Culturas
Guerras y exilios de Antonio Pérez, un antropólogo ácrata

De las cárceles de Franco a las barricadas del 68 en París, del Amazonas a la Polinesia y de vuelta a la campiña extremeña, Antonio Pérez, ácrata, aventurero, antropólogo y erudito, repasa una vida con mucho trabajo de campo.
Antonio Pérez, antropólogo defensor de los pueblos indígenas
Desde 1976, Antonio Pérez se dedicó al estudio y defensa de los pueblos indígenas. Foto: Carmeli Márquez.

En un momento de la conversación —todo un fin de semana en su caserío en Valencia de Alcántara, un pueblo extremeño muy cercano a la frontera con Portugal—, Antonio Pérez (Serradilla, Cáceres, 1946) se remanga el pantalón del chándal y muestra unas pálidas pantorrillas con sendas cicatrices en cada pierna. Una de ellas se la hizo en plena refriega del mayo del 68 en París, cuando uno de los botes de humo lanzados por los CRS —“que eran mu bestias, mucho más que los grises”— le golpeó en la pierna de rebote. La otra cicatriz es fruto de una de sus expediciones antropológicas en Papúa Nueva Guinea, navegando en velero por el Pacífico.

— Y ya no me acuerdo cuál es la de Papúa y cuál la de París—, se maldice antes de cubrirse otra vez.

Son las heridas de guerra que atestiguan la vehemencia y la audacia con las que ha vivido este ácrata, aventurero, antropólogo y erudito que, desde hace tres décadas, vive retirado con su familia —su esposa Carmeli Márquez, fallecida recientemente, y su hijo Beltrán Pérez, animador, documentalista y editor audiovisual de Mecha Coop— en un pueblo de La Raya. “Yo tengo hecho mucho más trabajo de campo que la mayoría de mis colegas antropólogos”, se ufana Pérez, y explica cómo se lo hacía saber: “Yo llegaba del Amazonas a un congreso en Manchester, o donde fuera, y les decía a mis colegas: ¿ven esto?, ¿ven esta piel de lija? Esto son picadas de mosquitos del Amazonas”.

En sus casi 80 años, de lo único que ha huido Antonio Pérez es de la policía franquista y de esa notoriedad que solo se obtiene a cambio de servidumbre

En sus casi 80 años, de lo único que ha huido Pérez es de la policía franquista y de esa notoriedad que solo se obtiene a cambio de servidumbre. Todo lo que ha vivido —la agitación contra la dictadura, la cárcel, el exilio, los viajes, los libros, el amor— lo ha encarado con bravura y desparpajo: como los toreros a los que tanto admira, y a diferencia de los burócratas que tanto detesta. Su vida pudo ser esa. Al poco de cumplir los 30 consiguió un trabajo como funcionario de las Naciones Unidas en Ginebra, con un salario como el que jamás ha vuelto a cobrar. “Pero un día vi con horror que tenía una agenda para todo el mes siguiente en la que figuraba cómo iba a ser la cena del jueves, dónde se iba a sentar cada uno, qué tenía que llevar… Todo así. Se me pusieron los pelos como escarpias y me largué. Dejé el brillante porvenir que me esperaba en la ONU y me largué a buscarme la vida por ahí”, recuerda.

Los Ácratas que no querían serlo

Podríamos llamarlo, sin exagerar demasiado, “acontecimiento histórico”. No en vano, apareció en los periódicos y revistas de la época, y la voz “Antonio Pérez Rodríguez” ocupa casi tres columnas completas en la Enciclopedia histórica del anarquismo español. Pérez, en su estilo sarcástico y juguetón, prefiere referirse a ello como una “intervención artística”.

