Energía nuclear
Las mujeres que contaron la historia de Chernóbil

Tres grandes autoras han hecho mucho por contar la historia de Chernóbil. Se han centrado no solo en el accidente, sino también en las personas de Bielorrusia y Ucrania.

La autora ganadora del Premio Nobel,  Svetlana Alexeivich. Fuente: Beyond Nuclear International
La autora ganadora del Premio Nobel, Svetlana Alexeivich. Fuente: Beyond Nuclear International Beyond Nuclear
Directora de Chernobyl Children's Project Reino Unido
26 abr 2021 03:05

Artículo publicado originalmente en Beyond Nuclear International.

Alla Yaroshinskaya

Cuando el reactor 4 de Chernóbil voló por los aires la madrugada del 26 de abril de 1986 lanzó material radioactivo, formando una columna de 2 kilómetros de alto.

Entre los peligrosos isótopos que se liberaron había yodo 131, cesio 137 y estroncio 90.

Pero, de acuerdo con Alla Yaroshinskaya, periodista cuya responsabilidad la llevó a desvelar mucha de la información encubierta, la sustancia más peligrosa que escapó de las fauces del reactor ni siquiera aparecía en la tabla periódica. Era mentira 86, una mentira tan enorme como aquel desastre.

Visitó pueblos y ciudades en el norte de Ucrania 18 meses después del accidente. El jefe de pediatría local le dijo que no habían encontrado problemas asociados con la radiación, o problemas de tiroides. Ella acababa de visitar doctores que le decían que el 80% de los niños y niñas de la zona tenían problemas de tiroides.

En la tierra contaminada con menos de 15 curies por kilómetro cuadrado, la agricultura continuó como siempre, cuando en Reino Unido los granjeros no pueden vender los corderos criados en tierras con la centésima parte de ese grado de contaminación.

Pero, de acuerdo con Alla Yaroshinskaya, periodista cuya responsabilidad la llevó a desvelar mucha de la información encubierta, la sustancia más peligrosa que escapó de las fauces del reactor ni siquiera aparecía en la tabla periódica. Era mentira 86, una mentira tan enorme como aquel desastre.

La gente que siguió viviendo en la tierra contaminada recibió dinero para alimenación, atención médica y mejores pensiones. A estas ayudas se las conoció como “subsidios para ataúdes”. Los campesinos de Ucrania dejaron de beber la leche de sus propias vacas, pero nunca recibieron leche o carne consumibles.

En los primeros años, muchas personas creían que no había problema las tierras fuera de la zona de exclusión de 30 km. Pero en 1989, Pravda publicó un mapa de zonas fuertemente contaminadas incluso a 300 kilómetros de la central.

El gobierno de Moscú declararía que tardaron semanas, meses, en comprender el alcance del desastre. Pero Alla Yaroshinskaya pudo revelar que esto no era así. Cuando se permitió a los niños y niñas pasar todo el día en la calle durante las marchas del 1 de mayo, los líderes del Partido conocían a la perfección que los niveles de radiación eran demasiado altos.

El periódico de Yaroshinskaya se negó a publicar sus historias, pero ella insistió hasta que lo hicieron y causaron tal impacto que fue elegida por amplia mayoría al Soviet Supremo de 1989. Así obtuvo mayor acceso a documentos oficiales.

El comité encabezado por Gorbachev que tuvo que afrontar el accidente y sus consecuencias, estableció varios protocolos secretos. El protocolo número 9, en efecto menos de tres semanas tras el accidente, abordaba los niveles de radiación, cambiando las reglas para que la población tuviera que tolerar niveles 10 veces más altos que antes. En algunos casos, hasta 50 veces más. Pensaban que así asegurarían una estabilidad sanitaria en las personas de todas las edades aunque los niveles de radiación no descendieran durante años.

El protocolo 32 se refería a la distribución de carne contaminada. El Ministerio de Salud ordenó que se distribuyera tan lejos como fuera posible, y que se hicieran pasteles y salchichas con ella. Había otro protocolo muy similar para la leche.

Cuando se descubrió que la fábrica principal de Rogachev estaba produciendo leche contaminada, se limitaron a cambiar las etiquetas de las latas de tal manera que no se sabía realmente de dónde procedían los yogures y natas.

Svetlana Alexeivich


Svetlana Alexeivich ganó el Nobel de Literatura de 2015 por sus poderosas historias orales de guerra y tragedia en Rusia.

Entrevistó a cientos de personas víctimas de Chernóbil: soldados, bomberos, doctores, científicos, personas evacuadas, personas que se habían quedado. Algunos de los testimonios más memorables se convirtieron en su libro Voces de Chernóbil, más tarde republicado como Una oración por Chernóbil.

