo, nuestra zona de interés. Es el sentimiento de lo justo lo que permite tolerar lo intolerable. El mismo que sentimos cuando nuestra policía dispara contra los migrantes encaramados en las vallas de Melilla; cuando sabemos, porque lo sabemos, que estamos dejando ahogarse en el Mediterráneo a miles de desplazados; cuando encerrados en nuestras casas aceptamos con cierto alivio no poder ir a ver cómo nuestros padres y abuelos mueren amontonados y abandonados en las residencias; cuando escuchamos ecuánimes cómo caen las bombas sobre Gaza; cuando asistimos impávidos al canturrear de las cifras anuales de mujeres asesinadas por sus parejas sentimentales. Quizás nos horrorizamos un poquito, eso sí. La banalidad del bien que no falte. Pero sabemos que los encargados de discernir a propósito de la justicia han determinado, como Hitler, que no hay más solución que la solución final. La política es así. Maneja un concepto de justicia que hace depender de estos pequeños sacrificios necesarios la supervivencia de nuestro mundo justo, es decir, nuestra zona de interés.
¿Cómo hemos llegado aquí? Retrocedamos. Demos un paso atrás como lo hicieron Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, o jamás entenderemos nada. El itinerario que Jordi Massó traza en este volumen es impecable. Va de Platón a Rousseau, del nazismo al romanticismo alemán, de Lacoue-Labarthe a Nancy, del pueblo a la comunidad desobrada. En ziz-zag, Massó despliega el abanico de los términos en los que se ha comprendido la política en la cultura occidental, un abanico que siempre se nos presentó plegado y enfundado, hasta que el posfundacionalismo, el de Lacoue-Labarthe y el de Nancy, quiso preguntar justo por lo que había que preguntar: ¿cuáles son los fundamentos de nuestra política macabra de la que el nazismo sólo fue su expresión más perfecta y acabada?
Repetimos. No dejamos de repetir porque los fundamentos no han sido cuestionados. Como dice el viejo Godard en Adiós al lenguaje (2014), finalmente: “Hitler ganó la guerra”. No es una exageración. Los fundamentos son los mismos en las democracias liberales y en los totalitarismos porque ambos provienen de la misma concepción occidental de la política, y esto es lo que este libro viene a mostrar. Se trata de aquellos conceptos que se proclamaron llenos de esperanza en el romanticismo alemán, ideales que mantienen su vigencia aun si hoy han perdido su brillo y andan un poco descalabrados: la comunidad, la nación, la lengua, el estado, el futuro y el arte que los celebra. Nada menos alejado del capital, tal y como las fábricas de muerte demostraron. Si el progreso no progresa, como apunta Nancy, y desde cada uno de nuestros balcones podemos oler el hedor de un Auschwitz siempre latente y mal disimulado, es porque el sentimiento de lo justo justifica. No hay nada más peligroso que sentirse del lado de los justos. Rudolf Höss nos lo ha demostrado con toda su magnánima serenidad. Los trajes de los políticos son también serenos, eficaces y apagados. Nada haría sospechar de las órdenes siniestras que se dictan desde los despachos, a no ser porque sí sabemos y estamos ya tan acostumbrados.
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Si nuestra zona de interés se parece tanto al jardín de Höss, si asistimos hipócritas y horrorizados desde nuestra bondad banal al resurgimiento de los fascismos, es porque aquello que fundamenta nuestra política, democrática o autoritaria, aunque siempre neoliberal, no ha cambiado. El progreso no progresa.
Pero una cosa es la desafección cómplice con la política y otra, muy distinta, es la creencia en su resurrección. Si ha de haber resurrección, si ha de haberla, insisto, porque también eso se tendría que pensar, no puede ser desde los mismos presupuestos y parámetros. Habrá que renovar los términos. Todo un marco conceptual ha de ser criticado, cuestionado y subvertido, a riesgo de repetir aun creyendo que se hace otra cosa. Esto es lo que Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy se propusieron hacer a partir de los años 80: tratar de repensar la comunidad toda vez que tanto el nazismo como el estalinismo habían mostrado su esplendoroso y vergonzante fracaso.
Vayamos a la raíz: ¿qué ha de haber sucedido para que alguien, cuya casa colinda con un campo de exterminio, considere justo y necesario todo lo que sabe bien que está ocurriendo allí, tal y como hoy les parecen justos, a buena parte de la población de Israel, los bombardeos indiscriminados sobre Gaza? Desechados el no saber, el actuar sólo por deber, así como el sadismo cruel, aun si siempre vaya a haber sádicos que se apunten a la fiesta caníbal de la justicia, habrá que señalar aquello mismo que alimenta el sentimiento de lo justo, a saber: el malestar, la alterización del otro y la estetización de la política, es decir, los orígenes de la comunidad, incluida la creencia en el origen. Como dijo Jack el destripador, vayamos por partes. Como hace aquí Jordi Massó, despleguemos uno por uno los actos de este teatro con el fin de desvelar la escena originaria de nuestra política dramática, sacrificial y asesina.
