We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Filosofía
Lenguaje de odio y límites del marco jurídico: lo que se pretende obstaculizar
La Fiscalía de Barcelona ha determinado recientemente que Mag Lari no incurrió en delito de odio al decir, mientras jugaba con una niña en el programa de televisión L’Au Pair de TV3, “soy el calamar gigante, vengo a comerme a la princesa”, y al momento añadir: “hablo en castellano porque así parezco más malo”. La Fiscalía no ve ningún encaje de lo ocurrido en ningún precepto del Código Penal (hasta que una modificación futura encuentre un encaje en este tipo de habla, ¿o acaso no imaginamos que sería posible encontrar en un futuro un acoplamiento de algo que no lo tiene actualmente?). La Fiscalía no ve contundencia en el lenguaje empleado por el ilusionista, y considera que, aunque sí existan ciertas tensiones ideológicas que puedan derivar en una lectura prejuiciosa sobre determinados grupos, no es suficiente para considerar que las palabras de Mag Lari inciten al odio. Son buenas noticias, sin ninguna duda. Al igual que también fueron buenas noticias que Willy Toledo fuera absuelto de los presuntos delitos de odio por cagarse en Dios y en la Virgen en febrero de 2020. Eso sí, la sentencia aprovecha para definir en qué consistió el lenguaje de Willy Toledo (y también el de Mag Lari): subraya la falta de educación, la poca sensibilidad y el lenguaje soez.
Sin embargo, la Fiscalía, en estos casos, hace algo más que decidir si el presunto lenguaje empleado en un determinado contexto es o no un delito de odio. El marco jurídico establece las cuestiones normativas que son relevantes para cada caso del presunto lenguaje ofensivo y, de este modo, ejerce un control sobre los aspectos semánticos del mismo. Un fenómeno es localizado (el caso de Mag Lari) y un marco trata de abordar el fenómeno (marco jurídico) y responder a ciertas preguntas normativas (¿fue libertad de expresión o delito de odio?) que fijan y limitan el problema a una serie de cuestiones (consideraciones sobre el lenguaje: quién habla, qué hace, a quién, si lo consigue, etc.), que son consideradas como las relevantes del caso. Lo importante es saber si ciertas palabras trascendieron la libertad de expresión o si, finalmente, fueron unas palabras maleducadas, con poca sensibilidad, pero nada más que eso: palabras que expresaron una opinión. Ahora bien, ¿qué o quién delimita que ciertas palabras estén más allá de la libertad de expresión?, ¿a través de qué medios?, ¿desde dónde y a través de qué marcos conceptuales se realizan esas decisiones? Si la Fiscalía hace algo más que decir si ciertas palabras fueron o no un delito de odio, ¿qué es lo que hace?
Se trataría de investigar en qué consiste ese más o ese plus que realiza el Estado como figura del padre que parece que solamente decide qué tipo de habla se realiza en los presuntos casos de delito de odio. Por un lado, y paradójicamente, si es legítimo luchar contra determinados tipos de lenguaje que menoscaban la dignidad de ciertos grupos y de ciertos individuos, lo que hace la judicialización del lenguaje de odio es, como ya apuntó Judith Butler en Excitable Speech, situar la fuerza del lenguaje de odio al (casi) mismo nivel que la fuerza de la palabra del Estado. De este modo, el marco jurídico, establecido con el fin de luchar contra las formas subordinantes del lenguaje, ya no decide solamente sobre los casos más complejos o más traumáticos (un marco que, por lo demás, logra dar cuenta del castigo, de la sanción y de la moralización, pero no de la elaboración del daño), sino que incluso examina y decide qué tipo de lenguaje se utiliza en, por ejemplo, casos tan insignificantes como el de Mag Lari.
¿Qué o quién delimita que ciertas palabras estén más allá de la libertad de expresión? ¿A través de qué medios? ¿Desde dónde y a través de qué marcos conceptuales se realizan esas decisiones?
