Opinión
Demoler, demoler
Las que salimos de colegios públicos en los que había maestros y maestras apañaos que se partían la cara por sacar adelante a la gente del barrio sabemos que han sido muchos años de ver cómo esos mismos niños se hacían mayores y llevaban a sus hijos e hijas a colegios concertados porque pretendían conocer a sus jefes, aquellos que les asegurarían un trabajo.

Los mismos que defendían los valores democráticos llevan desmontando las conquistas por las que muchos pusieron sangre sobre las fechas con la alegría del suicida que se lanza al abismo de lo privado con un buen paracaídas. “Demoler, demoler” era un viejo himno del protopunk peruano que ha sido adaptado a las políticas institucionales enfangadas en las rentabilidades, las noticias falsas y las especulaciones del neoliberalismo más agresivo.
Hay quien dice que la existencia de Estados socialistas obligó a medidas socialdemócratas de compensación de los Estados liberales de Europa occidental. Y que eso produjo el Estado del bienestar. Cuando se cayó el telón, se cayó la máscara de lo que venía. Un hecho para recordar por las vanguardias de la muerte: la larga huelga minera y su derrota por parte de una general que pasaba por ser ministra de Guerra contra su propia clase obrera fue el principio del fin para las políticas sociales.
Luego fue todo negocio. Si la tierra, tu madre, puede ser una mercancía, nuestra salud y nuestra educación también. ¿Por qué no? Las novelas y series distópicas poseen un lado oscuro y práctico para las élites. Nos acostumbran el cuerpo a lo que viene, a ver y a sentir lo que va a caernos encima. A una biomercantilización y al desmontaje del aparatitchi de protección de los más. Se desmonta piedra a piedra lo que tanto nos costó exigir y erigir. Y se revuelven en sus tumbas aquellos que lucharon en la magna huelga de La Canadiense. Y no se nos cae la cara de vergüenza ante un Beppe Grillo de patinillo, trasunto de héroe mediático de la salud pública, que se ha transformado en un demoledor adalid de la privatización de los hospitales.
Hay quien dice que la existencia de Estados socialistas obligó a medidas socialdemócratas de compensación de los Estados liberales de Europa occidental. Y que eso produjo el Estado del bienestar. Cuando se cayó el telón, se cayó la máscara de lo que venía
Con la educación está pasando lo mismo. Se obvia su importancia, se deja sin recursos, se cierran líneas. Las que estudiamos en institutos sin prestigio y públicos sabemos que aquella vieja reputación de los colegios concertados y privados se diluye en tramas amiguísticas, en clientelismo, en adoctrinamiento cerril, en nota infladas para competir en el mercado de deseos para el futuro.
Las que salimos de colegios públicos en los que había maestros y maestras apañaos que se partían la cara por sacar adelante a la gente del barrio sabemos que han sido muchos años de ver cómo esos mismos niños se hacían mayores y llevaban a sus hijos e hijas a colegios concertados porque pretendían conocer a sus jefes, aquellos que les asegurarían un trabajo.
Lo paradójico es que hay tanta gente normal en los concertados que casi no hay gente de buena familia para conocer. El movimiento está siendo contrario y las familias bien más avanzadas ya piensan en Montessori o en Waldorf para sus hijos e hijas. O internados exclusivos en el extranjero. Ahora las élites prefieren el gueto superespecializado sin asignaturas, con aulas dinámicas y plagadas de colores, la fantasía de Makárenko. O eligen un colegio público de una sola línea multicultural y diverso para que sus hijos se adapten mejor al mundo que viene cuando dirijan sus empresas o sean consejeros delegados de renombre. El mundo al revés.
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