
Historia
Recordando el Newport Folk Festival de 1965
If your memory serves you well…
(de “Wheels of Fire”, Dylan/Danco)
La reconstrucción de hechos del pasado tiene siempre un fuerte atractivo, incluso si para esta reconstrucción se escogen temas contemporáneos de los que a veces existen documentos audiovisuales. ¿Por qué esta atracción? La reconstrucción o representación exige una puesta en escena y esta siempre es una forma de hacer revivir en nosotros el hecho mismo. El acontecimiento, incluso en el caso de que tengamos acceso a documentos muy precisos, contiene siempre un factor subjetivo que pertenece al autor de la reconstrucción, pero también a aquel que asiste al espectáculo final. Y esto es así porque el acontecimiento mismo, incluso en el momento que se produce, es un conjunto de hechos dispares, a menudo carentes de un sentido unitario, materia prima caótica susceptible de ser organizada siguiendo una multitud de criterios diversos. En la liturgia religiosa, por cierto, los criterios de representación son fijados para siempre y la representación tiene que ser totalmente fiel al hecho fundacional que se quiere ritualizar, por muy fantástico que se quiera este hecho. Dentro de la expresión artística no se da esa fidelidad, y la representación de un determinado episodio histórico puede estar sujeta a las aspiraciones y deseos del creador.

En realidad, la recreación histórica más o menos veraz del acontecimiento nos hace contemplarlo vinculado de nuevo a la emoción. El arte vivifica el recuerdo y la memoria colectiva, les inyecta una nueva savia, hace que el mero documento resucite de su cíclico letargo. Ahora bien, el hecho de que la representación nos haga revivir un acontecimiento no quiere decir que nos abra un acceso inesperado a la verdad de ese acontecimiento. En realidad, en muchas ocasiones puede hundirnos más en la perplejidad y el misterio que rodea siempre todo lo que ocurre, dejándonos con nuevas dudas e interrogantes, es decir, con una nueva conciencia de lo complejo que es traer al tiempo presente una anécdota cualquiera. Quizá sea esa, paradojicamente, la verdadera función de la reconstrucción histórica.
El acontecimiento, incluso en el caso de que tengamos acceso a documentos muy precisos, contiene siempre un factor subjetivo que pertenece al autor de la reconstrucción, pero también a aquel que asiste al espectáculo final.
Hay innumerables ejemplos de lo que acabamos de decir. ¿Cómo se desarrolló en verdad el discurso fúnebre que Marco Antonio lanzó al populacho de Roma después del magnicidio de César? ¿En qué medida Shakespeare, Mankiewicz y tantos otros que han recreado este episodio nos acercan a la verdad del hecho? Cuando Galdós muestra los entresijos de la batalla Trafalgar o el Motín de Aranjuez, ¿nos está brindando la verdad o solo una de las muchas verdades probables? Más cercano a nosotros, Bertold Bretch reconstruyó el juicio a Galileo, un momento crucial en la historia en que la Iglesia parecía poder silenciar el avance del conocimiento científico, que a partir de entonces sería imparable. Y, por hablar de otro famoso juicio, ¿qué hay de verdad histórica en el rostro implorante e intenso de la Juana de Arco en la vieja película de Dreyer? Los ejemplos que podríamos sacar del cine, el teatro y la literatura son, como decimos, infinitos.