Era enero del 68 en Madrid, y en los últimos meses la Universidad Central se había convertido en escenario de constantes enfrentamientos entre los grises y el estudiantado. Miquel Amorós recoge con detalle en Los Ácratas en la Universidad Central 1967-1969 (Editorial La Linterna Sorda, 2018) aquellos acontecimientos. Así relata la “intervención artística” de Pérez:

Llegó el 20, sábado, y el vestíbulo de la facultad de Filosofía fue ocupado por centenares de estudiantes. Los oradores hablaban desde la balaustrada superior. De pronto se oyó el consabido megáfono de la policía pidiendo el desalojo. A continuación los chorros de agua teñida de las mangueras de los camiones—cisterna golpearon las cristaleras y se colaron por la puerta. Luego, fue el turno de los grises. Muchos estudiantes corrían a refugiarse en las aulas; otros intentaban resistir lanzando toda clase de objetos. Un grupo de ácratas iba por las aulas sacando muebles para echarlos sobre la pasma. De pronto, alguien descolgó un cristo crucificado del aula 217 y lo lanzó a los grises por la ventana. El posterior escándalo fue tan monumental que la prensa no se atrevió a mencionar el hecho hasta no tener autorización expresa. Esta vez, los activistas habían topado con la Iglesia, el pilar ideológico más firme de la Dictadura. El “abominable sacrilegio” llegaba a los más hondo del alma fascista, que a duras penas podían contener los impulsos genocidas. La Facultad fue clausurada por ello.

Pérez pertenecía en aquel entonces a un grupo que la Historia ha bautizado luego —“nosotros no queríamos nombre alguno”— como “los Ácratas”. Era un colectivo informal sin programa, estatutos ni jerarquía, formado por estudiantes reacios a las organizaciones políticas oficiales —de la dictadura y de la oposición— e influidos por el magisterio del filósofo y poeta Agustín García Calvo. “Nos reconocíamos herederos de aquellos proto-egipcios que, circa 1750 antes de nuestra era, se negaron a seguir construyendo esos infames mamotretos que son las pirámides”, tiene escrito Pérez sobre la inspiración de un grupo que, con su activismo jovial y descontrolado, puso contra las cuerdas a las autoridades políticas y académicas.

Antonio Pérez, antropólogo ácrata
Antonio Pérez, antropólogo ácrata. Bernardo Álvarez-Villar

Aquella sublevación, ha escrito Antonio, es hoy “tan desconocida y censurada como imprescindible (…) tan original y autónoma como ninguneada”. Para sus enemigos, no eran más que “un puñado de descerebrados”, aunque él prefiere decir que eran “radicalmente hedonistas sin la menor afición al sacrificio”. Sea como sea, suyo es el mérito de desvelar “los pecados de la jerarquización universitaria y de su perversa inanidad hasta el punto de que podríamos decir que nos adelantamos al Mayo 68”.

Después de varias semanas de asambleas, manifestaciones y altercados, todos los miembros del grupo fueron detenidos en una operación policial. Pérez tuvo suerte y pudo escapar, cruzar clandestinamente la frontera francesa y establecerse allí, “con una identidad falsa y con las manos vacías”, justo a tiempo para ver estallar el mayo parisino.

París no era una fiesta

“En el mayo nuestros enemigos eran dos —subraya Pérez—, De Gaulle y los del PC. Tantas hostias nos dimos contra los CRS como contra los del PC”. Él mismo colocó a la entrada del parisino Collège d'Espagne una bandera rojinegra y un cartel que rezaba: “Ni Franco ni Carrillo”. Los años no han suavizado esa animadversión: “Detesto a los leninistas en general. Son la mayor catástrofe, porque justifican llegar al poder por cualquier medio. En Francia desprestigiaron la protesta y se dedicaron a cultivar su rebañito de intelectuales, los Albertis y demás”.

“Lo que más fastidió a los leninistas —continúa— es que era algo espontáneo, aunque en realidad no lo fue, ¿cómo va a ser espontáneo algo que lleva años cociéndose en la represión y en la humillación en la que vivía Francia? Claro, al lado de España, Francia era Hollywood. Pero hay que recordar que Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, de Henry Miller, estaban prohibidas, y que aún existía la pena de muerte. En ese sentido, como revolución cultural, se consiguió mucho con el 68”.

En los bajos de su casa en Valencia de Alcántara, en dos grandes armarios de color ceniza, Pérez conserva el que tal vez sea el mayor archivo privado de España sobre aquellos sucesos. En decenas de archivadores acumula más de 300 pasquines, recortes de prensa, carteles, pegatinas, fotografías que él mismo tomó e incluso un bote de humo de los CRS. Pérez abre los armarios como quien se asoma al recuerdo de la mayor aventura de su juventud, pero también con la mirada escrutadora del antropólogo. Como científico antes que como militante: “No me creerás, pero a mí, en realidad, la política nunca me ha interesado demasiado”.

