Para ellos no cambiará nada

Que una familia tenga un miembro adicto ya es un infierno en condiciones normales. Los días se convierten en pequeños polvorines que saltan por los aires una y otra vez.

Que una familia tenga un miembro adicto ya es un infierno en condiciones normales. Los días se convierten en pequeños polvorines que saltan por los aires una y otra vez. En condiciones normales, en las casas marcadas con la equis de la droga se recorren las habitaciones buscando el fin de la mecha, bien como errante, bien como prisionero.

Por eso es más que probable que de puertas para adentro esta crisis no haya influido demasiado en el modo de vida de estos hogares —o lo que sean— que ya no tienen nada que ocultar. Hay casi certeza porque, entre otras cosas, el síndrome de abstinencia no conoce barreras. No existe confín que pueda calmar unos dolores inyectados con fiereza en una mente desbordada. Alguien me ha comentado en más de una ocasión que su rehabilitación supuso también enfrentar un vacío en su cabeza que se hacía insoportable. Peor que cualquier suplicio físico, decía, era tener que rellenar su mente de tareas con las que empezar a vivir después de toda una existencia reducida a saltar de gramo en gramo. Aquello me impactó.

Durante estos días de encierro son varias las notas mediáticas que abordan el tema en tiempos de aislamiento. Unos llevan a sus páginas historias de camellos que aprovechan el gatopardeo de la noche. Otros la de los 2.0 que se renuevan para enviar la mercancía a través de empresas que sirven precariamente a domicilio. Los hay que prefieren abordar directamente la calidad y los añadidos peligrosos que derivan de la escasez y del encarecimiento de la droga: además del riesgo de contagio están las probables futuras sobredosis. Pero ¿qué será de aquellos que no son capaces de calmar sus torturas? ¿Qué será de los que duermen a los pies de las barriadas para no perder más tiempo? ¿Qué será de los restos de las personas que solían ser? Posiblemente no será nada.

Algunas organizaciones se afanan en dar consejos a los drogodependientes que aún se mantienen dentro de los límites sociales aceptados: dosifica, intenta distraerte, no consumas delante de los niños. Suponiendo que tengan un sitio en el que aislarse, ¿cómo será posible que un adicto pueda poner sensatez en su vida insensata para atender estas recomendaciones? Improbable. Porque nada ni nadie puede sujetar los escalofríos de quien está encadenado a algún tipo de droga. El único remedio es abrir la puerta de par en par y dejar que salga corriendo. O echarla abajo por la fuerza.

He visto ya a demasiados morir por o a causa de la droga y a muy pocos salir victoriosos. Poquísimos. El último fue enterrado hace unos días. Me pregunto si la soledad obligada volverá a vaciar las cabezas de los hoy vencedores y a devolverlos al mismo sitio en el que está el resto de condenados de la ciudad, allí donde ellos han estado tantísimas veces. Me pregunto si esta crisis pondrá el punto y final a estas historias o, por el contrario, escribirá su primera mayúscula. Y me da una pena enorme mirar el calendario.

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