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En otoño de 2010 empecé mis estudios de filosofía en Granada. Me mudé a la ciudad en septiembre. Llegué expectante. No sabía qué esperar de los años que tenía por delante. En parte buscaba “salir del barrio”, huir de una vida que ofrecía pocas posibilidades. Todavía no conocía bien el significado del dicho, ya popular, de que cuando te crías en el barrio, el barrio no sale de ti. Aún hoy no puedo evitar sentir cierta tensión cuando estoy en la calle, entrar en una especie de estado de alarma. No puedo evitar saber cuántas personas hay a mi alrededor y qué están haciendo. No puedo evitar tener la sensación de que el mundo no me pertenece y que todo cuanto debo hacer es aprender a jugar lo mejor posible a un juego cuyas normas no me corresponde tratar de cambiar.
Lo que tampoco sabía es que durante los siguientes años estudiando filosofía descubriría una cosa sorprendente, algo que misteriosamente permanece oculto para la mayoría de personas ajenas a la disciplina. Resulta que hay una forma particular de hacer filosofía que ha mostrado ser muy fructífera en sus resultados. Una forma de hacer filosofía en la que hay investigación, progreso, contribuciones recientes importantes y utilidad práctica directamente relacionada con problemas actuales. Una forma de hacer filosofía que no está alejada del mundo, que se nutre de los hallazgos de otras ramas del conocimiento y que en ocasiones incorpora métodos empíricos. Una forma de hacer filosofía que no se reduce al “crecimiento personal”, ni tiene mucho que ver con pensar acerca de qué es el bien, o la muerte, o la nada. Si no lo sabías, posiblemente estarás flipando.
No era sorprendente que yo no conociera este modo de hacer filosofía. Yo no sabía demasiadas cosas, mucho menos que tuvieran que ver con la etiqueta “filosofía”. Me crié en los noventa en Ceuta, en un barrio, digamos, humilde. Cuando pienso en cómo de humildes éramos, recuerdo que mi amigo llevaba los libros al colegio metidos en una bolsa de plástico del supermercado. A pesar de que en el colegio me dijeron muchas veces que era muy listo y que podría estudiar lo que quisiera, dejé de ir al instituto antes de acabar la educación secundaria obligatoria. Estudiar no parecía tener mucho sentido donde vivía. Casi todos mis amigos ya tenían claro que o serían militares o traficantes. Para ninguna de las dos hacía falta un título. Más tarde los títulos serían necesarios para ser soldado profesional también, lo cual reducía las opciones.
En mi barrio ya sabías desde bien temprano que las cosas no son siempre lo que parecen, que no te puedes fiar de nada, que existimos y pensamos, y que no hay dios
Al final retomé los estudios casi milagrosamente. Algo me empujaba a no dejar pasar la posibilidad de aprender cosas nuevas, a no dejar pasar la posibilidad de vivir otra vida en otro lugar. Una mezcla de estas motivaciones por un lado y mucha suerte y apoyo por otro me llevó a descubrir este modo tan sorprendente de hacer filosofía del que quiero hablaros. Aunque eso sería más tarde.
Estudié un poco de filosofía en el instituto. Hablamos del mito de la caverna, del yo pensante, de la muerte de dios. Vimos películas. Una vez escribimos un texto acerca de qué animal nos gustaría ser. Hicimos muchas cosas, pero ni rastro del modo de hacer filosofía que descubriría años más tarde. No es que estas cosas no me interesaran. Lo hacían. Pero entendía las burlas y las quejas de mis compañeras. No había mucho atractivo en lo que tratábamos. En mi barrio ya sabías desde bien temprano que las cosas no son siempre lo que parecen, que no te puedes fiar de nada, que existimos y pensamos, y que no hay dios.
Estando en la universidad, una profesora me diría una vez que parecía “un pobre”. Otra me llamaría “pesetero” por “preferir” no perder una beca a tener la opción de obtener más nota en su asignatura en el siguiente curso. Estas personas estaban interesadas en el mito de la caverna, en el yo pensante y en la muerte de dios. Con toda seguridad también comulgaban con los eslóganes habituales en defensa de la filosofía. “Cultivar el espíritu es más importante que el dinero”. “Sin filosofía no hay pensamiento crítico”. Claramente procedíamos de mundos diferentes. En el mío, el pensamiento crítico no dependía de la filosofía y el dinero marcaba una diferencia importante.
