Historia
Inteligencia artificial y la nueva lucha de clases
La inteligencia artesanal
A principios del siglo XV, Johannes Gutenberg mantenía a su familia gracias a los trabajos de orfebrería de sus talleres de Maguncia y Estrasburgo. Su experiencia con las aleaciones le permitió concebir una, hecha de antimonio, estaño y plomo, que, a pesar de su dureza, se fundía con facilidad. Recurriendo a esta amalgama, fabricó en secreto los primeros caracteres móviles para las imprentas que empleaban, hasta entonces, unas planchas fijas de madera. Gutenberg no disponía de los conocimientos de química requeridos para explicar por qué aquella aleación reunía esas cualidades (la alquimia de aquel entonces era incapaz de darle una respuesta y es probable que no se hiciera tampoco esa pregunta). Para alcanzar ese resultado, le bastó con su larga experiencia práctica. Esa pequeña modificación técnica dio sin embargo lugar a una de las revoluciones más impresionantes de la historia de la humanidad. Antes de que Gutenberg imprimiera su Biblia, se publicaban en Europa unos 400 libros cada año. Después, la cifra se elevó a 12 millones. Durante todo el siglo XVI, se imprimieron unos 200 millones de volúmenes, y en el XVIII, alrededor de mil millones. El ingenio de la humanidad empezó a acumularse en bibliotecas públicas y privadas adonde cualquier persona letrada podía ir a consultarlo. Y esas personas letradas empezaron a ser cada vez más (los obreros gráficos enfermos de saturnismo también, pero eso es otra historia).
A principios del siglo XVIII, John Harrison era un humilde carpintero de Yorkshire fascinado desde crío con los mecanismos de relojería. Y por eso, durante años, construyó relojes con el material que conocía mejor: la madera. Entiéndase bien: no se limitaba a confeccionar así los cofres y los cuadrantes sino también los engranajes que segaba, limaba y pulía con infinita paciencia en planchas de roble y boj. Hasta que las vicisitudes de la marina comercial inglesa cambiaron súbitamente su suerte. Los navegantes de la época disponían de sextantes para medir la latitud gracias a la posición del sol. Pero para calcular la longitud, necesitaban relojes que les permitieran contar con extrema precisión cuánto tiempo habían navegado desde un punto conocido hacia el Este o el Oeste. Y como los relojes de la época atrasaban o adelantaban varios minutos por día, los barcos terminaban errando durante semanas en la inmensidad del océano por no dar con las coordenadas justas de alguna pequeña isla. El rey Jorge III propuso entonces una recompensa de 20.000 libras esterlinas para quien lograse construir un cronómetro capaz de soportar la humedad y las sacudidas de las naves y de seguir dando la hora con una puntualidad intachable. Después de muchas vicisitudes, Harrison se alzó con ese premio gracias a un reloj de madera dotado de una precisión de menos de un tercio de segundo diario. Todavía puede contemplarse en una vitrina del National Miritime Museum de Londres donde sigue dando la hora exacta.
Gutenberg y Harrison son apenas dos ejemplos de la contribución de los artesanos a la historia del conocimiento técnico y científico. Una miríada de alfareros, cerrajeros, cinceladores, ebanistas, forjadores, ópticos, plateros, relojeros, talabarteros y tejedores, que sabían cómo fabricar los más diversos artefactos, no cesaron de perfeccionar ese saber y legárselo a sus aprendices durante generaciones. Establecieron así los primeros jalones de aquellos mismos conocimientos técnicos y científicos que acabarían con ellos, cuando los ingenieros formados en la física de Newton y Torricelli, la química de Lavoisier y Avogadro o el electro-magnetismo de Faraday y Maxwell empezaron a construir máquinas cada vez más sofisticadas. Gracias a los progresos del conocimiento, la producción fabril se automatizó y remplazó a los artesanos expertos por trabajadores descualificados.
