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Filosofía
Un mundo menor: la pregunta de una niña como arma revolucionaria
¿Y si la infancia no fuera una etapa inconclusa que camina irremisiblemente hacia la madurez? ¿Y si, por el contrario, su mundo y su verdad supusieran potencialmente un quiebre radical con el mundo que habitamos y que las adultas solo pretendemos reprimir y canalizar hacia el espacio social de la dominación uniformada?
del CSC Luis Buñuel
@arobescos
Hablarle a un niño amenora el mundo.
Todo se entiende,
todo se reduce a minúsculas coartadas
que sacian remisiblemente sus ganas de indagar.
Si no conquista la calma, olvida.
Y la esperanza del saber adulto será
el último juguete que pierda.
Mentimos y le decimos
que aprender le hará mejor,
que aprender es llenar la despensa.
No le hablamos de lo que resta.
No le contamos que su caja repleta de juguetes,
se irá agotando
hasta quedarse solo con ella, con la caja vacía
de la que nunca podrá deshacerse.
Desde que Philippe Ariès afirmara que el concepto de la infancia es un concepto moderno, o dicho de otra forma, desde que sospechamos que la infancia son los padres, la filosofía anda cuestionándose qué tipo de sujeto es ese que llamamos niño/a; o, incluso, en qué medida es objeto de protección pero también de deseo y dominación. Porque aunque las sociedades occidentales actuales otorgan a la infancia un lugar privilegiado, intocable, de cuidado preferente, ese discurso se ha construido desde de un lugar ajeno a la infancia, y no a partir de la palabra de los niños y niñas.
El término infancia remite etimológicamente a «quien no tiene habla», que está al margen del logos y, por tanto, de la razón. De todos los oprimidos que tienen el don de la palabra, los niños son los menos escuchados. Su constante ruido y griterío llega a nosotras como un rumor, molesto la mayoría de las veces. Pese a que sean quienes más ruido hacen, a ningún grito se le considera de menor valor. Es un grito que se cuela por las grietas de las calles pero nunca las colapsa, un grito que solo simulamos que fluye libre en su correspondiente espacio de encierro y control que son los patios de recreo: en los colegios, cuando del encierro se responsabiliza el Estado, o en lugares de ocio infantil, cuando la responsabilidad recae sobre los padres o el mercado.
Como en toda relación de dominante-dominado, solo el oprimido siente su opresión para rebelarse en determinados momentos, pero que no sirven más que para afianzar su vínculo de subsunción. Acaso la persona adulta ―padre, madre o tutor, como rezan las autorizaciones― siente el peso de ejercer esa opresión, la culpa de no poder escapar de esas relaciones de poder al servicio del capital, el cansancio… Pero la olvida inmediatamente cuando percibe en los infantes la dicha que acompaña a la vida por defecto, ese gozo original que, si bien no se trunca de forma prematura, irá desapareciendo gradualmente conforme la razón vaya haciendo su trabajo. Queremos reconocernos en la infancia, la miramos con añoranza como un afuera al que una vez tuvimos acceso, pero solo podemos acercarnos a ella desde nuestra palabra ya racionalizada, de nuestro discurso dominante.
No podemos pensar la infancia sin tener en cuenta que en ella confluyen distintas relaciones de dominio que se interconectan con hilos casi invisibles: los otros menores o minorías, sean discapaces o antisistema, anormales al fin, sobre los que políticas, científicos e intelectuales piensan de una forma mayor aquello que consideran menor. El poder menospreciará con condescendencia todas aquellas actitudes que cuestionan el autoritarismo y la dominación, para considerarlas infantiles. Anarquistas, pacifistas, ecologistas, feministas serán deseables en cuanto que canalizan esa ingenuidad irrisoria que se aleja de la razón, pero que le sirve para reafirmase como única alternativa de orden. Solo cuando las disidencias comienzan a ser rentables de forma económica o electoralista, el discurso de la razón deja de tratarlas como sujetos menores para convertirlas en objetos-arma de consumo, con washings de todos los colores: white, purple, pink, green…
Negamos a la infancia su propio saber, ignorando la potencia de su creatividad, su aproximación al conocimiento a través del deseo, su discurso desordenado y metafórico, poético al fin.
Así, a la palabra de la infancia solo se la pretende cuando es palabra que consume. Palabra de consumo aprendida, en el caso de juguetes y el ocio; palabra de consumo mediada, en el caso de la educación y la medicina. Porque no es su palabra-materia lo que se fomenta, espera, busca, sino el eco del discurso de la razón inoculada. La infancia no habla, ya lo hemos dicho, pero sí le inventamos un lenguaje menor que sirva a nuestros propósitos adultos: voces chillonas, diminutivos y eufemismos que protejan su débil pensamiento. Pero con nuestra inevitable y espontánea sonrisa, que conjuga ternura y crueldad, les haremos sospechar que esas palabras infantiles que les enseñamos no sirven para decir la verdad. La palabra adulta la aprenderán en su espacio-tiempo educativo, donde tomarán conciencia de que lo se les dejado decir fuera de él nada tiene que ver con el verdadero saber.