Pasé gran parte de mi infancia y mi adolescencia en las calles de mi barrio. La calle tiene códigos particulares, normas implícitas que rigen cómo funcionan las cosas allí. Y como suele ser habitual, la única manera de aprender a seguir correctamente las normas de cualquier práctica es cometiendo errores, equivocándote. Pero en las calles de mi barrio los errores tenían un coste más alto que en otros lugares, y además se cobraban de inmediato.
Recuerdo una vez que, con nueve o diez años, iba dando una vuelta con un amigo. Estábamos cerca de nuestro barrio, pero no era nuestro barrio. Al girar una calle, nos encontramos con un grupo de siete chavales caminando delante de nosotros. Mi amigo pensó que había reconocido a alguien. ¡Bilal!, voceó. El grupo de chavales se paró en seco de una manera muy orgánica, muy natural, esperando a que lo alcanzáramos. Cuando nos acercamos un poco más, mi amigo se dio cuenta de que ahí no estaba Bilal. Pero eso ya no importaba. Nadie dijo nada. En cuanto estuvimos lo suficientemente cerca, uno de ellos lanzó un puñetazo a mi amigo, directo a la cara. Preciso. Antes de que nos diéramos cuenta estábamos corriendo hacia nuestro barrio. Durante los siguientes meses, a menudo exclamábamos ¡Bilal! y seguidamente nos partíamos de la risa.
Nadie aprende con un solo error. A mí me costó, entre otras cosas, acabar envuelto en varias peleas antes de cumplir los 8 años. En una de ellas me dejaron sin respiración durante unos segundos de un puñetazo en el pecho. En otra pensé que el otro niño había perdido un ojo por un mal golpe. Cuando he visto a mis sobrinos cumplir la edad que yo tenía por entonces he sentido una sensación extraña. ¿Me habré inventado mis recuerdos? ¿Cómo iba a ser tan pequeño cuando viví aquello?
En una de mis primeras experiencias en mi barrio, cuando tenía unos 4 años, alguien un poco mayor que yo acabó cabreado conmigo, no recuerdo exactamente por qué. Lo que recuerdo es que se formó un corro alrededor de nosotros. Este chaval me pegó una bofetada. No fue un golpe fuerte, pero era una de mis primeras veces estando solo en la calle. Empecé a llorar. El corro se disolvió. Algunos se acercaron a consolarme. “¡No te ha podido doler tanto como para llorar!”, dijo alguien. “Es que me duele por dentro”, contesté. Mi respuesta fue aún peor. Durante los siguientes meses, a menudo exclamábamos “¡Es que me duele por dentro!” y seguidamente nos partíamos de la risa.
¿De qué dependían las normas que guiaban la vida en mi barrio? ¿De dónde provenían? ¿Por qué decir “Es que me duele por dentro” no contó en esa situación como una manera correcta de seguir las normas? ¿Cuáles eran estas normas exactamente? ¿Cómo podía estar seguro de si eran en realidad las que yo creía que eran? ¿Qué habían significado mis palabras? ¿Por qué provocaron risa y no otra cosa? Estas cuestiones pertenecen a uno de los temas centrales de este modo de hacer filosofía que de manera increíble permanece oculto para muchas personas. Un tema que abordó profundamente uno de los filósofos a los que habitualmente se señala cuando se habla de los orígenes de este modo de hacer filosofía, Ludwig Wittgenstein, y que atraviesa buena parte de los debates contemporáneos.
La filósofa Saray Ayala ha estudiado recientemente cómo las normas injustas asociadas a una identidad social, como por ejemplo la de tener determinado acento, la de ser de determinada zona geográfica, o las que tienen que ver con el género y la preferencia sexual, constriñen el tipo de acciones que una persona puede llevar a cabo con sus palabras. ¿Qué habría pasado si quien dijo “Es que me duele por dentro” no hubiera sido yo, que era desconocido, sino un chaval con otra identidad, alguien, digamos, ya respetado por los demás?
Poco a poco empecé a comprender el profundo significado que encierran algunas de las frases, aparentemente triviales, de la música que siempre me había obsesionado y que me hacía vibrar. “Díselo tú, que a mí no me hace caso”. “Por fuera tranquilo, por dentro quemo llanta”. No importa demasiado si Soto quiso significar con estas frases lo que yo luego comprendí. El significado que comunicamos con nuestras palabras no está exclusivamente determinado por nuestras intenciones. Pero esto lo aprendería más tarde, tiempo después de descubrir este modo tan impresionante de hacer filosofía.