Muchas de las historias de estas entrevistas saltaron a la pantalla con la miniseria de la HBO, incluyendo la más poderosa y descorazonadora de todas, la de Ludmilla Ignatenko, esposa de un bombero que murió entre terribles dolores en el Hospital de Moscú.

El protocolo 32 se refería a la distribución de carne contaminada. El Ministerio de Salud ordenó que se distribuyera tan lejos como fuera posible, y que se hicieran pasteles y salchichas con ella. Había otro protocolo muy similar para la leche.

La primera fuente de estrés para las familias fue la necesidad de evacuar. En muchos casos, se les dijo que volverían en unos pocos días o semanas, pero nunca pudieron hacerlo. Muchas personas bielorrusas habían vivido allí durante generaciones y perdieron sus posesiones familiares para siempre. A cambio encontraron pisos estrechos en las ciudades. A algunos pueblos sí se podía regresar un día al año para honrar a los familiares muertos. El resto de pueblos desaparecieron por completo.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis destruyeron 619 pueblos bielorrusos, junto con sus habitantes. Como resultado de Chernóbil, el país perdió otros 485 pueblos y aldeas. Los equipos de limpieza incluso enterraron bajo tierra 70 de estos.

A la industria nuclear le gusta culpar de las enfermedades registradas en Bielorrusia y Ucrania al estrés de la evacuación y a la “radiofobia”. Pero eso es un cruel sinsentido. Claro que las madres se estresaron cuando costaba encontrar comida no contaminada para sus hijos cuando aún vivían en zonas contaminadas. Y, de evacuar, tendrían que vivir con el seguro acoso escolar, la dificultad de encontrar trabajo y la melancolía de sus padres por abandonar el hogar familiar.

Para muchas madres, a estas preocupaciones se les unían las enfermedades de sus hijos, como cáncer de tiroides o leucemia. Son normalmente las madres las que pasan meses en el hospital con los niños, viéndoles sufrir y preguntándose si sobrevivirán.

Hubo un gran aumento en el porcentaje de niños nacidos con discapacidades en los meses posteriores al accidente. Hablamos de un 80% de la región de Gomel, incluso con el descomunal porcentaje de abortos, voluntarios y no voluntarios, que ya hay.

Cuando nacía un niño o niña con un problema evidente, los médicos daban la opción a las madres de llevárselos o dejarlos en el hospital. Seguramente morirían de todas maneras y si no, ya había orfanatos. Era mejor que se marcharan y siguieran adelante con sus vidas. Cuando una madre prefería quedarse con el niño, en la mayoría de casos el padre terminaba abandonándolos.

15 años después se publicó un libro sobre Ira. Había sido abandonada siendo un bebé y crecía en Zhuravichi. Cuando se la entrevistó, dijo que soñaba con conocer a su madre. Sucedería cuando cumplió 20 años. Natasha, su madre, la había tenido siendo una adolescene e Ira había nacido con unas extremidades poco desarrolladas. Los médicos la habían convencido de que la abandonara. Con los años, la encontró y ahora viven juntas.

Algunos médicos todavía lo hacen, así que algunas asociaciones contrataron a psicólogos para apoyar a las madres, dándoles mayor confianza para cuidar a sus hijos. Se establecieron muchas agrupaciones para apoyar a las familias con niños con cáncer, diabetes y otras enfermedades. En su mayoría las lideraban mujeres, que también las formaban mayoritariamente. Por aquel entonces, había muy poco apoyo del Estado para ayudar a niños con discapacidades. En los casos más severos, tampoco tenían acceso a una educación.

Las asociaciones familiares presionaban a las autoridades locales constantemente con el apoyo de estas asociaciones, consiguiéndose algunas victorias. Hay más ayudas públicas, casi todos los niños tienen algún tipo de educación y menos padres abandonan a sus familias.

Cuando se fundó la asociación Hospicio en el Hogar (Home Hospice) hace 20 años, la mayoría de familias dependían de la madre y, si tenían suerte, de la abuela para salir adelante. Ahora la mayoría tienen un padre, aunque los cuidados sigan desproporcionadamente en manos de las mujeres.

Cuando nacía un niño o niña con un problema evidente, los médicos daban la opción a las madres de llevárselos o dejarlos en el hospital. Seguramente morirían de todas maneras y si no, ya había orfanatos. Era mejor que se marcharan y siguieran adelante con sus vidas. Cuando una madre prefería quedarse con el niño, en la mayoría de casos el padre terminaba abandonándolos.