“Eso era lo más importante de lo que estaba pasando: lo que estaba discutiendo en la calle gente que no se conocía entre sí”, valora Pérez sobre el mayo del 68 en París

Es su insoslayable vocación científica la que le hace lamentarse de no haber grabado con un magnetofón las decenas de tertulias y corrillos espontáneos que se formaban en las calles al calor de la revuelta. “Eso era lo más importante de lo que estaba pasando: lo que estaba discutiendo en la calle gente que no se conocía entre sí”, valora.

Disponer de esas grabaciones, piensa Pérez, ayudaría a desmontar esa “visión hegemónica, dominante” de que Mayo del 68 fue una revuelta de hijos de papá aburridos y entregados al libertinaje. En su archivo personal se encuentran documentos que contradicen esa versión. Cita un pasquín que recogía las reivindicaciones de las limpiadoras de los campus universitarios, otro en el que los negros denunciaban el colonialismo francés, y otro más en contra de la deportación de los extranjeros revoltosos.

Mucho más que una efímera bacanal de estudiantes de clase media, la revuelta de mayo supuso una verdadera amenaza para el orden vigente en Francia: “Eso es lo que siempre se ha negado, como la represión y los asesinados que hubo. Por eso el libro que hice sobre el 68 con José Antonio Alcantud lo titulamos París no era una fiesta. Hubo decenas de muertos, torturados y desaparecidos por la policía, y muchos de esos casos no se han revuelto. Es una fiesta ahora, cuando se han hecho siete millones de películas sobre ello”.

Qué esperar si no de la sociedad del espectáculo que describió Guy Debord, uno de los pensadores de referencia del 68 y líder de facto de los situacionistas. Antonio rebusca en su archivo un número de la revista Plankton, editada por la Internacional Situacionista (IS): “Yo los conocí, pero me parecían un poco cantamañanas con las cosas esas que hacían. Una vez, me acuerdo, fueron al despacho de Gallimard y tiraron su máquina de escribir por la ventana”.

En una ocasión, Pérez ejerció de correo para la IS, llevándole a los situs de Milán un paquete con las revistas que publicaban sus homólogos en París. La anécdota es impagable, una de esas que condensa en sus detalles medio siglo de la historia de Europa: “Yo llego a Milán, a la dirección que me habían dado, y me encuentro que es un barrio riquísimo, y que adonde tengo que ir es a un pisazo de lujo exagerao. Llego y la puerta de la casa está entreabierta, y me encuentro los restos de un banquete: puro caviar y chatka. Pero no hay nadie, y me quedo allí esperando hasta que al poco llegaron los situs, entre ellos Gianfranco Sanguinetti, que era de pasta gansa. Su madre era multimillonaria y partisana. Me dijo que no tenían ni un duro pero que, por su familia, tenían cuentas en los supermercados. Comían caviar, pero no tenían ni un duro. Luego este Sanguinetti me llevó a dar una vuelta en su coche, y me pide que abra una trampilla que había debajo del asiento. La abro y veo que hay una Browning. Esta pistola, me dice, es con la que mi madre mató a Giovani Gentile, el filósofo fascista por excelencia. Mira tú lo que son las cosas…”.

Los peores y los más bravos

A su regreso a España cumplió una pena de cárcel de tres meses en Carabanchel. Eso sería solo un aperitivo de los casi mil días que acabaría pasando entre rejas en los siguientes años. Entre el 72 y el 73 hizo un primer viaje a América Latina, que concluyó en Chile durante las últimas semanas del gobierno de Allende. Tras una travesía en barco arribó al puerto de Gijón, donde la policía le encontró una pistola y fue encarcelado en el patio de presos políticos del penal de Oviedo, que hoy acoge el Archivo Histórico de Asturias.