Un chaval de mi barrio, que con el tiempo se convertiría en un buen amigo, me tuvo aterrorizado durante toda una semana. Él era mayor que yo, mucho más espabilado, más “chungo”, como solíamos decir. Y siempre estaba en la calle. Un día me quitó una pelota de fútbol. Para recuperarla, le pedí ayuda al hermano de un amigo. Eso infringía una norma implícita, pero yo no lo sabía. Así que a este futuro amigo le tocó enseñarme que los problemas tenías que solucionarlos tú mismo. Con el tiempo, nos unió una pasión insaciable por la música rap. Nos pasábamos música mutuamente. Empecé a tener acceso a internet, lo que significó acceso a más música. Una vez, en agradecimiento, mi amigo vino a casa y, sin decirme nada, me dio dinero. Yo intenté rechazarlo recordándole que a mí no me costaba nada conseguir toda esa música. Mi amigo me cortó secamente con una frase que todavía me viene a la cabeza con frecuencia. “Sobran palabras, hermano”.
En buena parte, la vida en mi barrio tenía que ver con las palabras, y a menudo sobraban. Pero no sobraban porque no hicieran falta, sino más bien porque eran demasiado importantes. Tan importantes que había que cuidarlas. Un descuido te podía meter en un lío. Gritar “¡Bilal!” o decir que te dolía por dentro podía ser suficiente. Que te duela la cara y que te duela la humillación son situaciones radicalmente distintas, aunque hablemos de ellas utilizando la palabra “dolor”. La humillación te puede “doler por dentro”, pero se trata de un dolor diferente, por decirlo de algún modo. Pensar que estamos hablando de algo similar en ambos casos es el resultado de lo que Gilbert Ryle, otro de los nombres destacados cuando se habla de esta disciplina, llamó “error categorial”. Pero esto lo aprendería después.
Había personas en mi barrio de quienes yo no conocía su nombre de pila, solo su mote, su apodo. Estos apodos eran habitualmente expresiones que, aplicadas a una persona, se volvían ofensivas, y que habían surgido de situaciones deprimentes. “Tufito”, “Pestehuevo”, “Calao”. Sin embargo, con frecuencia utilizábamos estas palabras como si fueran completamente neutrales, una manera más de referir a ciertas personas. Hasta que quien usaba alguna de estas palabras no era del grupo. Entonces se hacía patente el carácter ofensivo de la expresión y, sobre todo, resultaba evidente que esa persona estaba siendo ofensiva. Y mucho. En ese momento también sobraban palabras.
¿Por qué ocurría esto? ¿Dejaban de ser estas expresiones ofensivas cuando se utilizaban solo para referir a alguien? ¿Por qué algunas personas no tenían la capacidad de usarlas sin convertirlas en un insulto? ¿Cómo se determina lo que decimos con nuestras palabras? Este modo tan impresionante de hacer filosofía tiene que ver principalmente con el análisis del lenguaje, con nuestros conceptos y su lógica, con las normas que configuran el significado de nuestras palabras. No es que solo aborde cuestiones relacionadas con el significado de nuestras expresiones, pero el análisis conceptual es parte fundamental de su modo de trabajar. Y no solo esto. Esta perspectiva pone el foco del análisis en el componente práctico de las cuestiones que estudia, tanto en términos de su utilidad y su conexión con otras cuestiones como en términos del carácter social de los temas que trata. Pero yo no sabía nada de esto. María José Frápolli, Manuel de Pinedo y Neftalí Villanueva, filósofas y profesoras de la Universidad de Granada, serían quienes principalmente me descubrirían este modo de hacer filosofía tan impresionante. Un modo de hacer filosofía que cuida las palabras con el objetivo de intervenir en la realidad, con el propósito de mejorar el mundo, de contribuir al avance del conocimiento y al desarrollo de la sociedad.
Este modo impresionante de hacer filosofía se apoya de manera decisiva en la comunidad. Requiere de discusión, de confrontación, de fricción. En este modo de hacer filosofía es muy importante dar la mano y llevártela al corazón cada vez que llegas o te vas
Uno de los hábitos que extraño de mi barrio es el de dar la mano y llevártela al corazón, saludar, persona por persona, cada vez que llegas o te vas. Es un gesto simple, una mera costumbre que acababas realizando mecánicamente, pero que te impedía olvidarte de la importancia de los lazos sociales, de la comunidad, del grupo. Una práctica que no solo te recuerda quién eres, sino también que lo que haces, lo que dices, lo que piensas, lo que decides, de dónde vienes y a dónde vas, todo ello está fuertemente influido por tu entorno, por otras personas.
