Pensamiento
Verdad y mentira en la ficción literaria

La verdad y la mentira en literatura no son de la misma naturaleza que en la Historia, aunque esta pertenezca, de un modo bastante literal, a los géneros narrativos.

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Colección de volúmenes en las estanterías de la alicantina Raíces Pau Coloma Arques
4 may 2020 16:57

Me ha interesado el texto Literatura y verdad en la época de la posverdad, de Mario Campaña. En él plantea el tema de la verdad y la mentira en una ficción narrativa, relacionándolo con el concepto de “posverdad”, tan de moda en el análisis de la información política y la tergiversación de la Historia con intención manipuladora y propagandística. Por supuesto, la verdad y la mentira en literatura no son de la misma naturaleza que en la Historia, aunque esta pertenezca, de un modo bastante literal, a los géneros narrativos. El propio autor es consciente de ello, desde el momento en que descarta el concepto de verdad como fidelidad a los hechos, lugares y personajes reales que intenta reflejar; algo que sería aplicable solo a las narraciones históricas. Y si esto es así, ¿qué sentido puede tener hablar de verdad o mentira respecto a una ficción literaria?

Si descartamos, por paradójico, que la ficción “imite” la realidad, solo nos queda —y es lo que hace Mario Campaña—, volver de nuevo a la mímesis de Aristóteles, pero no entendida como copia o retrato al natural, sino como lo posible o verosímil: no como es o fue, sino como podría ser. La verosimilitud supone, a la vez, la coherencia: que un suceso sea consecuente con otro, en la relación de trama y urdimbre que es el relato, de lo que el autor de este ensayo llama su “lógica interna”. Del mismo modo que los actos de los personajes deben ser consecuentes con los anteriores o con su mismo carácter (carácter es destino). Se está en contra, pues, del deus ex machina, de la arbitrariedad, del truco o trampantojo. A esto aluden los narradores —muchos— que testimonian el momento creador en que los personajes parecen adquirir vida propia, reclamándola al autor, como en Pirandello o en la rebelión de Augusto Sánchez, el protagonista de Niebla, en su famosa y airada discusión con Unamuno, su dios creador.

Campaña aporta ejemplos muy pertinentes de lectores descontentos con el destino de algunos personajes de obras clásicas. En el primero, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe, Wilhem se queja  de la falta de “verdad” en Hamlet, en estos términos:

“Serlo: ¿Sigue usted reclamando, tan inexorablemente como siempre, que muera Hamlet al final de la obra?
Wilhem: Pero ¿cómo podría perdonarle la vida, cuando toda la obra lo empuja hacia la muerte?
Serlo. Pero el público quiere que quede vivo.
Wilhem: En otras cosas trataré de complacer al público; pero en ésta, imposible. Quisiéramos que viviese más un buen hombre honrado y útil que muere de un mal crónico. Llora la familia y execra al médico que no puede alargarle la vida. […] Como aquel no puede oponerse a una fatalidad de la naturaleza, tampoco nosotros podemos imponernos a una notoria fatalidad del arte.
Serlo: Pero el que paga tiene derecho a que le den lo que él desea”.

donde resuenan los viejos versos de Lope de Vega: “Porque como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto”...

En la trayectoria de los principales protagonistas de Los Miserables , de Victor Hugo (Jean Valjean, el inspector Javert y el obispo Myriel), Baudelaire opinaba que

“El abandono de la riqueza y el poder por parte de Valjean y su entrega a una desdichada vida de convicto perseguido a causa del remordimiento y su buen corazón le parecía una repugnante falsedad; los poderosos, aunque sean canallas, y sea cual sea su pasado, no renuncian a nada y mueren venerados, rodeados de sus familias, amigos y sirvientes”.

Elias Canetti, por fin, se queja en sus Memorias del destino del rey Lear en la tragedia de Shakespeare:

“después de haber soportado la tragedia de la sucesión, de haber sobrevivido a una sangrienta época de venganzas y ambiciones, Lear debía seguir viviendo, “siempre debía estar vivo”. Lear “merece vivir”, porque con él “mueren muchos años”.