Como ya se ha señalado en la prensa, en su película sobre Dylan Mangold se toma varias libertades, no respetando una estricta cronología de los hechos e inventando otros. Lo que es curioso es que afirme basarse en el competente libro de Elijah Wald, Dylan Goes Electric (2015), cuando la película, que elige un camino mitificador y fantasioso, contrasta justamente con la búsqueda de objetividad del libro de Wald, profusamente documentado.
Pero, ¿cuál es el meollo de la historia? ¿La ascensión fulgurante de un músico provinciano a la categoría de estrella internacional? ¿Sus enredos sentimentales? ¿El escrutinio de un ego artístico tortuoso y esquivo? ¿La enésima crítica de los tejemanejes del showbusiness? ¿La confrontación de dos mundos, el del folk-protesta y el del rock electrificado? ¿La representación dramatizada de un desencuentro de dimensiones históricas?, etc.
En su película sobre Dylan Mangold se toma varias libertades, no respetando una estricta cronología de los hechos e inventando otros
No renunciemos, de entrada, a ninguna de estas opciones, pero no olvidemos tampoco que la motivación principal de la película, su centro de gravedad, es ese momento del festival de 1965 que hizo bascular una buena parte de la historia de la música popular. El festival de Newport de aquel verano elevado a su máxima potencialidad simbólica: Dylan rompe definitivamente con el mundillo del folk comprometido para consagrarse a una visión artística y personal de las cosas. El rock se hace maduro, empieza una nueva leyenda. El mito de la contracultura de la que, como decía Al Kooper, Dylan representaba entonces su “más radical visión”, testimonio recogido en el libro de Daryl Sanders, That Thin, Eild Mercury Sound (Chicago Review Press, 2019, p. 26).
Mangold ha preferido una versión rotunda e inequívoca de los hechos, obviando deliberadamente que una parte del público estaba allí para escuchar al nuevo Dylan eléctrico

En fin, durante la famosa noche de domingo en que Dylan sale finalmente a tocar Mangold ha preferido una versión rotunda e inequívoca de los hechos, obviando deliberadamente que una parte del público estaba allí para escuchar al nuevo Dylan eléctrico y que los abucheos, que sin duda existieron, no podían ser del todo unánimes o no respondían necesariamente a las mismas motivaciones, dadas las características del público allí reunido.
De jóvenes todos contábamos muy seguros que Pete Seeger había cortado aquella noche los cables del amplificador del grupo de Dylan para acabar con aquel pandemonium de sonido eléctrico, mercurial y provocador. Mangold no ha osado ir tan lejos... Una pena, aunque solo fuera por ver cómo habría resuelto la peripecia de un enorme y chispeante corto-circuito.
Es necesario recordar que en su película sobre Dylan, I' m Not There (2007), el realizador Todd Haynes optó por la misma visión inequívoca de Newport, pero la película de Haynes no gravitaba sobre este único hecho, y de todas formas su cinta posee valores artísticos de los que carece la de Mangold.
Quizá el mayor reproche que se le pueda hacer a la película es el de privarnos de ese halo de misterio e irrealidad que envuelve los momentos de verdadero drama
Hay otros detalles como el hecho de que en la película sea el mismo Johny Cash quien tiende la guitarra acústica a Dylan para que vuelva a salir al escenario para despedirse, lo que el libro de Wald no asegura, o que del público airado surja la famosa acusación de “traidor” y Dylan responda algo así como “no os creo”, episodio aproximadamente real que se producirá en verdad meses más tarde durante la gira británica. Todo ello le permite a Mangold, sin duda, acentuar el carácter dramático y simbólico de la ruptura dylaniana en el festival de Newport.
En su libro Elijah Wald intentaba mostrar justamente la complejidad, la ambigüedad, la dificultad que tenemos siempre a la hora de establecer la realidad de un hecho histórico. Mangold, por su lado, ha tomado el camino opuesto: reducir al máximo la zona de incertidumbre y la complejidad, para proponer un producto acabado donde no es posible dudar. Quizá el mayor reproche que se le pueda hacer a la película es el de privarnos de ese halo de misterio e irrealidad que envuelve los momentos de verdadero drama, cuando voluntades y destinos entran en colisión y falta un demiurgo que tenga en sus manos todas las claves de interpretación.
Mangold tal vez no ha podido o no ha sabido filmar ese haz de contingencias que constituye el acontecimiento real, y que en el fondo es una quimera llena de disonancias y contrasentidos. Y, en este caso, de decibelios.
Y por eso la película discurre por raíles de tranquila rectitud, para no sorprender demasiado al espectador. Basta ver esas imágenes finales de Guthrie y Dylan, en el hospital, que nos recuerdan vagamente a Obi Wan Kenobi y Luke Skywalker, el viejo maestro y su discípulo aventajado, fetiches reconocibles para generaciones enteras de espectadores adiestrados.

Lo que sería francamente desagradable.
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