La desigualdad en la complejidad de los casos sobre los que decide el Estado muestra que, para que el marco jurídico sea percibido como el lugar de resolución por antonomasia, este debe investir al lenguaje de odio de una fuerza casi igual de soberana que la suya. No se trata de disminuir o de no tener en cuenta el daño realizado por el uso de determinadas palabras, sino de percibir que, si determinado lenguaje es investido con cierta autoridad para hacer siempre lo que dice, entonces aparentemente solo un discurso con la misma fuerza podrá combatirlo. Esto es parte también de lo que decía Butler cuando afirmaba que “el Estado produce el lenguaje del odio”, no en el sentido de que sea responsable de los diversos insultos, sino en la dirección de que el Estado produce y delimita el ámbito del discurso público, estableciendo límites y dominios de lo que puede ser dicho y de lo que no.
Hay un posible contraargumento a la idea de que el Estado inviste con el mismo tipo de fuerza al lenguaje de odio que a su propia voz. Consiste en que este tipo de lenguaje ya era violento sin ningún tipo de investidura; este lenguaje ya hería o mataba antes de cualquier participación del Estado. La aparición del marco jurídico trata de evitar precisamente que determinado lenguaje realice lo que ya realizaba antes de que el Estado apareciese en la escena del crimen. Sin embargo, habría que preguntarse dos cosas: ¿qué tipo de respuestas y resistencias generaban esas palabras violentas?, ¿permitían formas de contestación que ahora, a partir de una excesiva regulación, van debilitándose? Además de esto, también podría preguntarse: ¿la judicialización del lenguaje violento no estimula y promueve ciertas concepciones de lo que significa y hace el lenguaje ofensivo?, ¿no se proyecta en la escenificación de los juicios formas teóricas de entender el lenguaje que son permeables y asimiladas por la sociedad? Al pedir al Estado que regule el lenguaje ofensivo, se le atribuye al poder de este lenguaje una fuerza soberana, transitiva y eficaz que, tal vez, no la tuviera de antemano. Y si tuviera una fuerza así de eficaz como algunos teóricos describen, ¿no podría provocar esta eficacia y este carácter soberano del lenguaje una respuesta, una forma de oponerse que cuestionara lo que pretendía hacer en un primer momento este lenguaje tan eficaz?
El lenguaje puede hacer cosas, y puede ser ofensivo antes de la participación del Estado en su regulación, pero si determinadas formas de hablar excitaban con intensidad, hace ya algunos años, formas de enfrentamiento, como luchas de respeto entre categorías de estatus de ciertos grupos (género, nacionalidad, orientación sexual, diferencia física, etc.), ahora este tipo de luchas, que llamó Richard L. Abel “luchas culturales”, se diluyen y tienden a desplazarse hacia la figura de un Estado que decide y dictamina qué tipo de habla debe ser sancionada y, por tanto, silenciada. Con este desplazamiento no solo se le dota, paradójicamente, del mismo tipo de fuerza al lenguaje de odio que al lenguaje del Estado, con el resultado de que solo una voz equivalente en fuerza podría “contenerlo”, sino que, además, se obstaculizan conflictos y enfrentamientos que eran fructíferos para la visibilidad y el reconocimiento (no solo institucional) de determinados grupos.
Desde esta perspectiva, creo que la crítica butleriana a la incursión del Estado debería extenderse, ya que no solo se trata de que no se cuestione el poder performativo del lenguaje de odio (como si siempre llevara a cabo la humillación y/o la subordinación), sino que también, a partir de su excesiva regulación, se limitan formas de conflicto que generaban sus frutos. De hecho, muchas veces los insultos, desprecios o humillaciones entre distintas identidades colectivas se solucionaban entre ellas mismas, a partir de unas disculpas, de unas matizaciones o de unas excusas retroactivas que iluminaban aspectos del conflicto. De esta manera, se reajustaban las posiciones sociales y se lograba un reajuste de ciertas identidades a partir del mismo daño lingüístico.
