Política
Tierra en la boca

A partir de la polémica surgida tras la muerte de Maradona, nos preguntamos si es posible pensar desde la paradoja, sin necesidad de censurar ni castigar los afectos.
Grafiti de Diego Maradona en el barrio de La Boca, ciudad de Buenos Aires
Grafiti de Diego Maradona en el barrio de La Boca, ciudad de Buenos Aires.


Especialista en políticas de memoria
8 oct 2021 08:00

“Soy una negra de mierda, una ordinaria, una orillera, una cuchillera, el mundo me queda grande, el tiempo me queda grande, las sedas me quedan grandes, el respeto me queda enorme”.

Camila Sosa Villada

Y festejamos, como locos, desaforados, energúmenos, a los gritos, entre lágrimas. Festejamos en todo el país, en todos los rincones del mundo en los que habíamos sido condenados a huir tras la dictadura. México, España, Francia, Suecia. La radio, la tele, el teléfono fijo colectivo sonando. El Diego volaba en la cancha, sorteaba a ingleses, a alemanes, a italianos y nos elevaba de la tierra unos segundos, después de años sumidos en el auténtico averno, después de haber sido desterradas. Vimos papelitos celestes y blancos que se esparcían por todos lados. Salimos a la calle, convertidos en barriletes con alas. Y cantábamos. “Maradona no perdona; Argentina, ya sos campeón”. Cantábamos con la tristeza aún anudada en nuestras gargantas, con el miedo pegado a nuestros cuerpos, con lo ominoso de aquel otro Mundial, porque la victoria traía consigo, necesariamente, el recuerdo de aquel otro y de sus funestos partidos jugados al lado de los centros clandestinos de detención. Pero en este caso, nuestras voces ya no se mezclarían con los gritos de los torturados en la ESMA, nuestras lágrimas ya no rezumaban dolor y desasosiego, la copa ya no era levantada por Videla con su sonrisa mortal.

Para muchas de nosotras, niñas del exilio, el Diego nos trajo un poquito de tierra, de infancia, de aromas provenientes de ese extraño país que habíamos abandonado junto a nuestros padres. Algunas habíamos retornado hacía poco a la Argentina, con la llegada de la democracia; otras, en cambio, permanecíamos en el exilio, aprendiendo a no sentirnos en permanente tránsito en una tierra árida. Apenas habían pasado tres años del final de la dictadura, y en ese mágico año 86, la euforia y alegría se hacían presentes, después de tantos muertos y desaparecidos, tanta oscuridad e infamia, tantas lágrimas derramadas por la ignominia vivida.

Diego, el Pelusa, el negrito villero, el cabecita negra, nos hizo volar y sonreír, al tiempo que pedía, de manera contundente, un minuto de silencio en todas las canchas argentinas por los 30.000. Su estela cósmica hizo que los argentinos en el exilio nos juntáramos y se sumaran los vecinos, que nuestros mayores se hicieran livianos y que nosotras los abrazáramos fuerte para que se quedaran en ese lugar de felicidad; aquella final fue como una prórroga del exilio, todavía se podía ganar.

La máquina moralista fue mutando hasta convertirse en un dispositivo colonial, clasista y racista. Si algo nos ha enseñado el feminismo, argumentaron desde sus púlpitos, es a distinguir, de manera clara y certera, que la única opresión que unifica nuestra lucha es la de género

Un 25 de noviembre, 34 años después, subía las escaleras del metro de Lavapiés para sumarme a la concentración contra las violencias machistas mientras se me caían las lágrimas por cómo me tocó la muerte del Diego. Comenzaba a llover en Madrid y me reía mientras lloraba por semejante paradoja, haciéndome cargo de mi realidad vital. Pero no paraba de llover y el polvo de tierra seca de la meseta madrileña inundó mi boca y el exilio volvió a atravesarnos. No había suelo firme bajo mis pies, sólo tierra en la boca.

