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Publicidad por encima de nuestras posibilidades

A la publicidad se le cayeron los dientes de leche hace mucho tiempo. Hoy que ha crecido, extrañamos esos años en los que no molestaba porque no hacía ruido. Y ahora que le han salido las muelas del juicio, resulta que lo ha perdido por completo.
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@sarroyodiaz
30 mar 2020 13:31

La comunicación comercial se ha convertido en un arma de construcción masiva. Ha acaparado el espacio público y privado, transformando la cultura en un mero atrezo con la que rellenar sus campañas. Sin embargo, nada de lo que ha conseguido ha sido posible sin nuestro permiso. La periodista Naomi Klein le dedicó muchas líneas en ‘No logo’, pero como en muchos ensayos que apuntan al capitalismo como único culpable, se extraña la falta de crítica hacia quienes hemos consentido la crisis actual.

Sufrimos los síntomas, pero la enfermedad lleva décadas desarrollándose como a quien se le acumula el colesterol antes de padecer un infarto. Nos remontamos a la época de la publicidad científica. El protagonista era el producto que, al tratarse de una novedad, exigía anuncios largos y descriptivos. Hacer un spot de un minuto para explicar cómo funcionaba una nevera, era necesario. Ahora es un insulto a la inteligencia. El debate sobre qué electrodoméstico elegir era inexistente porque no había una oferta entre la que perderse. Si Naomi Klein hubiera publicado ‘No logo’ en estas fechas, hubieran tachado a la obra de ciencia ficción.

El enfoque cambió con la liberalización de la economía. El aperturismo de las fronteras, junto con el desarrollo de la producción interna, fue el caldo de cultivo perfecto para la transformación de la publicidad. Con él aparecieron muchos productos que servían para lo mismo. Si pensamos en detergente, nos vienen muchas marcas a la memoria. ¿Cómo elegir entre tanta variedad sobre un producto que nos preocupa poco? Sabemos que el jabón limpia y eso es todo lo que necesitamos. Pero un día, alguien, decidió que teníamos un problema con nuestro detergente habitual y levantó otra fábrica para ofrecernos la solución definitiva. Y así hasta nuestros días.

La publicidad tiraba de las orejas a las empresas que bajaban la guardia: Oye, que estoy aquí, con un detergente más eficaz y barato que el tuyo. Ahora elegimos si nuestra ropa huele flores o a fresco, ¿qué podría tener eso de malo? Antes de convertirse en una bola de nieve, ese escenario competitivo favoreció al consumidor. La misma atomización que trajo más oportunidades al cliente, terminaría luego por saturarle con un exceso de oferta. Lo explica Barry Schwartz, psicólogo y autor de “Por qué más es menos”. Según él, la capacidad de elegir nos permite alcanzar nuestras metas, pero una saturación de opciones produce una pérdida del control y, en consecuencia, malestar psicológico.

La eclosión del mercado desdibujó la diferencia entre los productos. Ese mismo crecimiento también se materializó en los medios de comunicación, que abrazaron nuevos soportes y formatos. Al tiempo que la publicidad científica daba sus últimos suspiros, nacía la responsabilidad social corporativa (RSC). Era la respuesta del mercado para acallar las protestas sociales que denunciaban las malas prácticas empresariales. Las formas de trabajar y entender la comunicación habían cambiado por completo: ahora era necesario conocer al consumidor y entender sus demandas, pero eso no sería posible sin consenso.

A nadie le agrada que un comercial llame a la puerta de casa para venderle unas enciclopedias que nadie le ha pedido. Para que eso no pase y la publicidad esté en el lugar y momento adecuado, aceptamos una cierta intromisión en nuestra vida. Nos molesta que sepan tanto de nosotros, pero no dudamos en emplear nuestros datos personales como método de pago con cada servicio gratuito que utilizamos. Así, ese mismo consenso que doblegó a las empresas se volvería en contra de la privacidad de los consumidores con la digitalización.

En un intento por posicionarse frente a competidores tan similares, las empresas dejaron de hablar de características para comunicar estilos de vida. Sabemos lo que bebe alguien que destapa la felicidad y qué ordenador usa quien piensa diferente. Ninguno de estos eslóganes nos habla acerca del producto, sino de lo que representa y que, en último lugar, es un reflejo de lo que contamos de nosotros a la sociedad. ¿Es esto bueno o malo? Es una adaptación natural de los hechos. Cambiaron los patrones de consumo y con ello la forma de expresarlos.

La crítica apunta a esta metamorfosis porque no se entiende la confluencia entre los mensajes comerciales y los valores de una sociedad. Hablamos de apropiación cultural, pero ¿acaso no exigíamos compromiso a las empresas? Fue esa demanda colectiva la que dio luz verde a la RSC. Y la responsabilidad no se entiende sin un marco común de valores, porque para lo que nosotros está bien, para otras sociedades no lo está tanto. Quizás, el error de las empresas es que a veces sus marcos están obsoletos o no son compartidos, lo que las lleva a lanzar campañas contrarias a lo que consideramos correcto.

Consumimos mucho y variado, desde productos hasta información y entretenimiento, anteponiendo aquello que nos interesa o nos afecta. Y la publicidad lo salpica todo. Su evolución no ha sido más que una adaptación a las exigencias y necesidades de una sociedad que prioriza y, sobre todo, que busca su satisfacción. Algunos medios de comunicación se pelean por la mayor porción del pastel publicitario. Otros rehúyen de ella criticando la influencia que ejerce sobre los contenidos. El público tampoco es ajeno y la desacredita por apropiarse de luchas sociales que luego diluye. La publicidad no ha hecho nada que nosotros no permitiéramos. Y como afirmó la organización anticonsumista Adbusters: “si consideramos esta una crisis, entonces tendremos que reconocerla como una crisis de elección”.

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