Allí vio Antonio, en los paredones del patio, las huellas de los fusilamientos franquistas: “Unas hileras de hoyos, pinchazos o desconchones que formaban un siniestro zócalo a la altura de la cabeza y del pecho”. Por lo demás, recuerda ahora, aquella era “una cárcel estupenda, con unos patios amplios desde los que se veía el Monte Naranco. En la cárcel eso era fundamental. La del Coto de Gijón tenía unas paredes altísimas y no veías nada”. En la cárcel de Oviedo coincidió con Gerardo Iglesias y otros dos mineros asturianos, “con los que hice buenas amigas”, y tuvo como abogado a Pedro de Silva, que una década más tarde se convertiría en el presidente del Principado de Asturias.

Su vida en la prisión de Carabanchel fue una singular experiencia de comunismo libertario: “Nuestra celda, que compartía con unos drogotas, era democrática: todos los trabajos se hacían por turnos y todos éramos iguales”

De Asturias pasó a la séptima galería de Carabanchel, junto a presos comunes y unos pocos políticos: “Yo caigo allí y mi natural me lleva a juntarme con los peores, con los más bravos, que eran los atracadores. Allí conocí al Daniel Pont, el que montó la COPEL, y me hice íntimo amigo de él”. Su vida en la prisión de Carabanchel fue una singular experiencia de comunismo libertario: “Nuestra celda, que compartía con unos drogotas, era democrática: todos los trabajos se hacían por turnos y todos éramos iguales”.

Su periplo carcelario continuó en los penales de Jaén y Palencia, donde le pilló la muerte del dictador. A día de hoy forma parte de La Comuna, una asociación de presos y represaliados del franquismo, y sigue recordando la canción de la Virgen de la Merced, patrona de los reclusos, como si la cantase a diario. La entona a pleno pulmón para demostrarlo: “Virgen de la Merceeed, virgen de la Merceeed, aunque delincuente también tengo fe. Prometo ser bueno y honrado, olvidar el pasado y ser digno de tiiii”.

Desventuras y contradicciones de un antropólogo anarquista

A la muerte del dictador, a Pérez le dio por colegir “que un ácrata debía continuar la pelea acompañando a aquellos que, por definición, tienen menos poder: los pueblos indígenas”. En consecuencia, desde el año 76 se ha dedicado al estudio y defensa de estos pueblos. En alguno de sus miles de textos ha desarrollado en profundidad esta idea: “Estas minorías étnicas marginales son gente que tiene menos poder que nadie en la sociedad. Luego, si estás defendiendo a los que menos poder tienen, automáticamente te estás poniendo en contra del poder. Yo entiendo, desde ese punto de vista, que un antropólogo debe ser un anarquista, porque si el poder está en estos momentos configurado como una fuerza uniformizadora, el antropólogo, que por definición busca la diversidad y que la encuentra un fin en sí misma, debe oponerse al poder. La antropología es una disciplina anarquista, pues demuestra la artificiosidad de las estructuras de poder, su fragilidad y coyunturalidad histórica”.

Antonio Pérez, en su despacho
Antonio Pérez, en su despacho. Bernardo Álvarez-Villar

De las sociedades y culturas indígenas a Pérez le interesa casi todo, e incluso es capaz de desenvolverse en una conversación en lengua yanomami. Ha escrito sobre arte, arquitectura, religión, formas de organización política y económica, medicina… Además, ha grabado películas y documentales, impartido cursos y conferencias, comisariado exposiciones y fue asesor para asunto indígenas de la Comisión del V Centenario.

“He trabajado con indígenas que no solamente no conocían el castellano, sino que, por supuesto, no tenían ninguna idea del nombre del Estado en el que habitaban”, asegura Pérez

“Carmeli [Márquez, su difunta mujer, también antropóloga] y yo estuvimos en sitios en los que podríamos ser los primeros blancos que llegaban —asegura Antonio—, y allí nos encontramos con gente que no sabía lo que era Occidente ni la antropología ni nada. Yo he trabajado con indígenas que no solamente no conocían el castellano, sino que, por supuesto, no tenían ninguna idea del nombre del Estado en el que habitaban”. Para el antropólogo de campo lo importante es “ir con paciencia, sin prisas, nada de entrar a saco ni de ir de simpáticos. El de prueba y error es el único método científico que existe. Hay que tener sentido común y conocer las diferencias culturales”.