En los tres casos podemos hablar de falta de verdad, por incapacidad del autor (¿obras fallidas?) o, lo que es peor, por la intencionalidad del novelista (¿insinceridad?, ¿manipulación subliminal del lector?, ¿lecciones no éticas de ideas políticas, sociales o religiosas?) como se ve claramente en la propaganda monárquica implícita de la práctica totalidad del teatro barroco español. Podríamos afirmar, desde la perspectiva del lector, que este es la parte débil en el encuentro mágico con la creación literaria. Para este, se trata más de una cuestión de «injusticia» que de verdad: no es justo que Hamlet o Lear mueran. También para Augusto Sánchez, en tanto lector de su propio destino. La lógica interna del relato puede llevar, sin remisión, a un destino trágico, que siempre es injusto: ¿es injusto sin dejar de ser verdadero, de tener un sentido? En la vida hay una injusticia primordial, extensa y ajena, la de la salud, la catástrofe, el accidente. ¿Eso es verdad también para una novela, al margen de la intencionalidad del autor?

En Mímesis, una apasionante colección de ensayos sobre clásicos de Erich Auerbach, este estudioso de la literatura, nos aporta un punto de vista complementario al analizar la verdad y la mentira en los poemas homéricos. En ellos, tras el deslumbramiento verbal, descubrimos una imagen del los hombres y de sus vidas tremendamente simples, hasta el punto de que los podemos considerar como “personajes planos”, pero con la capacidad de hacernos sentir como si fueran reales. Aunque la realidad de su ficción, la verdad de su mentira, no tenga nada que ver —ni Homero lo pretendía— con la realidad histórica que, de forma fantasmal, realidad-sombra, nos explican los lectores eruditos.

“Lo que más les importa es la alegría por la existencia sensible y por eso tratan de hacérnosla presente. En medio de los combates y las pasiones, las aventuras y los riesgos, nos muestran cacerías y banquetes, palacios y chozas pastoriles, contiendas atléticas y lavatorios, a fin de que observemos a los héroes en su ordinario vivir y de que disfrutemos viéndolos gozar de su sabroso presente, bien arraigado en costumbres, paisajes y quehaceres. Y de tal manera nos encantan y se captan nuestra voluntad, que compartimos la realidad de su vida, y mientras estamos oyendo o leyendo nos es totalmente indiferente saber que todo ello es tan sólo ficción. El reproche que a menudo se ha hecho a Homero, de ser mentiroso, no rebaja en nada su eficiencia; no tiene necesidad de copiar la verdad histórica, pues su realidad es lo bastante fuerte para envolvernos y captarnos por entero. Este mundo “real”, que existe por sí mismo, dentro del cual somos mágicamente introducidos, no contiene nada que no sea él; los poemas homéricos no ocultan nada, no albergan ninguna doctrina ni ningún sentido oculto”.

Como broche, Belén Gopegui, gran narradora y narratóloga, nos puede ayudar a rescatar una clave imprecindible de la verdad mentirosa y la mentira verdadera de las novelas: el vector, como ella lo llama, del sentido (La conquista del aire, Prólogo). Como una luz, ese haz que lo impregna todo impide que la narración caiga en el abismo de la inanidad del entretenimiento y la “cultura del ocio”, del aburrimiento burgués de donde en realidad nació.

“Ahora la novela no se enfrenta a un problema de ámbitos ni de públicos sino, me parece, a un problema de configuración. Así como una línea describe una trayectoria pero sólo el vector del sentido introduce un hacia dónde, así el trazo de la experiencia contiene los sucesos, pero sin el sentido no es más que una vía muerta. La novela que no nombre el significado, que no ilumine el sentido, la novela que sólo quiera ser emoción y no ser emoción que se sabe a sí misma, terminará por confundirse con cualquier otro medio de entretenimiento”.

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