Ya en 1801, el abogado francés Pierre-Edouard Lémontey se quejaba de la extrema simplificación de las labores provocada por la división del trabajo en las fábricas automatizadas. “La simple monotonía, la repetición de un mismo sonido, del mismo gesto, resultan, en un primer momento, molestos, irritan a continuación y terminan sumergiendo a alguien en el sueño o el letargo”. El “obrero-máquina”, escribía, sufre una “completa degradación de las facultades intelectuales” y esto lo distingue de los antiguos artesanos que conjugaban las “fuerzas musculares” con nociones de “dibujo, cálculo y química” para formar una “notable especie humana” que conservaba todavía el “amor de la independencia” y el “gusto por la vida errante”, debido a que transportaban fácilmente sus pericias por las urbes europeas. El “obrero-máquina” era, en cambio, una combinación de ignorancia, timidez y sedentarismo. El lionés constataba incluso la acentuada degradación de su palabra. No había ni punto de comparación entre la conversación viva e ingeniosa de los viejos artesanos y las respuestas pobres y descoloridas de los obreros fabriles. Lémontey concluía entonces que el “trabajo complicado” era infinitamente superior al “dividido”, debido a que la economía fabril convertía al obrero en “accesorio” de las maquinarias que pasaba sus jornadas abriendo y cerrando una válvula o fabricando “la décima parte de una aguja”.
La inteligencia industrial
Cinco décadas más tarde, un filósofo alemán corroboró desde Londres las observaciones de Lémontey. La sustitución de los artesanos por obreros descualificados había sido incluso calamitosa en algunos puntos del planeta, como ocurrió cuando los huesos de los tejedores empezaron a “blanquear las llanuras de la India”. Pero en vez de verter sus lágrimas sobre la tumba de los artesanos, Karl Marx combinó las observaciones de Lémontey con las teorías económicas de Adam Smith y David Ricardo. A finales del siglo XVIII, el primero había elevado el quantum de trabajo abstracto al estatuto de valor común de las diversas mercancías. Si los productos cualitativamente diferentes podían valer lo mismo, se debía a que los tiempos requeridos para fabricarlos resultaban comparables. Pero estos tiempos solo podían compararse si las cualificaciones del trabajador no se tomaban en cuenta. Y las cualificaciones de los trabajadores dejaron de tomarse en cuenta cuando empezaron a dividirse en la cadena de montaje de las fábricas automatizadas. Marx conocía bien la Filosofía de las manufacturas del británico Andrew Ure, quien había asegurado que “con el sistema automático el talento del artesano” se veía “progresivamente sustituido por simples supervisores mecánicos” con salarios y condiciones de trabajo marcadamente inferiores. Ure no tenía ningún escrúpulo en celebrar este remplazo dado que los artesanos resultaban tanto más “obstinados e intratables” cuanto más “hábiles” eran. No disimulaba, en todo caso, que los dispositivos automáticos eran máquinas de guerra contra las corporaciones y los gremios de los viejos artesanos. Porque, a diferencias de estos, los nuevos trabajadores resultaban descartables.
A los trabajadores, el capitalismo industrial no les arrebató solamente una buena parte de su tiempo sino también el savoir faire que los volvía independientes.
A nadie se le hubiese ocurrido equiparar las horas de trabajo de un hábil tejedor de seda y las de un obrero reducido a efectuar movimientos rutinarios. Sería como cotejar un concierto de una hora de un músico profesional con una hora de trabajo del empleado de un bar encargado de sustituir los rollos de una pianola. Gutenberg o Harrison no vendían sus horas de trabajo sino sus productos terminados. Hasta que los progresos de la ciencia y de la técnica perfeccionaron las máquinas y tuvieron un efecto inverso sobre los trabajadores: los convirtieron en seres ignorantes y sujetos a la nueva maquinaria. Esta descualificación del trabajo les permitía a los dueños de las fábricas acumular esas horas bajo la forma de capital fijo (infraestructura) y variable (salarios). A los trabajadores, el capitalismo industrial no les arrebató solamente una buena parte de su tiempo sino también el savoir faire que los volvía independientes.
