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Desigualdad
¿Es posible dirigir una sociedad ingobernable?
El capitalismo solo puede sobrevivir mediante el crecimiento ilimitado y, ahora que este no está garantizado, se está volviendo cada vez más y más salvaje. La desigualdad económica no para de crecer. La estimulación del consumo, camuflada a veces bajo el manto progresista de la realización personal o el Nuevo Pacto Verde, parece una necesidad vital del sistema, con la contaminación y la sobreexplotación de los recursos naturales que de ella se derivan.
Vemos cómo la propiedad de los medios de producción (las tecnologías de la información, la logística y la infraestructura financiera) se están concentrando en manos de una minúscula élite global, garantizándoles beneficios gracias a unas economías de escala sin precedentes. Si bien algunos de los visionarios hombres de negocios más famosos de nuestra época —Steve Jobs en el pasado, Jeff Bezos y Elon Musk más recientemente— parecen salidos directamente de una fantasía schumpeteriana, lo cierto es que la mayor parte de los mayores empresarios capitalistas de hoy en día son figuras anónimas, casi fantasmagóricas, que no provocan ningún tipo de oposición, más allá del vago sentimiento de paranoia que despiertan.
Peor aún, las estructuras destinadas a la representación y a la toma de decisiones políticas se están desmoronando. Las redes sociales están causando una transformación radical en los procesos de politización: la influencia de grandes agregadores de reivindicaciones sociales, como los partidos políticos, está en declive, dejando a su paso una mezcla fluida, inestable e interseccional de cuestiones políticas motivadas por la indignación.
Pero podría decirse que no todo son malas noticias: esta situación es insostenible y está abocada al colapso. Y este colapso no va a derivar necesariamente en una sociedad nueva y mejor, pero al menos existe esta posibilidad. Así que debemos poner el foco de acción en las grietas del sistema actual, en esta “crisis” que no es tal porque nunca va a concluir. Y si bien esta sociedad “ingobernable” debe ser regida de algún modo, ya no es posible “gobernarla” en base a los principios modernos de soberanía. Es necesario repensar de manera integral la relación entre sociedad y liderazgo político y administrativo.
Una crisis que no es tal
Desde hace aproximadamente medio siglo, el cambio político y social ha venido desafiando cada vez más claramente las predicciones de los paradigmas de conocimiento dominantes. Hablar de crisis, calificando implícitamente los fenómenos inesperados como alteraciones, excepciones, turbulencias, interrupciones o anormalidades, no es más que un intento de apuntalar estos paradigmas basándose en el argumento clásico de la “ciencia normal” . Hablar de crisis es sugerir que, en algún momento, habrá un retorno a un estado normal, una vez el sistema haya superado esta fiebre pasajera.
La noción de “crisis” se convierte así en un artefacto conceptual mediante el que nos negamos a aceptar el colapso de nuestras herramientas de conocimiento. Sirve también para que las élites políticas e intelectuales se protejan a sí mismas salvaguardando el conocimiento que sostiene su legitimidad, a pesar de los rendimientos decrecientes que este ofrece actualmente. Ante la falta de valentía para llevar a cabo una ruptura epistemológica, la búsqueda caótica de paradigmas alternativos continuará fomentando la pseudociencia y las teorías conspiranoicas.
La noción de “crisis” se convierte así en un artefacto conceptual mediante el que nos negamos a aceptar el colapso de nuestras herramientas de conocimiento.
Si bien es innegable que estamos viviendo una convulsión de niveles históricos, el uso de “crisis” para describirla no es una elección neutral. En este estado de crisis permanente todo se convierte en un problema técnico, una cuestión de gestión de riesgos, de gobernanza a gran escala. Es evidente que la mal llamada crisis climática no es una fiebre pasajera, sino un estado permanente que exige una adaptación radical de nuestros estilos de vida y, antes de esto, de nuestros valores.
Vemos así que zafarnos de esta crisis imaginaria es un requisito indispensable para analizar las transformaciones drásticas que estamos experimentando e imaginar el cambio necesario. La crisis imaginaria debe ser sustituida por imaginarios nuevos.
¿Podemos aun así gobernar nuestras sociedades?
En su importante libro La sociedad ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario (2018), Grégoire Chamayou afirmaba que la preocupación en torno a la gobernabilidad era una pura fantasía neoconservadora que había surgido en la década de los setenta del siglo pasado. Pero se trata de una pregunta importante que se enmarca en un debate mucho más amplio.