La máquina moralista se puso en marcha con toda su potencia enjuiciadora: desplegaron parámetros sobre lo que estaba permitido llorar, no se iba a consentir duelo semejante, no era posible tolerar un dolor tan irracional, tan insensato, tan infantilizado. Era inadmisible aceptar, desde coordenadas feministas, que pudiéramos siquiera mencionar que algo de la muerte de ese ídolo con pies de barro, ídolo salido literalmente del barro, nos había afectado. Y se nos dieron lecciones de feminismo, de patriarcado, de maltrato y violencia de género. Se nos acusó de traidoras, de irracionales, de ignorantes e incoherentes por dejarnos seducir por los discursos populistas; desplegaron los parámetros de un mundo donde no les cabe «El Otro», un mundo estrecho y eurocentrista. La máquina moralista fue mutando hasta convertirse en un dispositivo colonial, clasista y racista. Si algo nos ha enseñado el feminismo, argumentaron desde sus púlpitos, es a distinguir, de manera clara y certera, que la única opresión que unifica nuestra lucha es la de género. Y en determinados círculos feministas, ampliar esas coordenadas supone, en definitiva, cuestionar las raíces mismas del movimiento. Así, el discurso castigador y la disciplina punitiva hacia la incontrolada vehemencia de las latinoamericanas se impuso. Nada parecen haber comprendido estas pseudofeministas a las que aún es preciso dar lecciones y enseñarles los dictámenes clásicos del feminismo euroblanco, para quien no hay maltratador que quede impune. Nosotras, esas vástagas descarriadas e inmaduras, debíamos ser reducidas a sus parámetros y, en caso de no encajar, ser condenadas al destierro. Volvimos a sentir, como en su momento lo sintió Audre Lorde, que la casa del feminismo no era para nosotras, que el paternalismo, el eurocentrismo y la ideología dominante se imponían ante realidades incomprensibles para sus memorias coloniales, y que determinada tradición feminista seguía erigiéndose en la única posible y acatable.

Volvimos a sentir el peso de no pertenecer, a sufrir la discriminación por no comprender. Exiliadas de nuestras propias luchas, acusadas por nuestros duelos. Condenadas por sudacas, extranjeras, inapropiadas y subalternas, racializadas y populistas de baja monta.

¿Cómo conciliar nuestras luchas, nuestras conciencias feministas, con ese dolor tan paradójicamente incoherente? ¿Y cómo asumir que las múltiples opresiones de raza, clase, condición social parecían entrar en claro antagonismo con la opresión de género en un mismo y discordante personaje?

“Crecí en un barrio privado: privado de agua, de luz y de teléfono”, afirmó en más de una ocasión Maradona. Porque la villa, la pobreza, la precariedad y la violencia de la miseria extrema se instala en el subalterno de por vida. Hace nido en su carne, en su manera de estar en el mundo. Y esa indigencia constitutiva parece acompañarle de por vida, imposibilitando cualquier posible indulgencia hacia sus actos. ¿Acaso puede el subalterno hablar?, se preguntaba Spivak. ¿Es posible duelar al plebeyo?, nos preguntamos nosotras. ¿Cómo conciliar nuestras luchas, nuestras conciencias feministas, con ese dolor tan paradójicamente incoherente? ¿Y cómo asumir que las múltiples opresiones de raza, clase, condición social parecían entrar en claro antagonismo con la opresión de género en un mismo y discordante personaje?

Maradona moría un 25 de noviembre, el mismo día en el que se condena la violencia de género a nivel internacional. La complejidad de afectos y emociones que su duelo puso en marcha en muchas de nosotras fue incomprendido y castigado por ciertos sectores del feminismo europeo. Para muchas, Maradona representaba esas reminiscencias de exilio, de infancias transterradas, de patria perdida y arrancada de cuajo; Diego también representaba cierta altivez del subalterno que supo llevar la villa y la pobreza como emblema de sus raíces; Maradona abrazó sin titubeo alguno la lucha por los derechos humanos en Argentina, acompañando a las Madres de Plaza de Mayo, apoyando siempre las causas de la más clásica izquierda latinoamericana. Asimismo, fue engullido por numerosas oscuridades, nadie niega esas pulsiones tanáticas que hicieron mella en su vida, así como el patriarcado violento del cual era un claro producto. ¿Es acaso posible, entonces, duelar desde la paradoja y la incoherencia? ¿Podemos establecer, como se pregunta Noe Gall, una agenda moral de las emociones, un régimen punitivo de los afectos, una vigilancia controladora de nuestras lágrimas? Porque lloramos, desde el cuerpo, la piel, las heridas; también, desde las dudas y el desacuerdo. Y en ese entramado de llantos, complejo, diverso y antagónico reside, para muchas, la posibilidad de nuestra supervivencia.

Este texto es un adelanto del libro colectivo Maradona, un mito plebeyo (Ned Ediciones, 2021), coordinado por Antonio Gómez Villar. Agradecemos a las autoras, al coordinador y a la editorial que lo hayan compartido con El Rumor de las Multitudes.

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Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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