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Mort d’un voyageur (Seuil, París, 2020) comienza con un hecho donde se encuentra, de manera explícita, casi toda esta historia de compromiso científico, político y producción de la verdad sobre la dominación social. Didier Fassin recibe una comunicación sobre la muerte, a manos de una unidad especial de la Gendarmería, de una persona perteneciente a una comunidad nómada ―en francés gens de voyage―. La familia del fallecido quería explicarle el acontecimiento y, de ese modo, pedirle ayuda para que se restituyese una injusticia. Esa muerte, según le expusieron, no se produjo como las instancias policiales, judiciales y mediáticas dijeron que se había producido: no murió porque, siendo un delincuente evadido, obligó con su resistencia a que le disparasen militares que le superaban con mucho en número, armamento y entrenamiento letal. Fassin, sociólogo y antropólogo reconocido, tal era la petición, había de servir de intermediario para restituir estos hechos. Dominación y desigualdad, compromiso, ciencia, verdad.
De ese modo, comienza la lección epistemológica de este libro. Incluso para una comunidad minorada, las ciencias sociales críticas tienen un valor incalculable: sirven como salvaguarda de una verdad diferente a la oficial. Por supuesto, la base de semejante posibilidad se encuentra en la trayectoria del interpelado, quien desarrolla desde hace tiempo una brillante carrera académica alrededor de una concepción crítica y rigurosa de la ciencia social. El segundo adjetivo importa especialmente.
Fassin no otorga valor especial a la visión de quienes demandan su apoyo, pero sabe algo muy importante. Las verdades de un acontecimiento pueden ser variadas, pero no se encuentran en igualdad de condiciones: unas tienden a ser creídas por encima de otras
Porque la segunda lección de este libro se encuentra ahí: en cómo Fassin considera que puede responder a esa demanda. Por supuesto, para hacerlo pudo haber activado al ciudadano y señalar su apoyo a las demandas de clarificación del acontecimiento, convertido ya en una empresa política gracias a la acción valerosa de familiares y amigos de la víctima y de muy pocos militantes. Pero decidió hacerlo como sociólogo y antropólogo, seguramente con la conciencia de que era la mejor manera de responder a la petición de los familiares. Por tanto, Fassin no otorga valor especial a la visión de quienes demandan su apoyo, pero sabe algo muy importante. Las verdades de un acontecimiento pueden ser variadas, pero no se encuentran en igualdad de condiciones: unas tienden a ser creídas por encima de otras. Es decir, existe una economía epistemológica que resalta el valor de ciertos emisores. Así, este segundo movimiento epistemológico conjuga dos perspectivas. La veracidad de un agente, su sinceridad auténtica, no es idéntica a la verdad y Fassin nos recuerda la película Rashomon (1950) de Akira Kurosawa. Pero eso significa que debemos reconstruirlas de nuevo para proponer un veredicto. Aquí comienza el trabajo científico que, nos recuerda el autor, tiene como modelo otro clásico, en la ocasión de Sidney Lumet, y que no es otro que Doce hombres sin piedad (1957).
Retengamos los dos primeros movimientos epistemológicos. Fassin, que obviamente es un ciudadano como cualquier otro, es conocido por ser un académico comprometido. Su compromiso se ejerce manteniendo la tensión entre obligaciones políticas y científicas, sin dejar que unas aneguen a las otras. Para lo cual, segundo movimiento, Fassin decide situarse en una dimensión básica de la producción de enunciados: el de la observación de los acontecimientos. La doxa acerca de un acontecimiento se encuentra condicionada por la posición de quienes lo observan. Estos, como explicó con otra metáfora cinematográfica Jean-Pierre Olivier de Sardan en La riguer du qualitatif. Les contraintes empiriques de l’intépretation socio-anthropologique (Academia Bruylant, Bruselas, 2008), solo acceden a una secuencia limitada de lo que ha sucedido. Es el nivel de lo que a partir de Otto Neurath se ha conceptualizado como estimulación sensorial de un observador ―sobre la epistemología de Neurath, puede verse el texto que escribí junto con Jorge Costa Delgado, “Neurath, Passeron, and protocol sentences in sociology”, en la revista Cinta de Moebio 74, p. 65-77―. En términos de quienes defienden la ruptura epistemológica como condición de la actividad científica, esto significa lisa y llanamente lo que Bourdieu, Chamboredon y Passeron llamaron ―en El oficio de sociólogo (EHESS, París, 1968, p. 106)― el principio de no-consciencia de los actores que actúan en la realidad. No creo traicionar el libro al vincularlo con un clásico que no goza hoy de excesivo predicamento. Fassin reivindica que la verdad producida tras su trabajo resulta de un esfuerzo de ruptura con las perspectivas dependientes de las instituciones sociales o ideológicas (Mort d’un voyageur, p. 23).