En primer lugar, surge la pregunta en torno a la legitimidad de las instituciones democráticas modernas, una cuestión que ha obsesionado a los filósofos desde el fin del Antiguo Régimen y reaparece una y otra vez desde entonces. En el ámbito de la sociología, el funcionalismo ha mostrado que la sociedad debe satisfacer, además de las necesidades materiales, las condiciones ideológicas, culturales y morales necesarias para la integración; es decir, un imaginario. ¿Dónde puede la sociedad secular cimentar sus normas? ¿Debería conformarse con la fría solución de Kant y el imperativo categórico o con la todavía más fría “legitimación por procedimiento jurídico”? ¿Debería reinyectarse “lo político” en la sociedad, tal y como defienden los schmittianos progresistas al abogar por el populismo? Esta ha sido la estrategia de Podemos en España y de Jean-Luc Mélenchon en Francia. El Movimiento 5 Estrellas también ha intentado aplicarla en Italia, lo cual ha mostrado que cortejar a “la gente” a toda costa puede derivar en el avance de la derecha. Los Verdes, que atesoran el imaginario con más potencial radical, han sido incapaces de decidirse por alguna de estas opciones.
Las sociedades occidentales gozan todavía de un bienestar material extraordinario, pero adolecen de una enfermedad moral en expansión. Síntoma de ello parece ser el auge del populismo. La contradicción principal/clave puede resumirse del siguiente modo: el sistema capitalista, forzado a generar unas necesidades sociales a gran escala que sean capaces de producir la demanda necesaria para absorber el superávit productivo derivado del progreso tecnológico y la competencia de mercado, ha creado más necesidades sociales de las que puede satisfacer. El descontento que de ello se deriva, algo que probablemente no hará más que aumentar a medida que se acelere el declive, paraliza cualquier producción de legitimación política. Por consiguiente, una estrategia de planificación pública basada únicamente en la contabilidad, el comercio o las finanzas será incapaz de dar respuesta a una demanda política que trascienda estas dimensiones.
¿Debemos por tanto claudicar en lo referente a la gobernanza de nuestras sociedades? Esto no parece muy realista: no hay ninguna sociedad compleja en la que no se planee su dirección, directa o indirectamente, mediante la coordinación de los comportamientos individuales. Es necesario que haya planificación social; de lo contrario cada persona actuará de manera descoordinada y, frecuentemente, individualista. La producción masiva de riesgos fuerza al sistema neoliberal a reaccionar para mitigar estos riesgos, lo cual produce a su vez nuevos riesgos que requieren ser mitigados y deriva en un círculo vicioso infinito al que llamamos modernización. Pero una vez los rendimientos empiezan a decrecer, el manejo del riesgo se vuelve cada vez más caro e inefectivo. A medida que la legitimidad se va erosionando, el poder solo puede ejercerse mediante la coerción y el manejo brutal del orden público.
La teoría del fusible
Durante la última década, el liderazgo se ha concebido principalmente como algo catártico, como una manera de reciclar las demandas de cambio para legitimar nuevas fuerzas políticas. Así, el Movimiento 5 Estrellas abrió un camino que el macronismo ha imitado en sus propios términos. El liderazgo como mecanismo para el traspaso del poder que la primera ministra francesa resumió con acierto al admitir que se veía a sí misma como un “fusible”. Y es que esta es una función tradicional del liderazgo.
Según la Saga de los Ynglings, una hambruna terrible asoló Suecia durante el reinado del rey Domalde, lo que empujó a la gente a hacer numerosos sacrificios al dios Odín. El primer otoño le ofrecieron ganado, pero esto no surgió efecto. El segundo otoño le ofrecieron hombres, pero la situación no hizo más que empeorar. Así que el tercer otoño decidieron rociar sobre el altar sagrado la sangre de Domalde. El pueblo sacrificó a su rey y las cosechas que siguieron fueron buenas durante muchos años. En La rama dorada, Frazer relata un mito similar situado en el bosque de Nemi, cerca de Roma, en el que el rey sacerdote era sacrificado ritualmente. En esta confusión entre líder y chivo expiatorio, la antropología revela una verdad subyacente sobre la esencia de la soberanía.
Es evidente que la mal llamada crisis climática no es una fiebre pasajera, sino un estado permanente que exige una adaptación radical de nuestros estilos de vida y, antes de esto, de nuestros valores.
En la mitología de nuestros ancestros el liderazgo es una consagración previa al sacrificio simbólico o real. Esto no debería entenderse como una simple superstición, sino más bien como una intuición sobre qué elementos respaldan la legitimidad de un líder: la obligación de asumir las consecuencias. No necesitamos líderes para que nos gobiernen; necesitamos líderes para sacrificarlos en caso de una “mala cosecha”. Hoy en día las malas cosechas abundan más que nunca. Los dioses están sedientos y es necesario aplacarlos.
¿Qué liderazgo? ¿Qué imaginario?