Kate Brown

La profesora Kate Brown es una historiadora nuclear y de medioambiente. Dedicó 10 años a la investigación en los archivos de Bielorrusia y Ucrania, hablando con doctores y científicos para comprender la extensión del secretismo que aún impera sobre el accidente.

Descubrió que a principios de 1990 la Organización Mundial de la Salud tenía planes de colaborar con el Ministerio de Salud de la URSS para estudiar a las víctimas a largo plazo, como con los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki. Pero desde antes de que se fundara el Proyecto Internacional de Chernóbil (International Chernobyl Project), estaba en manos de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), una organización nacida para promover la energía nuclear.

Mandaron a un equipo de investigadores a Bielorrusia y Ucrania en el verano de 1990. La Academia Científica de Bielorrusia les informó del mayor número de enfermedades sanguíneas y problemas de tiroides. Los científicos de la AIEA prefirieron no escucharles, argumentando que las dosis eran demasiado bajas. Antes de que se pudiera consultar las evidencias, desaparecieron los ordenadores del Instituto de Medicina de Radiación, que contenían los archivos de 130.000 personas. Posiblemente los robó la KGB para evitar que esa información llegara a manos occidentales. A día de hoy sigue sin reaparecer.

La AIEA llegó a la conclusión de que las dosis que recibía la gente eran tan bajas que no se podía relacionar ningún problema de salud con Chernóbil. Ignoraron a los médicos que les explicaron que muchas personas se alimentaban a base de setas, bayas y animales silvestres, que contenían grandes niveles de radiación. Que miles de personas vivían en humedales en los que la tierra transfería los radionucleidos a la comida de forma aún más inmediata. Y se ignoró el hecho de que la ingesta de radiación es mucho más peligrosa que la cercanía a fuentes fuera del propio cuerpo. Y también ignoraron gran parte de la información de los científicos soviéticos, asegurando que no se podía confiar en sus métodos de investigación.

Cuando se comparaba las zonas contaminadas del país con las más limpias, olvidaron que se había distribuido la comida contaminada a lo largo y ancho de la Unión Soviética en forma de pasteles y salchichas, desperdigando altas dosis de radiación a toda la población.

Y las comparaciones con otros países se complican por dos factores. La radiación de Chernóbil se extendió por Europa y aún más allá, afectando en particular a Polonia, Austria y Alemania. Tras el accidente, hubo unos adicionales 3200 niños que nacían con defectos o muertos al nacer en Europa.

Las pruebas de las bombas atómicas ya habían afectado, y siguen afectando, a la población mundial. Uno de los niveles más altos de cáncer infantil en el mundo es el de Australia, sin duda debido a las pruebas del Pacífico.

Los americanos recibieron grandes cantidades de yodo radioactivo debido a las pruebas atómicas en el desierto de Nevada. El Registro de Cáncer Nuclear de los EEUU (US Nuclear Cancer Registry) estimaría que las pruebas habían provocado entre 11.000 y 200.000 cánceres de tiroides en el país.

Pero en 1990 esto aún no estaba demostrado. Y los americanos estaban desesperados por evitar la atención sobre estas pruebas para evitar demandas judiciales de las víctimas. De la misma manera, se hizo lo imposible por desacreditar el obvio aumento de cánceres de tiroides tras Chernóbil. Es lo que hacen siempre.

Los americanos recibieron grandes cantidades de yodo radioactivo debido a las pruebas atómicas en el desierto de Nevada. El Registro de Cáncer Nuclear de los EEUU (US Nuclear Cancer Registry) estimaría que las pruebas habían provocado entre 11.000 y 200.000 cánceres de tiroides en el país.

Kate Brown describe todo esto de manera brillante en su libro, y homenajea la labor del Dr. Keith Baverstock, sin el cual probablemente no se hubiera conocido nunca el aumento exponencial del cáncer de tiroides.

Cada vez que visito Bielorrusia me emociona el heroísmo de las mujeres a las que conozco y con las que trabajo. Anna Gorchakova inició el Movimiento por el Hospicio en Bielorrusia. Natasha, que dirige el Centro de Atención Mayflower, tiene una hija discapacitada y nunca pierde la positividad y buena disposición todas las personas que pasan por el hospital. Muchas madres mantienen su fuerza y esperanza pese a todo, a la gravedad de las enfermedades de sus hijos y luchan por darles el cuidado que necesitan.

Los efectos del desastre de Chernóbil afectarán a las personas de Ucrania y Bielorrusia durante décadas y seguirán siendo mujeres quienes sufran más el estrés y el dolor que esto causa.

Traducción de Raúl Sánchez Saura.

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