Este modo de hacer filosofía del que os hablo está muy lejos del estereotipo que representa al filósofo o a la filósofa como alguien que, en soledad, reflexiona muy fuerte, y que gracias a su talento innato y sobrenatural descubre cómo funcionan las cuestiones en las que piensa. El modo impresionante de hacer filosofía, por el contrario, se apoya de manera decisiva en la comunidad. Requiere de discusión, de confrontación, de fricción. En este modo de hacer filosofía es muy importante dar la mano y llevártela al corazón cada vez que llegas o te vas.
El lenguaje en mi barrio solía ser directo, claro, sin ambigüedades. Si decías algo que no venía a cuento o si eras inconsistente, si te contradecías, te podías meter en un problema. Si alguien te hablaba con ambigüedades seguramente te estaba haciendo el lío. Por un motivo u otro era mejor tratar de evitar las ambigüedades. Y no es que no hubiera sofisticación en el modo de hablar. Todo lo contrario. Con frecuencia el lenguaje era muy ingenioso, muy ocurrente, muy creativo. La claridad y la simpleza no son óbice para la creatividad y la belleza.
Como hacíamos en mi barrio, este modo de hacer filosofía del que os hablo huye de las oscuridades en el lenguaje. Hay un cuidado extraordinario en la elección de las palabras adecuadas, una preocupación especial por no decir más de lo que se quiere decir. La precisión y el rigor, junto con la atención a los detalles de los argumentos en los que se apoyan las conclusiones mantenidas, son estandartes de esta forma de hacer filosofía. Pero esto no significa que no haya estilos de escribir estéticamente excepcionales en ella. Como dice la Mala Rodríguez en Por la noche, se hacen piezas de coleccionista. “Un ungüento que no hace cualquiera, sin embellecimiento, en este carro sin asiento”. Este modo de hacer filosofía es muy complejo y difícil de dominar. Exige mucho entrenamiento, mucho cuidado. Cuando una de las personas que me introdujo en este tipo de filosofía me corrigió por primera vez un trabajo, me acordé de mi amigo. Sobran palabras, hermano.
No era sorprendente que yo no conociera este modo tan impresionante y fructífero de hacer filosofía. Lo que sí es sorprendente es que buena parte de las personas que no pertenecen a la disciplina no sepan de su existencia. Y más sorprendente aún: muchas de las personas que han cursado estudios de filosofía en alguna universidad desconocen este ámbito de investigación. Yo mismo no tenía una idea muy clara de ella cuando acabé el grado. Sin duda, la mayoría de las personas con formación en filosofía habrán oído alguna vez la etiqueta con la que a veces se refiere a esta manera de hacer filosofía, “filosofía analítica”. Pero con frecuencia tienen una idea equivocada de ella, una concepción estereotipada, como la idea que se tenía en los 90 y a principios de los 2000, en España, de la música rap. ¿Quién querría escuchar rap después de escuchar el “Leti rap” o el ‘rap’ de Saber y Ganar? Si piensas que el rap español es el “Leti rap”, te has perdido a Gata Cattana y te estás perdiendo a las Ninyas del Corro. Con este modo de hacer filosofía pasa algo parecido.
Es cierto que, como disciplina, este modo de hacer filosofía es relativamente joven; tiene poco más de cien años. Sin embargo, es tan vasta y de tan alta calidad la investigación desarrollada, tanto internacionalmente como en España, que la juventud de la disciplina no puede ser más que una excusa mala para explicar por qué es tan poco conocida. A veces se apunta a David García Bacca, José Ferrater Mora y Miguel Sánchez Mazas como el inicio frustrado de la disciplina en España. Un inicio que se truncó en parte debido al exilio de estas tres figuras tras la guerra civil. Sánchez Mazas, junto con Carlos París, sería más tarde el fundador de una de las revistas españolas más importantes en la actualidad de este modo de hacer filosofía, la revista Theoria, fundada en 1952. El catedrático emérito de la Universidad de Granada, Juan José Acero, quien puso las primeras piedras de esta filosofía en Granada, sitúa la introducción de esta disciplina en España en el 1970, y señala a cinco personas como responsables principales de tal inicio. Josep Lluís Blasco, Manuel Garrido, José Hierro, Javier Muguerza y Jesús Mosterín. Dos obras centrales de este inicio son Problemas del análisis del lenguaje moral (1970) de Hierro y Lenguaje, filosofía y conocimiento (1973) de Blasco. Garrido, junto con Fernando Montero, sería el fundador de otra de las revistas españolas importantes, Teorema, fundada en 1971.