¿Cómo rehacer esa doxa? Dando la palabras a todas las perspectivas implicadas, sabiendo que todas no gozan de la misma credibilidad social. Hay un juicio previo que descalifica a unas y enaltece a otras.
El tercer movimiento epistemológico de nuestro autor consiste en comenzar a producir esos testimonios. Están por supuesto los registros médicos, policiales y judiciales del acontecimiento, pero en ellos se detectan dos tipos de exclusiones. Una primera es la de todos aquellos testimonios de los agentes del Estado que desentonan con la verdad oficial. Según esta, el transeúnte atacó con un cuchillo a gendarmes que le apuntaban con armas de asalto, y todo ello después de que los disparos del taser no consiguieran inmovilizarlo: nada menos que procedió a arrancárselos y a abatir a un gendarme. Pese a lo cual, y en medio de una lucha tan dramática, los médicos no encontraron daños físicos en el cuerpo (p. 45). Pero es que, además, el doctor que acudió al lugar en la unidad móvil de urgencias señaló, en la conversación que mantuvo dentro del vehículo y que permanece registrada, que el muerto no tenía arma alguna (pp. 48-49). Fassin resalta que un delincuente poco peligroso mereció la intervención de una unidad militar de élite, trasladada expresamente al lugar, y todo ello dentro del contexto de los atentados de 2015 en suelo francés. La prensa, ¡quién podría sorprenderse!, utiliza como fuente de los acontecimientos al fiscal instructor, el cual consideraba que los gendarmes hicieron lo necesario, pese a que el juez instructor consideró culpables a los autores de los disparos (pp. 61-63). Por supuesto, Fassin restituye lo que vieron el padre, la madre y la hermana del caído ante los gendarmes.
¿Cuál es el sentido profundo de este movimiento? Quizá sea obvio, aunque luego, en la práctica, no lo es tanto: un científico social produce nuevos datos y, en bastantes ocasiones, esos datos se encuentran guarnecidos por barreras sociales y políticas. Estas enfrentaron a Fassin con funcionarios de orden público y de la justicia decididamente entrenados para imponer su versión. Esta dimensión factual plantea los mayores desafíos a la ciencia social: no es igual de sencillo producir datos sobre transeúntes que sobre jueces, militares y policías, lo cual obliga a pensar en cuáles son los costes personales y de todo tipo que arrostra quien lo pretende: desde los que tienen que ver con su persona hasta lo que podría significar para una carrera académica enfrentarse a la verdad establecida. Fassin, sin duda, puede hacerlo por su gran competencia profesional ―validada en etnografías difíciles, que han dado lugar a obras ya clásicas― y por su prestigio simbólico, lo cual no resta un ápice al coraje de quien, además de poder hacerlo, se decide a hacerlo.
Entramos en el cuarto y último movimiento de Fassin, el más arriesgado y dramático, aquel en que nos propone una versión de lo que sucedió. La verdad, nos explica, se establece a partir de una selección entre las diferentes versiones de lo que existe, todo ello seleccionando los testimonios objetivos ―fundados en huellas materiales, corporales, médicas…― y subjetivos o testimoniales: estos se organizan empequeñeciendo los testimonios de los familiares y enalteciendo y volviendo coherentes los de los militares implicados. Existe, pues, una jerarquía de credibilidades que actúa dentro de las las redes de capital social, las cuales vuelven a ciertos testimonios más fáciles de considerar que otros, precisamente porque son los de gentes socialmente próximas (p. 116). Pero es que la verdad también depende de perspectivas morales. Las instancias del Estado suelen tener una visión consecuencialista del bien común, la cual tiende a justificar a sus agentes por los efectos que tendría desautorizarlos. Frente a esta, se encuentra una verdad vinculada con lo sagrado, en la que el sujeto se confronta con lo divino, y donde la verdad no admite negociación alguna. Esta última perspectiva es la que guía a muchos próximos del fallecido, y la que les ayuda a persistir, contra viento y marea, para que se establezca justicia, incluso cuando la administración estatal de la justicia ha dictado su veredicto.