Si algo queda claro en el film de Glazer es que el nazismo no hubiera podido haber triunfado sin el resentimiento de clase. La madre de la mujer del comandante trabajó de asistenta para alguna de las judías que ahora son incineradas tras el muro del jardín; se reparten las ropas de las moribundas como si de joyas se tratara; jamás hubieran llegado a tener una vivienda como esa si no fuera por el nacional-socialismo, comenta el matrimonio; tan aspiracional como la casa con piscina de un obrero junto un aeropuerto o una central eléctrica, es el hogar del que disfrutan con deleite la familia de Rudolf Höss; incluso en una esplendorosa fiesta, a Höss le entran ganas de gasear a los nazis burgueses. El resentimiento, el malestar, es sin duda una emoción política que no debiera ser menospreciada. Si algo nos mueve a la acción y a subvertir el orden existente es el odio, el resentimiento, la indignación. L’Odi Social, una banda catalana de hardcore punk de los 80, portaba en su nombre la esencia emocional de lo político. Jean-Luc Nancy dirá de la cólera: “Sin cólera, la política es acomodamiento y tráfico de influencias, y escribir sin cólera es traficar con la fascinación de lo escrito”. La cólera es necesaria para actuar políticamente y para escribir. Ninguna feminista contemporánea dejaría de suscribirlo. El sentimiento de la injusticia, la revuelta contra la dominación, son el abono de lo político, aquello que permite que lo político no se confunda con la política.
“Sin cólera, la política es acomodamiento y tráfico de influencias, y escribir sin cólera es traficar con la fascinación de lo escrito” (Nancy)
Organizar el malestar es lo que hace la política. Lo estiliza, le da una dirección, una estrategia, lo gestiona. La política somete la cólera de lo político al cálculo. Y para ello es necesario crear bandos. Nosotros y los otros es el germen de cualquier organización totalitaria, y la política, por esta simple razón, siempre lo es. Basta alterizar al otro, volverlo incomprensible, injusto, al extremo eliminable. El otro puede ser ora el judío, ora el palestino, las mujeres, los trans, el lobby queer… tanto da. La cuestión es generar un marco de pertenencia, es decir, la comunidad de los justos, que tenga claro donde empiezan y acaban los límites de su zona de interés. Así, el Estado-nación.
Pero para que esto ocurra, para que lo político sea encauzado hacia una comunidad identificable, hace falta el mito. Desde Rousseau sabemos, como muestra aquí magistralmente Jordi Massó, que ningún sentimiento comunitario puede crearse sin mito y sin una estética que lo secunde. Lo que Benjamin llamó la estetización de la política es justamente este pasaje por el cual el arte, que se dirige directamente a las emociones, que trabaja con afectos, como señala Deleuze, se pone al servicio de la política para crear el sentimiento de pertenencia y de justicia. Las marchas militares, los himnos nacionales, son sin duda su expresión más burda; el himno de España cantado por Marta Sánchez, su formulación más humorística y grotesca; pero basta leer el texto de Adorno, “La herida Heine” (1956), para comprender que también entre las clases supuestamente más cultas la estetización de la política alcanza a la poesía más excelsa. Hasta los asaltantes del Capitolio tenían su estética Village People. Los cuerpos hermosos y estilizados de Leni Riefensthal apuntaban ya al tipo de comunidad con la que el nazismo soñaba. Ninguna comunidad política sin su estética. Ninguna política que no pase por la estetización. Nadie soportaría la vida precaria en el capitalismo avanzado si no fuera porque cada uno de nosotros se cree a salvo en su Estado-nación y se entretiene, y hasta se emociona, con la estética que la política le procura, aun si de tanto en tanto, al salir al balcón, huele a muerto.
Criticar el mito no es ser platónico ni elitista, según alguna variante de la izquierda populista ha querido pensar. No hay que olvidar que Platón no desterró a los poetas, sino sólo a aquellos que no trabajaban para su ideal de ciudad. Son los poetas rechazados por Platón los que nos faltan. Desconfíen de cualquier artista que nos hable de imaginar nuevos futuros, de la potencia de la imaginación, de una comunidad con la que podamos identificarnos, de las benevolencias del estado o de restituir al pueblo su dignidad, ese pueblo del que diría Nietzsche que “en el fondo, estimáis en poco”. Es de la estetización de la política de lo que se está hablando cuando así se nos habla. Nada nuevo bajo el sol. Sabemos que es de ahí de donde venimos aun si la amnesia generalizada se empecina en disimularlo.
Para repensar la comunidad, para concebir un comunismo por venir, hay que interrumpir el mito. Esta es la tarea tanto del arte político como del pensamiento posfundacional, ese que no cree ya en los fundamentos de nuestra política macabra. Si hay un comunismo por venir, como quiere Nancy, será al precio de pensar otro concepto de comunidad, uno que no implique ni identidad, ni pertenencia, ni sacrificio del otro, ni mucho menos, mitología originaria. En otro lugar Nancy llama a esa otra comunidad “comunidad desobrada”. Ya antes Blanchot, en un texto sobre Duras, la había concebido como una “comunidad inconfesable”. Desobrada, dice Nancy, porque se trata de una comunidad que no hace obra, de un vínculo que no culmina jamás en una figura acabada, porque su naturaleza es disyunta en lugar de inclusiva, porque permanece abierta a la experiencia de la expropiación que impide todo sentimiento de pertenencia y, por lo tanto, todo sentimiento de justicia que justifique lo injustificable.