A mí me gusta la etiqueta “filosofía analítica”. Resulta útil para distinguir este modo de hacer filosofía de otros. Pero también entiendo sus limitaciones. Como era de esperar, han surgido diferentes maneras de concebir la filosofía analítica. Además, las etiquetas en ocasiones encorsetan demasiado aquello que designan, lastran su expansión, debido a la historia que arrastran y a las asociaciones que despiertan. C. Tangana abandonó su antiguo nombre de artista y empezó a desvincularse de la etiqueta que hasta entonces había recibido su música. Algo parecido pasó con Soto. La música que hacían no era radicalmente distinta de la que habían estado haciendo hasta entonces, solo era una evolución, un nuevo modo de hacer lo que ya hacían. Pero la etiqueta limitaba su crecimiento. Quizás, aquí también sobran palabras.
Por otra parte, es importante reconocer el camino que han seguido las investigaciones recientes, conocer la historia de la disciplina que ha permitido un desarrollo tan asombroso. Para eso, la etiqueta es casi una cuestión de justicia. Cuando se abandona una etiqueta, se corre el riesgo de que se genere la impresión de que se está hablando de una cosa completamente distinta de la que hablan las personas que sí portan la etiqueta. Este modo tan impresionante de hacer filosofía es sin duda filosofía, y es filosofía analítica. Quizás, como nos pasaba en mi barrio, pasamos por alto que una etiqueta particular podría ser usada adecuadamente en ciertos casos y por ciertas personas pero no en otras circunstancias. Eso te puede meter en un lío.
No pretendo tratar de resolver ninguna controversia sobre el nombre que debería llevar este modo tan increíble de hacer filosofía. Tampoco pretendo decir que no hay otras formas dignas y fructíferas de hacer filosofía. Solo quiero compartir algo que yo desconocía y que me habría gustado saber antes. Quiero contribuir de alguna manera a que el velo que cubre este modo de hacer filosofía desaparezca. Quizás si menciono algunas investigaciones recientes, mi intento de compartir contigo este modo tan impresionante de hacer filosofía tenga algo de éxito.
Empiezo por algunas en las que he colaborado. En Granada, algunos hemos trabajado en el concepto de polarización afectiva y en las asunciones filosóficas problemáticas del modo en el que comúnmente se mide la polarización. También hemos trabajado en la relación entre ciertos tipos de desacuerdos y los procesos de división de la opinión, y en cómo detectar empíricamente estos desacuerdos en las discusiones públicas. Hemos desarrollado estudios con el objetivo de medir el efecto de ciertos factores contextuales en la percepción del carácter ofensivo de nuestras afirmaciones, y trabajamos actualmente en el posible uso de estos estudios para la medición indirecta de polarización afectiva. Hemos trabajado en el uso evaluativo del lenguaje y su relación con la manipulación de la opinión pública y la promoción de estereotipos y actitudes. Hemos trabajado en el tipo de información que comunicamos a través de nuestras afirmaciones políticas, y en las distintas cosas que podemos hacer cuando decimos “creo que”.
