Literatura
Viaje por el mapa de la penumbra

En “Más allá hay monstruos”, editada en 1970, Margaret Millar coloca ante un incómodo espejo a dos mujeres atormentadas por una desaparición
Margaret Millar
Margaret Millar fue la segunda mujer en recibir el Premio Edgar de la Mystery Writers of America, un año después que Raymond Chandler
30 jun 2022 01:49

Nos acordamos poco de la gran Margaret Millar, una de las escritoras más brillantes que ha dado la novela negrocriminal, demasiado desconocida incluso entre los fanáticos del género. Quizás porque muchos la pusieron enseguida a la sombra de su marido ―el legendario Ross Macdonald, creador del detective Lew Archer―, quizás porque en la cuota histórica de damas del noir no se suele destacar como se merece a esta autora nacida en Canadá y posteriormente nacionalizada estadounidense. Pero quienes han leído y disfrutado con novelas como Pagarás con maldad (1950), La bestia se acerca (1955), Un extraño en mi tumba (1960) o Semejante a un ángel (1962) ―la preferida del crítico inglés Julian Symons―, celebran el talento de una narradora con méritos más que salientables. Entre ellos, el Premio Edgar de la Mystery Writers of America ―que recibió unos cuantos años antes que su marido, dicho sea de paso― y su formidable pulso para crear personajes femeninos atormentados, llenos de complejidades.

Más allá hay monstruos, editada originalmente en 1970 y recuperada ahora por Tres puntos, dibuja una sombría trama con dos escenarios principales: un rancho y un juzgado. En el primero, situado cerca de San Diego, en California, Robert Osborn desaparece tras salir a buscar a su perro y su familia jamás vuelve a tener noticias de él; unos rastros de sangre y el descubrimiento de una posible arma asesina provocan que su esposa Devorn crea que ha sido asesinado. Y en el segundo, un año más tarde, la madre y la mujer del desaparecido se enfrentan en un juicio para declarar o no la muerte legal de Robert. La viuda espera que la justicia dictamine el fallecimiento para continuar haciendo su vida, pero la madre no quiere una sentencia que certifique la muerte porque está convencida de que su hijo sigue vivo en alguna parte. El título de la novela, Más allá hay monstruos, es una referencia a la leyenda incluida en los mapas confeccionados por los cartógrafos medievales, una advertencia que se destacaba en aquellos puntos a partir de los cuales no se tenía conocimiento del territorio. Se suponía que esa geografía inexplorada estaba habitada por seres extraños y monstruosos: justo lo que la autora señala cuando se pone a explorar las motivaciones de sus personajes.

La trayectoria de Margaret Millar demuestra que supo desembarazarse con inteligencia de los límites más o menos estrechos del policial, consiguiendo una serie de novelas que no buscan destacar tanto por los giros continuados de las intrigas como por su implacable análisis de nuestras tinieblas interiores. En ese sentido, Más allá hay monstruos es una nueva constatación de un empeño al que dedicó gran parte de su obra. Sin que haya nada superfluo en lo que se nos está contando, y con un estilo transparente y sencillo, durante la lectura se arrastra sutilmente al lector hacia el desenlace gracias a una poderosa capacidad para sondear los patios traseros del alma humana, con todas sus negruras y precipicios. Y es ahí, en esa tensión en sombra, en el lugar donde el mundo de los monstruos y el nuestro se confunden, cuando nos damos cuenta de que la realidad ha dejado de ser confortable para convertirse en una amenaza que hace difícil mantener el equilibrio. Cuando el estallido de lo inesperado nos obliga a la agitación y el desasosiego. No es casualidad que las protagonistas, al no haber conseguido sobreponerse a la desaparición de Robert, reaccionen de forma malsana e inquietante. O que advirtamos, de paso, las tensiones entre los rancheros y los empleados que se ocupan de los trabajos agrícolas.

Margaret Millar se aficionó a la novela policial durante una larga convalecencia a causa de una dolencia nerviosa. Al parecer, se sentía atormentada por las obligaciones de ser madre y tener que ocuparse de las tareas domésticas. El biógrafo de su marido, Tom Nolan, alude a un episodio de esquizofrenia y a un posterior intento de suicidio. Una de sus primeras obras, La puerta de hierro (1945), estuvo a punto de ser llevada a la gran pantalla, pero ninguna actriz de la Warner quiso interpretar el papel protagonista, el de una mujer que se conduce irremediablemente hacia la locura. En Historia del relato policial, Julian Symons resume así las cualidades de su obra: “Presenta unas circunstancias de tipo criminal plausibles, las elabora hasta alcanzar el clímax de la intriga y después, en las últimas páginas, mueve el calidoscopio y nos muestra un dibujo que no tiene nada que ver con el que nosotros, laboriosamente, habíamos interpretado”. Y tanto que es así. Millar nos susurra siempre desde un ángulo sorprendente.













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