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Curiosamente, es en un breve texto a propósito de su trasplante de corazón que Nancy nos ofrece ese otro modelo de comunidad, la que debería articular el comunismo por venir. Se trata de El intruso (2000), relato que fue llevado al cine por Claire Denis en 2003. El trasplante brinda la experiencia de la expropiación que es constitutiva de la comunidad desobrada. Un cuerpo que se cree unidad, comunidad de órganos, huesos y entrañas, es invadido por la llegada del otro: un corazón, un riñón o una médula. De pronto, por una violación tecnológica de la propia integridad física, un órgano que no es tuyo, probablemente más joven que tú, reemplaza al que estaba dañado. Podría ser el corazón de una mujer negra, señala Nancy. Un corazón de negra para un hombre blanco europeo y privilegiado. Pasa continuamente. En el mercado mundial se compran y se venden corazones a granel.
Pero ocurre que el otro, que a partir de entonces te habita a cambio de salvarte la vida, no lo hace nunca de una vez por todas. El otro nunca deja de llegar. Su llegada no cesa. El cuerpo, que todavía se cree unidad, identidad y pertenencia, puede reaccionar a la llegada del otro rechazándolo. El sistema inmunitario se resiste, la intrusión le resulta intolerable. La intolerancia se compensa con inmunoglobulina extraída de los conejos. A tu cuerpo de hombre blanco le habita desde entonces una mujer negra y un conejo en el lugar mismo donde te pensabas inmune a la alteridad. El otro no cesa nunca de llegar y los rechazos se multiplican. Despiertan en ti virus extraños que alojabas en tu interior pero que no se habían dado a ver: herpes, citomegalovirus y hasta cáncer. “Extranjeros dormidos” a los que nunca tuviste que atender.
El trasplante constituye una experiencia de expropiación que no sólo supone la llegada del otro, del extranjero, a esa comunidad organizada a la que llamamos cuerpo, sino la revelación de la propia extranjería interior, material y amenazante. El cuerpo que ha sufrido un trasplante se convierte entonces en una comunidad desobrada, en realidad en una que ya lo era, pero que tuvo que acoger al otro para saber que nunca fue obra ni figura acabada, que su integridad era un mito. Es este tipo de comunidad, la que está por siempre abierta a la impropiedad y a la llegada del otro, la que quisiera encarnar el comunismo por venir. El trasplante interrumpe el sentimiento de pertenencia, el mito de la identidad, la integridad orgánica, tal como la comunidad desobrada interrumpe la política comunitaria y sacrificial.
Si hay un comunismo por venir, como quiere Nancy, será al precio de pensar otro concepto de comunidad, uno que no implique ni identidad, ni pertenencia, ni sacrificio del otro, ni mucho menos, mitología originaria.
El comunismo por venir tiene corazón de mujer negra y sangre de conejo. Nada de lo otro le es ajeno. Por el contrario, la comunidad de los estados capitalistas actuales gasean al otro con Zyclon B, ese insecticida con base de cianuro que una filial de la empresa Bayer suministró a los nazis. Esta es la diferencia entre el fascismo que viene, que no se ha ido nunca, que encarnamos a diario, y el comunismo por venir. Mientras sigamos cultivando nuestro jardín que confina con un campo de concentración Hitler habrá ganado. Sabemos, no actuamos por amor al deber y la mayoría de nosotros no somos sádicos. Sin embargo, impartimos justicia, dejamos actuar a nuestra política mortífera, nos pintamos de rojo los labios con un pintalabios cuyo origen no queremos desvelar. Nos dan miedo los trasplantes, pero hace ya tiempo que sobrevivimos gracias al corazón de otro, el de alguien más joven y más pobre que nosotros. Hace ya tiempo que por nuestra sangre corren glóbulos de conejos. No recordamos el día en que entramos en el quirófano. Vivimos del mito de la integridad, pero estamos, como el cuerpo de Nancy, “abiertos cerrados”.
La tarea del pensamiento y la del arte hoy es la de interrumpir el cierre que la política procura. La de decir basta a cualquier intento de refundación en nombre de la justicia, basta a toda estética bajo la que resuene el ritmo de una marcha militar. Hasta las cejas de romanticismo. Sabemos ya a donde quieren llevarnos porque es justo de ahí de dónde venimos. Nuestro malestar, nuestra cólera, no se deja organizar. Es por ello que este libro de Jordi Massó no hace obra, no puede hacerla. Es más bien una contribución al arte de la interrupción. Nos recuerda que toda obra, toda comunidad orgánica, colinda con un campo de concentración.
Corazón de mujer negra, sangre de conejo, ninguna comunidad en la que el otro no cese nunca de llegar.
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Otra analogía interesante es la del linaje, la de nuestros ancestros africanos.
Y otra manera de entender la justicia aquí:
Análisis crítico de la ultraderecha neoliberal: https://doi.org/10.5281/zenodo.11390129