Si los productos cualitativamente diferentes podían valer lo mismo, se debía a que los tiempos requeridos para fabricarlos resultaban comparables. Pero estos tiempos solo podían compararse si las cualificaciones del trabajador no se tomaban en cuenta.
Para elaborar su teoría de la plusvalía, Marx se había inspirado en la carta pública que un discípulo de Ricardo, Charles Dilke, le había dirigido en 1821 a un ministro de Su Majestad: sir John Russell. Dilke se preguntaba por qué, a pesar de los avances en la maquinaria industrial y la prodigiosa reducción del tiempo de fabricación de los productos de consumo, los obreros trabajaban todavía más, y no vivían mejor, que sus ancestros, los celtas. Este economista estimaba que la mayoría de las horas de trabajo no estaban siendo destinadas a cubrir las necesidades vitales del trabajador y su familia sino a acumular capital. Y concluía que la auténtica “riqueza de las naciones” no era el capital acumulado sino “la libertad, libertad para buscar diversiones, libertad para gozar de la vida, libertad para cultivar el espíritu: es el tiempo disponible y nada más” (que todavía en 2025 los representantes del pueblo sigan oponiéndose a la restitución de ese tiempo libre expropiado por el capital, muestra hasta qué punto, como sentenciaba el propio Marx, la moral de las generaciones muertas “oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”).
Gutenberg y Harrison son apenas dos ejemplos de la contribución de los artesanos a la historia del conocimiento técnico y científico. Una miríada de alfareros, cerrajeros, cinceladores, ebanistas, forjadores, ópticos, plateros, relojeros, talabarteros y tejedores, que sabían cómo fabricar los más diversos artefactos, no cesaron de perfeccionar ese saber y legárselo a sus aprendices durante generaciones
La inteligencia artificial
Pero Marx pensaba que el automatismo terminaría erradicando muy pronto el trabajo descualificado (o, por llamarlo así, descerebrado). Y, con esta erradicación, sobrevendría el fin del capitalismo. Por eso no simpatizaba mucho con los artesanos resueltos a destruir las máquinas que competían con su savoir faire y los arrojaban a la miseria. La lucha de clases que le interesaba era otra: el novísimo combate de los obreros descualificados contra los patrones que les arrebataban sus horas de plustrabajo. El capitalismo, en efecto, se asienta en una contradicción: “tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo”, escribía Marx en sus Grundrisse, “mientras que pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de riqueza”. Pero “el desarrollo del capital fijo” o, si se prefiere, de los medios técnicos de producción, “revela hasta qué punto el conocimiento, o knowledge social general, se ha convertido en una fuerza productiva inmediata y, por lo tanto, hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect y se han remodelado en conformidad con este”.
Hace años que ingresamos en esa etapa pronosticada por Marx: el conocimiento colectivo sustituyó al trabajo descualificado en la producción de las riquezas. Pero el capitalismo sigue vivito y coleando, a menos que supongamos, siguiendo a Yanis Varoufakis, que acabamos de ingresar en la era de un orden “tecnofeudal” cuya clase dominante no se enriquece con la apropiación del plustrabajo sino con las suculentas rentas generadas por las suscripciones a los servicios en línea. El dueño de una empresa productora de softwares para bases de datos, Larry Ellison, acaba de desbancar a Elon Musk de la primera plaza en el podio de las personalidades más ricas, entre quienes se encuentran otros proveedores de servicios por internet: Jeff Bezos y Marck Zuckerberg.
La actitud de los estudiantes resulta, en este aspecto, premonitoria: ¿por qué no recurrir a la IA en los exámenes si, de todos modos, mañana serán remplazados por ella?