Desde que descubrí este modo de hacer filosofía no puedo evitar frustrarme cada vez que veo una reivindicación pública de la filosofía, con alguna excepción por supuesto. “Es más importante cultivar el espíritu que el dinero”. “Sin filosofía no hay pensamiento crítico”. En mi cabeza, estas frases están unidas a “Pareces un pobre” y “No seas pesetero”
La investigación en este modo tan impresionante de hacer filosofía es vastísima. Algunos ejemplos más, sin ánimo de privilegiar unas cuestiones sobre otras y sin intención de cubrir todas las cuestiones que esta filosofía aborda. La filósofa María José Frápolli ha trabajado, entre otras muchas cosas, en qué hacemos cuando usamos el predicado “es verdad”, y ha defendido una teoría prooracional. En su último libro ofrece, desde el trabajo de Frege, una aproximación pragmatista a la lógica, una propuesta que pone especial énfasis en la importancia y la utilidad de la filosofía de la lógica. La filósofa Esther Romero trabaja en metáforas y en el papel que juegan estas en la argumentación. Recientemente, ha analizado, junto con la lingüista Belén Soria, las tres principales teorías sobre metáforas, examinando cuáles pueden dar cuenta de la existencia de argumentos que dependen del uso de ciertas metáforas. La filósofa Cristina Corredor ha trabajado en el acto de habla de argumentar y en los diferentes efectos de la argumentación, internos y externos. También ha estudiado el papel del disenso en la deliberación política pública y en cómo el disenso introduce cambios en los derechos y deberes de quienes participan en la discusión. La filósofa Carla Carmona ha trabajado en un tipo de injusticia testimonial particular, que ha denominado “vacío testimonial”. Esta injusticia ocurre cuando una persona omite cierta información debido a la asunción culpable de que su interlocutora, dada su identidad, no la comprenderá. La filósofa Esa Díaz ha trabajado en los conceptos de orientación sexual y de mujer. Por ejemplo, ha discutido la relación entre nuestra orientación sexual, nuestros deseos sexuales y nuestra interpretación de ellos. La filósofa Claudia Picazo ha trabajado en cómo las normas de permisibilidad introducidas en una conversación a través de ciertas afirmaciones dependen del estatus y la identidad de quien hace tales afirmaciones. También ha trabajado en el éxito de las teorías semánticas que tratan de explicar el significado en términos de sus condiciones de verdad. La filósofa Marta Jorba ha trabajado en las condiciones que debe satisfacer una teoría sobre la percepción de experiencias que motivan una acción, como la experiencia de picor. También ha trabajado en el fenómeno del habla interna en conexión con cuestiones de salud mental y en los conceptos de clase y de género.
Desde que descubrí este modo de hacer filosofía no puedo evitar frustrarme cada vez que veo una reivindicación pública de la filosofía, con alguna excepción por supuesto. “Es más importante cultivar el espíritu que el dinero”. “Sin filosofía no hay pensamiento crítico”. En mi cabeza, estas frases están unidas a “Pareces un pobre” y “No seas pesetero”.
Todavía siento que el mundo no me pertenece, que todo cuanto debo hacer es aprender a jugar lo mejor posible a un juego cuyas normas no me corresponde tratar de cambiar. Pero independientemente de lo que sienta, este modo de hacer filosofía tan impresionante me permite, modestamente, intervenir en el mundo, aportar mi granito de arena, contribuir al avance del conocimiento y devolver a la sociedad una pequeña parte de todo lo que ella proporciona. La filosofía, la investigación y el conocimiento no pueden ser para uno. Su importancia no puede reducirse al efecto que causa en quien se dedica a ella. Aquí, como en mi barrio, hay que dar la mano y llevársela al corazón cada vez que llegas o te vas.
La reivindicación de la filosofía debería sonar más como este verso de las Ninyas del Corro: “Si ya sonamos así sin vuestros medios, imagina cuando los tengamos”. Mira la originalidad, la utilidad y la calidad tan alta de lo que se hace en esta filosofía con los pocos recursos que recibe e imagínate qué se podría hacer con más inversión. No queremos cultivar nuestro espíritu, queremos desarrollar proyectos que mejoren la calidad de nuestra sociedad. Queremos que crezca la investigación preocupada por cuestiones actuales importantes. Se necesitan más personas investigando en este modo tan espectacular de hacer filosofía porque hay contribuciones que solo se pueden hacer desde este modo de hacer filosofía. Quizás llegue el día en el que nadie se haga la pregunta de para qué sirve la filosofía. Quizás llegue el día en el que aquí también sobren las palabras.
Filosofía
#LaFilosofíaImporta #ESOesFilosofía
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Muy interesante el artículo. Se nota un tema en el que se puede profundizar. Sobran las palabras tiene más significado, y un significado inicial, que el autor no ha terminado de ver del todo. Pero los avances suelen surgir de malinterpretaciones; aquí tenemos otro de los puntos de los condicionamientos de las palabras.
Todo lo que he escrito ahora no tiene valor. Una experiencia bien aprovechada, como las que relata el texto, vale más que el diccionario más completo y que la conversión más trabajada. Esa es una de las ironías de la filosofía, que intenta trasladar en palabras lo que sólo se puede entender. Sobran las palabras, pero no por valiosas, sino por limitantes a lo que supone la experiencia humana. Sin embargo, aquí seguimos, siglos y siglos intentándolo.