Además de conocer su cultura es importante conocer la cultura propia: “Para no escribir académicamente y someterte al lecho de Procusto de la universidad. No puedes fiarte de la bibliografía, sino de lo que has visto, sin depender de ningún padre fundador”. Piensa Pérez que la mayoría de antropólogos “solo conocen el mundo universitario y tienen una imagen muy pequeña de su propia cultura. Cuando yo llegué donde los indios, ya había estado exiliado y en las cárceles. Conocía la más alta sociedad y la más baja”. Contaba también, como ha escrito en alguno de sus cuadernos de viajes, con “una chapurreante poliglosia, un ansia centrífuga, un diploma en clandestinidad, un hígado curtido en mil barras”.

Bueno, ¿y usted por qué quiere que los yanomami sobrevivan? ¿eso es de alguna utilidad para el género humano? Preguntas como esta ha respondido Pérez en decenas de ocasiones. La respuesta es larga y no es sencilla, pero se puede empezar cuestionando la noción de “utilidad”: “Mi experiencia profesional con algunas culturas indígenas me viene a demostrar que estos indígenas en muchas ocasiones tienen una escala de valores clarísima: primero lo inútil, y después lo útil. En mis intercambios con ellos, siempre han preferido un adorno —léase una mostacilla, por ejemplo, para hacer collarcitos o pulseras— a un machete”.

Antonio Pérez haciendo trabajo antropológico de campo
Antonio Pérez haciendo trabajo antropológico de campo en el Amazonas. Foto: Carmeli Márquez.

Eso no significa que se trate de sociedades celestiales cuyos miembros puedan dedicarse a tiempo completo a las artes amatorias o decorativas: “Siempre hay conflicto. La imagen de una sociedad que marcha sin ninguna fricción entre sus individuos, la imagen del buen salvaje, en una palabra, es falsa”. Eso sí, explicó largamente en una entrevista publicada en 1991 en la Gazeta de Antropología, existe una diferencia básica entre las sociedades indígenas que Pérez ha conocido y la sociedad occidental: “Aquí tenemos un poder que se separa demasiado del resto de la sociedad. Cuando hay un conflicto siempre hay un árbitro. Eso es lo que en muchas ocasiones no es necesario en estas culturas. Si hay un conflicto, se supone que el conflicto es entre dos, y se supone que no es necesario un árbitro. Esa recurrencia a una instancia superior, al arbitraje, no se hace necesaria a menudo en estas sociedades”.

Pérez no se hace excesivas ilusiones sobre el porvenir de la especie, pero tampoco se deja mortificar por el pesimismo antropológico: “Podemos ver el vaso medio lleno o medio vacío porque la Humanidad es medio altruista y medio egoísta, mitad racional mitad irracional, en parte libre y en parte esclava”, dijo hace años en otra entrevista. Por desgracia, proseguía, “el poder está siempre presente en las relaciones humanas, así sea mínima la asimetría entre los grupos de una sociedad”.

No hay progreso ni refinamiento en las formas de ejercer la autoridad: “La supuesta eficacia del “gobierno de las cosas” es la última pamema en la que se apoyan los propagandistas de la tecnocracia siendo esta un atentado a la razón y, en el fondo, una distopía literalmente inhumana”. En resumidas cuentas, “es imposible desistir de toda forma de poder. Los místicos que lo han intentado, han acabado sirviendo de excusa para colosales matanzas”. Pero también es imposible que dejemos de resistirnos y revolvernos contra esa pretensión del Estado moderno de que “además de un número, el hombre fuera un objeto”.

Tal vez sean los años, tal vez sus muchos viajes y lecturas, o tal vez siempre fue así. Antonio Pérez se orienta en el mundo y no parece necesitar barrocas elaboraciones ideológicas ni pesados aparatajes conceptuales. Antonio es llano y amistoso, experimentado y muy hábil en la esgrima verbal, pero ajeno a la escolástica y a las querellas estériles. Ahora habla y se mueve con la serenidad del hombre mayor y curtido, con el desconsuelo y la nostalgia del viudo. Antonio escruta desde su biblioteca la campiña extremeña y suspira: “Anarquista es cualquiera que haga algo bello y justo. Punto”.

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