Los progresos tecnológicos −los progresos del general intellect− les habían permitido a los patrones de las fábricas automatizadas acumular trabajo abstracto bajo la forma de capital fijo y variable. Los nuevos dispositivos informáticos les permiten a los empresarios acumular el propio general intellect en sus descomunales data centers. En un ensayo de 2012, Michel Serres comparaba a los humanos del flamante siglo XXI con el primer obispo de París, San Dionisio. Una leyenda piadosa cuenta que este mártir transportaba su cabeza con las manos después de haber sido decapitado por las autoridades romanas. En lugar de buscar una información en nuestro cerebro, lo hacemos con nuestros pulgares en los teléfonos móviles y las tabletas digitales. Serres celebraba esta memoria externalizada porque nos permitía reservar nuestro cerebro para el razonamiento y la invención. Y qué mejor que una biblioteca portátil a disposición de cada uno en cualquier tiempo y lugar. La salida de la Galaxia Gutenberg parecía promisoria. Pero aunque supongamos que el razonamiento y la invención lograsen separarse de la memoria (lo que me parece dudoso), y que la liberación de espacio de memoria nos permitiera incrementar esas performances (lo que está lejos de ser cierto), existen algunas dificultades que Serres no llegó a prever. Y es que esas facultades también fueron externalizadas cuando la inteligencia artificial hizo irrupción en el mundo.
Hace años que ingresamos en esa etapa pronosticada por Marx: el conocimiento colectivo sustituyó al trabajo descualificado en la producción de las riquezas
La parábola de Dionisio de París conoció un triste desenlace: la IA no solo empieza a recordar sino también a razonar e imaginar por nosotros. En lugar de recurrir a la razón y el ingenio para redactar exámenes o tesinas, los estudiantes universitarios pueden recurrir a Gemini o ChatGPT, que lo harán mejor que ellos. ¿Y los traductores? La IA traduce en un santiamén un libro y, por el momento, aquellos solo se limitan a verificar que no haya metido la pata con alguna expresión difícil. En algunas redacciones los periodistas ya empiezan a recibir los telegramas de despido porque serán remplazados por una IA. Y algo similar ocurre con los ilustradores o los músicos. Las máquinas de la revolución industrial habían reducido el costo del trabajo después de deshacerse de los artesanos expertos. Las máquinas de la revolución digital reducen el costo del trabajo deshaciéndose de los cerebros. La actitud de los estudiantes resulta, en este aspecto, premonitoria: ¿por qué no recurrir a la IA en los exámenes si, de todos modos, mañana serán remplazados por ella?
Si los artistas, los músicos o los físicos de hoy recurren a estos dispositivos y no aprenden a hacerlo por sí mismos, la IA se verá desprovista muy pronto de los nuevos Miró, Davis y Einstein.
Las máquinas del siglo XIX habían puesto a los capitalistas ante una contradicción, dado que su perfeccionamiento reducía ese mismo tiempo de trabajo abstracto que servía de “medida y fuente de riqueza”. Las máquinas del siglo XXI están poniendo a las nuevas empresas tecnológicas ante una contradicción muy similar: reducen esas actividades cerebrales cuyo pasado acumularon en sus portentosos data centers e impiden que sigan prosperando para entrenar a sus máquinas. Una inteligencia artificial ya puede pintar como Miró, componer como Miles Davis o impartir un curso de física con los conocimientos de Albert Einstein. Pero si los artistas, los músicos o los físicos de hoy recurren a estos dispositivos y no aprenden a hacerlo por sí mismos, la IA se verá desprovista muy pronto de los nuevos Miró, Davis y Einstein. ¿El gobierno de Donald Trump no encarna esa contradicción? Defiende a los Ellison, los Musk, los Bezos y los Zuckerberg y ataca a los universitarios que los enriquecen con su saber y su ingenio. Defiende el oscurantismo de creacionistas, terraplanistas y antivacunas que le proporcionan votos y ataca las luces universitarias que le proporcionan descubrimientos, invenciones y patentes. Durante mucho tiempo pensamos que eso de remontar los orígenes de la modernidad a un combate entre el oscurantismo y las luces formaba parte de la mitología de la propia Ilustración. Hoy sabemos que este gran relato no resultaba tan descabellado y que profetizaba la venida de una nueva lucha de clases.
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