Pedagogía y dominación de la infancia
«Si los niños llegasen a hacer oír sus protestas en una escuela de párvulos, o incluso simplemente sus preguntas, eso bastaría para provocar una explosión en el conjunto del sistema de la enseñanza» le decía Deleuze a Foucault en una de sus conversaciones escritas. La pedagogía puede darse como una forma de transmisión del saber hegemónico que implica dominación, en la medida en que aplica categorías ajenas a la infancia que la coartan. Medimos y ordenamos, luego así existen como menores. Si bien la educación declama la importancia de la infancia, al mismo tiempo la constriñe estableciéndole sus propios límites: los/as niño/as no pueden, no deben, no quieren. Las dimensiones corporales y las capacidades físicas y psíquicas de la infancia estarán medidas por saberes adultos. Y pese a que las últimas décadas van acompañadas por el discurso de la integración, este será un discurso clasificatorio. Integrar es hacer que lo diferente entre en lo uniforme, pero no que lo uniforme se vuelva diferente. Segregamos para aglutinar. Diferenciamos para ampliar la norma, no para abrirnos a la diferencia. Los nuevos saberes liman las aristas del vigilar y castigar con el medir y categorizar. Y todas estas disciplinas de poder ―pedagógico, médico, legal...― han constituido un tejido demasiado espeso, con el capitalismo a modo de telar, como para que podamos ofrecerles una forma de relacionarnos entre semejantes con aquellos niños y niñas con las que mantenemos alguna relación de interdependencia.
Jesús Ibáñez nos recuerda que podemos conjurar de nuevo el dualismo racionalista como la escuela arquitectónica de esta estructura. La parte activa siempre arriba: la forma, el alma, el sujeto, el significante, el cielo, el hombre, el adulto, el dominante. Abajo, lo pasivo: la materia, el cuerpo, el objeto, el significado, la tierra, la mujer, el niño, el dominado. «El niño que hace lo que le manda su papá y el que hace lo contrario de lo que le manda su papá están dominados por su papá. Sólo la pregunta a la ley la pone en cuestión». De nuevo, la pregunta como arma revolucionaria.
Ese es el propósito de la filosofía con niñas y niños. Que tomen la palabra y desplieguen sus herramientas «menores» para que tomen conciencia de lo que ya saben, que imaginen mundos posibles.
Por otro lado, Rancière sugiere que «no es la ignorancia la que está en el origen de la sumisión, sino la desconfianza: el sentimiento de que no hay otro mundo posible, o de que no somos capaces de construir otro mundo, o de que los demás no son capaces. La emancipación es la ruptura de esa lógica de la desconfianza». Pero los niños tienen la capacidad de imaginar mundos posibles. No sabemos lo que puede el cuerpo de una niña. Y tal vez tampoco lo sepan las niñas, aunque Greta Thunberg nos esté dando ya algunas pistas a niños y adultas.
La filosofía con niñas/os como práctica materialista
La capacidad de niñas y niños de pensar por sí mismas es anulada porque sus herramientas metafóricas nos remiten a un discurso que consideramos menor. Negamos a la infancia su propio saber, ignorando la potencia de su creatividad, su aproximación al conocimiento a través del deseo, su discurso desordenado y metafórico, poético al fin. Niñas y poetas son apartadas del saber en cuanto que están demasiado cerca del animal. Solo se escucha la palabra que proviene de una identidad, sea la del médico, político, intelectual o el oprimido, pero no la que se enuncia desde una subjetividad inestable en continuo cambio, como es la de la infancia. Y aquí es donde la filosofía para niños toma relevancia, al proporcionales un espacio y un altavoz que se les está negado en otros ámbitos.
Evoquemos el relato de Marguerite Duras titulado En rachâchant (convertido en corto cinematográfico por Danièle Huillet y Jean-Marie Straub). El protagonista es un niño que decide que no quiere ir más al colegio porque está cansado de que le enseñen cosas que no sabe. Quiere que le enseñen cosas que ya sabe, porque las que no sabe las acabará aprendiendo inevitablemente. Ese es el propósito de la filosofía con niñas y niños. Que tomen la palabra y desplieguen sus herramientas «menores» para que tomen conciencia de lo que ya saben, que imaginen mundos posibles. Que sean reconocidos como sujetos de conocimiento de pleno derecho. Aprovechar el momento en que su yo aún es tierno, su pliegue de subjetividad aún elástico, para ejercitarlo en su apertura. No hay más que aflojar el discurso racionalista al que les sometemos en aras de su crecimiento ―pese a sus correspondientes vías de escape, más cercanas al maniqueísmo consumista que al pensamiento mágico― para que la magia del materialismo acontezca.
Si hacerse un cuerpo sin órganos al modo de Deleuze y Guattari es una práctica, proponemos que la filosofía con niños sea un territorio para llevarla a cabo mediante los siguientes agenciamientos:
-El juego: desorganizar el cuerpo y sus funciones, dejar al cuerpo que piense.
-La poesía: deshacerse de la dictadura del significado-significante, abrirse a los juegos del lenguaje y cargar la palabra de deseo más que de razón.
-El devenir: aliviar el yo, explorar otras subjetividades y pensar como un cuerpo colectivo.
Para pensar la infancia ―para pensar con ella, pero también para pensar como quien respira― por qué no hacerlo de forma errante, con juegos del lenguaje, con imágenes… Por qué no aprender a jugar con seriedad un juego que afirme y ramifique el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, diría Deleuze. Un pensamiento que sea con niños, no para ellos, y que nos permita recuperar para las personas adultas algo de la materialidad de lo que llamamos infancia, en lugar de empeñarnos en volcar cuanto antes nuestra racionalidad sobre ella. Esa racionalidad, como decía el protagonista de En rachâchant, la terminarán aprendiendo inevitablemente. Pero podemos empezar a imaginar un mundo menor en el que no suceda.
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Me gusto mucho la nota! Muy interesante! Me gustaria saber si tienen alguna herramienta, actividad o idea para intentar materializar esta filosofia! Gracias y Saludos!
Hola, está muy bien, pero estaría bien que tuvieras por costumbre en tu trabajo mencionar todos los materiales de los que tomas las frases y las ideas.