¿Cómo resolver este puzzle? Fassin señala que la versión de los familiares es simple, clara y convergente, mientras que la de los gendarmes solo lo es cuando explican en grupo, pero no individualmente: no queda clara la cuestión del arma, desde dónde se realizaron los disparos del taser ni los efectos que tuvieron. Por lo demás, la idea de un hombre armado con un cuchillo y atacando a militares adiestrados despierta, como mínimo, una credibilidad con muchas reservas. En fin, se encuentran también los elementos objetivos: la escena del crimen no se protegió, las heridas aducidas que no han dejado marcas, el modo en que estaba situado el cuchillo, el testimonio en caliente del médico de urgencias, una autopsia que muestra una dirección de los disparos de arriba abajo ―¿cómo es posible que sea esa la trayectoria de quien se está defendiendo?―, las propias variaciones entre unos disparos y otros (nueve segundos). Y, dándole un marco a todo ello, la intervención de un cuerpo de élite para llevar a prisión a un delincuente al que un gendarme local decía haber podido conducir por sí solo y de manera pacífica. Estas unidades sobreentrenadas tienden a producir intervenciones desproporcionadas con resultados como estos.
Fassin no se sitúa en el punto de vista de los dominados, sino en el de su función académica de investigador. Y, desde esta función, en las ciencias sociales críticas hay que saber que las verdades deben rescatarse de la maleza de los prejuicios
En este punto, Fassin pone en funcionamiento una distinción surgida de sus trabajos de campo en Ecuador o Sudáfrica, su trabajo sobre el saturnismo infantil o sobre el agua en la localidad norteamericana de Flint, o sus reflexiones sobre la pandemia de la COVID-19. Las teorías del complot, fuertemente cuestionadas por las ciencias sociales y por el sentido común mediático, tienen fundamentos en ciertos acontecimientos: aunque fuesen falsas en conjunto, responden a un intento de otorgar sentido a complots que existen efectivamente. Mediante estos, agentes poderosos consiguen ejercer perjuicios librándose del escrutinio público. Como señala bien en su imprescindible trabajo Les mondes de la santé publique. Excursions anthropologiques. Cours au Collège de France 2020-2021 (Seuil, Paris, 2021, pp. 173-174), las teorías conspiratorias son una condición de acceso a la inteligibilidad del mundo social por parte de sujetos sojuzgados. Fassin se aproxima así a las ideas de Fredric Jameson, quien en The Geopolitical Aesthetic: Cinema and Space in the World System (Bloomintong, University Press, Indiana, 1995, pp. 1-6 ), consideraba que la conspiración era siempre un intento primero y respetable de elaboración de una totalidad.
Esa perspectiva de totalidad donde se integran los datos, y sin la cual estos carecen de sentido, fue la que abría una obra clave de la que enseguida se cumplen cien años: Historia y conciencia de clase (Siglo XXI, Madrid, 2021). En su primer ensayo, Lukács aseveraba provocativamente: todo el contenido empírico de la obra de Marx puede ser falso, porque no estuviese bien registrado o porque, lo que fue verdad entonces, ha dejado de serlo (pp. 55-56). Sin embargo, permanece algo esencial: la perspectiva de construir las totalidades donde los datos cobran su sentido y en las que podemos calibrar bien su sentido empírico. En epistemología, esa perspectiva holista permite hablar de la indeterminación empírica de las teorías, el conocido como principio de Neurath-Quine. Lukács vincula ese problema epistémico con la transformación social y es con esa línea con la que conecta Fassin, pese a que su perspectiva no sea estrictamente encuadrable en el marxismo. Sí lo es, en cualquier caso, en una tradición crítica de las ciencias sociales. Para esta, reconstruir una totalidad no solo exige penetrar en el sentido difícil de comprender de una observación empírica, sino también comprender las relaciones de explotación y dominación en las que estas observaciones acontecen. Fassin no se sitúa en el punto de vista de los dominados, sino en el de su función académica de investigador. Y, desde esta función, en las ciencias sociales críticas, hay que saber que las verdades deben rescatarse de la maleza de los prejuicios, a menudo con dificultades importantes para la investigación. Ojalá su modélica obra toda ―no solo esta― se convirtiese en una guía de perplejos maimonídea, para quienes deseen comprometerse con la verdad desde las ciencias sociales; compromiso que en un mundo de desigualdad e injusticia ya es, en sí mismo, político. Al fin y al cabo, eso es lo que le pidió la familia del hombre asesinado, y a lo que Fassin respondió como debe hacerlo un sociólogo y un antropólogo: investigando en serio.
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Entiendo que, al juzgar al autor, se parte de un previo demasiado cercano. Decir que lo que utiliza no son los datos sin más, sino interpretados en función del contexto ideológico-político en que han sido generados, ignor aque esa interpretación es fruto de otro previo que remite a Marx, aunque cueste aceptarlo. La manipulación de la verdad es tarea del estado, adopte este la forma que adopte, porque está al servicio de una determinada clase social y busca su perpetuación. El resto, en lo referente al valor moral del autor, acuerdo absoluto.