En el paradigma schmittiano, la esfera política se encarga exclusivamente de la toma de decisiones. Los líderes son personas que actúan con decisión, tal y como hizo Alejandro Magno al cortar el nudo gordiano, y que luego asumen responsabilidad sacrificándose. La toma de decisiones entra en juego cuando existen diferentes soluciones racionalmente equivalentes y resulta sencillamente imposible escoger una de manera deductiva. Sin embargo, la toma de decisiones tiene menos que ver con la realidad (en el espectro de acierto vs. error) que con las necesidades del grupo (en el espectro de inadecuado vs. adecuado).
Las personas responsables de la toma de decisiones están ahí para guiar el proceso en una dirección general. Al determinar una línea de acción a pesar de la incertidumbre externa previenen la procrastinación y hacen que el colectivo se mueva, reduciendo la incertidumbre interna, que depende de la cohesión del grupo social. Esto es posible mediante la construcción de un imaginario que determine la jerarquía de los objetivos y los valores necesarios para garantizar el mayor uso posible de los recursos disponibles y la coordinación de las fuerzas de modo que el grupo no se desintegre completamente cuando tenga que hacer frente a eventos inesperados. Este es, más o menos, el paradigma tradicional.
Si bien la sociedad actual se coordina mediante un imaginario, esto no implica automáticamente que sea posible crear un imaginario que satisfaga a todo el mundo. De hecho, una sociedad fragmentada es incapaz de articular suficiente legitimidad alrededor de una única visión política. La “condición postmoderna” también aplica al liderazgo, que no tiene por qué ser homogéneo si es capaz de operar de manera descentralizada. La reemergencia de las organizaciones de la sociedad civil bajo la apariencia de minorías organizadas, por ejemplo, señala un cambio hacia el pluralismo político que no debe ser ignorado. Esta fragmentación tiene sus riesgos (en la narrativa republicana francesa, el riesgo de que el “separatismo” deriva de en una guerra civil), pero también sus oportunidades: ofrece un sistema descentralizado de gobierno que crea legitimidad política, a cada nivel, en torno a diferentes visiones que están más cerca de la cultura y las necesidades reales de los individuos.
La diversidad de las expectativas y las sensibilidades sociales hace necesario combinar diferentes modelos de liderazgo capaces de reflejar esta diversidad sin enredarse en un conflicto permanente. Ya hace unos años que vemos, especialmente en Italia y durante la presidencia de Trump en los Estados Unidos, una amalgama tecnopopulista que aúna líderes “populistas”, especialistas en conseguir consenso, y a administradores opacos, pero supuestamente “eficaces”. Este modelo ha resultado efectivo a la hora de preservar el statu quo. Pero para que derive en un cambio será necesario que las fuerzas sociales sean dirigidas en una misma dirección. Hasta hace poco este cambio podría haber surgido todavía desde arriba, pero hoy en día debe provenir de las bases: es aquí donde las organizaciones de la sociedad civil, como los sindicatos, tienen un rol importante. Estos espacios todavía generan legitimidad y tienen una capacidad genuina de influenciar las decisiones políticas. Deben defender reivindicaciones no solo materiales, como la extensión de la jornada laboral, sino cuestiones civilizatorias urgentes relacionadas con la esencia del trabajo, su significado, su razón de ser.
El orden político emergente es un sistema legal pluralista y multinivel basado en entidades colectivas cuya legitimidad deriva de su capacidad de proveer servicios sociales o “morales”. En realidad, el liderazgo, entendido como la capacidad de coordinar la transición hacia un nuevo modelo de sociedad, no puede más que ser plural; (tan) plural como la pluralidad de imaginarios que caracterizan a la sociedad posmoderna.
En este sentido, la ecología política pude jugar un papel metapolítico siempre que sea capaz de reconciliar las reivindicaciones laborales con las medioambientales. Las instituciones nacionales y supranacionales tienen el deber de garantizar las condiciones de interoperabilidad entre la pluralidad de imaginarios, los órdenes normativos y los niveles de poder por el bien de la única prioridad universal y transversal: garantizar la paz y preservar las condiciones de vida del planeta Tierra.
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Bueno, creo que el capitalismo ya ha tomado buena nota de que no puede seguir creciendo eternamente y ha dado pasos hacia otro tipo de capitalismo debido a que este modelo esta a punto de estallar. Proceso al cual nos ha arrastrado y en el que las cabezas de arriba seguirán valga la redundancia arriba ya que así nos están pastoreando hacia ese nuevo "paraíso".
Hay formas de obtener ganancias, una es fabricar y fabricar cantidades ingentes y venderlas. Otra es reducir esa cantidad y venderlo muchísimo mas caro( las ventas de coches si no me equivoco han bajado pero han ganado mas dinero). Otra es que las máximas facetas de la vida estén en renting(alquiler) y la propiedad en manos de 4 gatos ricos que se hacen su agosto y en las que imponen ellos las condiciones de su alquiler al resto. Otra es hacer caja y poner en primer plano los datos antes que la mercancía. Bueno, seria una mercantilización de los datos como ahora pero a lo salvaje.
Saludos.