No es una contradicción admitir que el uso de determinadas palabras pueda producir daños y decir, al mismo tiempo, que las palabras ofensivas no siempre consiguen sus propósitos: humillar, disminuir, subordinar
Asimismo, una regulación excesiva del lenguaje ofensivo por parte del Estado presenta dos problemas más que, a mi parecer, tienen profundas consecuencias sociales. Cuestionar una excesiva regulación del lenguaje ofensivo significa también abrir la puerta a una posibilidad: que el lenguaje no realice lo que pretende decir. Negar o poner en duda que el lenguaje ofensivo no sea un tipo de acto ilocucionario (un acto lingüístico que realice la humillación o la subordinación) no quiere decir que se niegue el daño lingüístico. No es una contradicción admitir que el uso de determinadas palabras pueda producir daños y decir, al mismo tiempo, que las palabras ofensivas no siempre consiguen sus propósitos: humillar, disminuir, subordinar. Es importante insistir en esto, porque parece que la resignificación o la subversión se asocie con la idea de una ceguera, de una omisión que trata de negar el daño que produce la violencia lingüística en el otro. Hay un daño, las palabras pueden herir, pero de ahí no se deriva directamente que hagan lo que dicen, esto es, que subordinen o humillen. Una palabra puede herir, pero también abre la puerta a la contestación y a la afirmación de la propia vida, precisa y paradójicamente a través de los medios que tratan de desbaratarla.
La posibilidad de resignificar el lenguaje está directamente relacionado con lo que Randall Kennedy decía en su artículo “Who Can Say 'Nigger'?”, cuando apuntaba que la palabra “nigger” se convirtió en algo mucho más que un insulto o una ofensa. En el propio despliegue de sus usos, la palabra “nigger” se transformó, paradójicamente, en un terreno complejo de emociones contradictorias y de posibilidades abiertas. De hecho, como apuntaba Kennedy, muchos negros eligieron adoptar la palabra “nigger” o una forma matizada de la misma como un aspecto vital de su propia identidad cultural. En sus propios círculos empleaban la palabra, y de esta manera resignificaban la tradición de un término que había sido usado (y todavía se usa) para la descalificación y el abuso y lo transformaban en una palabra que hermanaba y estaba cargada de afecto y cariño. La palabra se había vuelto ambigua, y pasó de ser un signo de vergüenza que había que evitar a un signo de orgullo. Los usos de esa palabra se habían multiplicado, y según los contextos y los hablantes era utilizada irónica o graciosamente, incluso también como una palabra llena de fuerza vital.
Lo curioso, y esto conecta directamente con la regulación y la judicialización del habla ofensiva, es que aparecieron diversas voces externas (la mayoría de ellas blancas) que condenaban estos usos ambiguos e irónicos de la palabra “nigger”. Algunos llegaron a decir que la utilización de esa palabra entre los negros significaba que entre ellos había una atmósfera de aceptación y de autodestrucción, lo que propiciaba, además, que otras personas la usaran despectivamente hacia ellos: “After all, if blacks themselves do it, wha can’t others?” No parece, por lo tanto, que exista cierto temor a que el lenguaje ofensivo consiga excitar y desplazar sus primeros usos violentos hacia otros terrenos más subversivos. ¿No se apaga poco a poco esa capacidad de resignificación del lenguaje con la excesiva aparición del juez, del padre o del Estado que dictamina y produce dominios de lo que puede ser o no dicho?, ¿no hace que las subsiguientes subversiones, desobediencias y excitaciones sean menos potentes de lo que eran o podrían llegar a ser?
Por último, la excesiva regulación del lenguaje ofensivo conecta con un chiste que Slavoj Zizek cuenta cuando contrasta cómicamente algunos deslices discursivos de George W. Bush y Dan Quayle. En uno de ellos, Zizek señala cómo Dan Quayle (y podríamos añadir varios nombres a esa lista) utilizaba la pura tautología para ofrecer enfáticamente una explicación causal: “¿A quién hay que culpar de los disturbios? A quienes los causaron. ¿A quién hay que culpar de los asesinatos? A quienes los cometieron”. Esta tautología sigue la lógica política conservadora que insiste en que no hay que detenerse en las causas más profundas y complejas de los fenómenos sociales, sino que hay que responsabilizar a los culpables inmediatos que originaron los problemas. En el caso de la regulación del lenguaje ofensivo podría pasar lo mismo. Al reducir el examen del habla ofensiva a la escena de enunciación, lo que se busca es al individuo culpable identificado como la “causa” de la ofensa.
Pero, ¿no oculta el marco jurídico causas “más profundas”, desplazando las estructuras y los problemas del racismo a un sujeto particular? Hay que matizar, nuevamente, que no se trata de negar la responsabilidad del sujeto, ni de no perseguir determinados usos del lenguaje, sino de cuestionar si la persecución individual como causa del lenguaje de odio racista no oculta precisamente, y como señalaba insistentemente Butler, las causas más complejas del racismo.